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Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.
La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.
—¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? —articuló ansiosamente, interrogando—. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?
El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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