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Más dichosos, quizás, más unidos seguramente que cuando eran jóvenes, los esposos, fundidos en la única aspiración egoística de conservarse todo lo posible, no solían discutir, sino en el punto de las antiguallas. A cada cajita de oro, a cada miniatura, a cada arcón o pieza de loza que entraba por la puerta, la condesa gruñía. ¡Manía de amontonar vejestorios, un capital muerto, un estorbo para el día de mañana! Cuando Frasquita Montiel —la hija de los condes, que vivía en Sevilla con su esposo— heredase tanto trasto, ¿cómo se desharía de ellos? Porque además, la condesa abrigaba la convicción de que su marido no sabía comprar, de que le clavaban, de que no entendía lo bastante. «Si tuvieses tú el acierto y el ojo del pobre Luis»... repetía a todas horas. Al oírlo irritábase el conde hasta el furor. Lo del «pobre Luis» se refería a un primo de la condesa, el vizconde de Venadura, amigo íntimo y comensal de la casa, fallecido en la epidemia del dengue. El conde aborrecía la memoria del vizconde, mortificante para su amor propio, invocada siempre en demostración de algún chasco, de alguna serranada de chamarileno, y a la vez, tenía dada orden de que se le avisase cuando saliesen a la venta objetos de la dispersa colección de aquel «pobre Luis», para adquirirlos todos, ¡todos, sin falta!
4 págs. / 8 minutos.
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Publicado el 2 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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