—¿Cree usted que vivirá, doctor? —preguntaron ansiosamente las doce fadas que, en cumplimiento de su misión clásica y tradicional, rodeaban la cuna del recién nacido y se disponían a colocar bajo su almohada el Talismán de la vida.
El doctor afianzó en las puntiagudas narices los redondos quevedos, que daban a su fisonomía un sello misterioso; se manoseó las barbas reflexivamente, y tardó más de dos minutos en contestar. Al cabo, dijo en grave acento:
—Tal vez vivirá… Y tal vez, si ciertos fenómenos se presentan, podrá no vivir… No veo claro en su estrella… ¡Dentro de doce meses será mucho más seguro el pronóstico!
Las fadas, a un tiempo, rompieron en risa cristalina y melodiosa. No eran ellas del número de las que comulgan con ruedas de molino: y aunque no habían inclinado jamás sus blancas frentes sobre librotes apergaminados y rancios, y no consumían aceite de lámparas, sino que lo hacían todo a la plateada luz de la luna, sabían perfectamente que los doce meses eran toda la línea vital del Niño, y al cabo de ese tiempo no sería aventurado contestar a la interrogación dirigida al célebre doctor y académico de la de Ciencias. El cual, ofendido por el buen humor de las fadas, se dio prisa a eclipsarse.
El Anciano, que ocupaba un lecho todo entapizado de damasco rojo, se unió, en voz cascada y que apenas se oía, a la risa de las madrinas del Año nuevo. Era, ya se habrá adivinado, el año de 1918, llegado a tal grado de decrepitud y agotamiento, que en su boca, entreabierta para dar paso a una trémula carcajada, se veían, muy adentro, más allá de las encías desdentadas, unas como telarañas, de un gris sombrío y sepulcral. Por medio de un esfuerzo angustioso, logró incorporarse, y rogó a la fada más próxima:
—Azulina, dame una cucharada del elixir de resistencia.
Con su cucharilla de zafiro, la fada deslizó el elixir en aquellos labios ya invadidos por las nieblas de la muerte; y al punto, galvanizado, se enderezó el viejo; su faz amarilla adquirió rosado tinte, y sus ojos apagados despidieron luz intensa.
—Yo —dijo con alarde de senil vanidad—, yo, el Abuelo, contestaré a lo que no ha sabido contestar la Ciencia. El nuevo Año, que parece, por lo débil y canijo, una figurilla de embrujar, vivirá igual que hemos vivido sus antecesores: tres meses de invierno, tres de otoño, tres de primavera y otros tantos de verano. Pero, encantadoras moninas mías, lo de menos, sabedlo, es vivir, ¿entendéis? Es vivir, sí… pero como Dios manda.
Volvieron las fadas a soltar el chorro de perlas de su alegría, y Azulina, tomado la representación de las demás, exclamó:
—Abuelito, ya sabes que somos paganas, y, por lo tanto, no sabemos lo que manda Dios. Nuestros dioses, los de las selvas y las landas célticas, mandaban una porción de cosas: por ejemplo, que se sacrificasen hombres sobre el ara de Teutatés. Ya ves tú qué antigualla ¡Sacrificar hombres! Ahora nadie haría eso.
—Azulina, eres tonta de bailar —murmuró otra fada, la Topacio, más sagaz y reflexiva, aunque no tan guapa.
—Bueno —intervino el Año viejo—, no deja de tener razón la fada del Azul. Hoy, sobre el ara de Teutatés, a nadie se sacrifica. Quedamos en que el Año nuevo vivirá sus doce meses, lo mismo que he vivido yo.
—¡Lo mismo que tú! ¡Mal agüero, abuelo! —murmuraron algunas de las fadas.
—¡Ah! —gruñó el caduco—, también vosotras, eternas y envidiables niñas, ¿vais a repetir la cantinela de que he sido muy malo, de que hay que señalarme con piedra negra en el curso de la Historia? ¿Qué queríais que hiciese?, un año es un recipiente donde el hombre vierte lo que su maldad le dicta. A mí me han colmado de iniquidades. Si me colmasen de bienes, yo recogería bendiciones. La humanidad nunca quiere reconocer que la culpa de todo es suya.
—Abuelito —dijo la fada Topacio—, tenemos que hacerte justicia. Tú no fuiste malo. Tú has traído al mundo la deseada paz. Con este nombre se te conocerá: el Año de la Paz; y me parece a mí que es bien bonito. Si tú, abuelo, debías irte de este mundo lleno de alegría. Has sido el de la Paz… ¡Pues ahí es nada!
Todas las fadas hicieron coro, con un rumor de aprobación. Sí, sí, que se diese por satisfecho el Abuelo con ser el de la Paz.
—Locuelas —murmuró el viejo, babándose de cariño—, eso de la Paz es lo mismo que lo de la Vida… Vivir y tener paz es lo de menos… El caso es saber cómo se vive y qué paz se tiene. Y yo os digo que no todas las paces son iguales. Justamente mi pena al irme de entre vosotras al frío panteón donde he de dormir eternamente, en compañía de los que me han precedido, consiste en que ignoraré en qué ha parado lo de la Paz. Me voy con esa curiosidad, y no sé lo que daría por satisfacerla. Envidio a esa criatura. Dichosa ella, que verá lo que yo no he de ver, y sabrá la palabra del enigma. ¡Dichosa ella! ¡Quien estuviese en su lugar!
Las fadas rieron nuevamente. Momentos después desaparecieron saliendo por la ventana, pues iban a sonar las doce de la noche, y en sus landas nativas las esperaban las demás compañeras para danzar en corro, al borde del mar, entre las retamas, la danza del encanto. Quedaron solos el viejo y el recién nacido infante. Y entonces, en un ángulo de la estancia, se fue formando una niebla, primero leve, luego densa y sombría; y en el centro de esa niebla brillaron dos puntos de luz fosfórica, que resultaron luego ser los vastos ojos redondos de un mochuelo enorme. Con voz graznadora se dirigió al Año moribundo:
—Si quieres saber lo que ha de ser la Paz —le dijo—, levántate como puedas de esa cama, y coge al nene y acuéstale en tu lugar. Y tú, ve y échate en la cuna…
¡Ya no serás el diez y ocho, sino el diez y nueve!
—Lo que me propones es la muerte del Niño… es un crimen —carraspeó el viejo.
El mochuelo también rió, con estridente carcajada.
—Veo que no estás en el movimiento. Eso de crimen es una noción inactual. Lo que te propongo es un acto dé. Pero que nadie sepa que tú eres el Año viejo que vuelve bajo otra forma. La gente quiere creer que siempre camina hacia delante, lo cual no es posible, porque entonces se retornaría al punto de partida. Se camina en todos sentidos, y la ilusión exige creer que se avanza. Haz tú que lo supongan así, y trata de parecer un Año nuevo, novísimo, diferente de los otros. Si no, eres perdido. ¡Ea, levántate, y a ello!
Tambaleándose, gimiendo de debilidad, se alzó el Año anciano, y varias veces, en el trayecto cortísimo, pensó dar con su cuerpo en tierra. Se apoyaba en los muebles, tosía como si fuese a exhalar el alma, y sus piernas parecían sacacorchos, por los zigzags temblorosos que describían. Al cabo logró llegar hasta la cuna del recién nacido, y, extendiendo las secas manos, lo alzó en peso —pesaba lo que una flor marchita—, y lo llevó a su lecho de rojo damasco, donde lo dejó abandonado, sin cuidarse ni de cubrirle para que no sintiese el frío de aquella cruda noche de diciembre. ¡Así como así, iba a morirse enseguida! Y, en efecto, apenas se hubo separado del talismán de Vida de las fadas, hizo el pobre Añito un puchero de dolor, puso los ojos en blanco, y se quedó rígido, inmóvil. Entretanto, el Año viejo trataba de acurrucarse en la cuna. Por sorprendente caso, sus miembros se reducían, su estatura menguaba, hasta llegar a las proporciones de la primera infancia, y sus blancas barbas y pelo desaparecieron. Pronto se pudo acomodar sin dificultad en la camita del mísero diez y nueve, que acababa de espichar en aquel crítico momento. El diez y ocho sentía elasticidad en sus venas, calor en su sangre: su respiración era fácil y libre, su boca destilaba fresca saliva, sus piececillos bailaban de gozo. Tendía las manos, ansiosamente, al porvenir, y saboreaba ya, de antemano, al placer de enterarse de lo que iba a ocurrir en otros doce meses, fecundos, sin duda, en capitales acontecimientos. En ese plazo, el enigma de la Paz se descifraría, y el mundo daría un paso gigantesco.
¡Vivir, vivir!
Y allá, en el rincón, en la sombra, el mochuelo miraba intensamente al criminal. Sus pupilas fatídicas alumbraban la estancia, aterradoras.
—Ten cuidado —repetía—. Ten cuidado… Que no te conozca nadie que eres el mismo… Porque si no, ¡ay de ti! Hazte el nuevo… Es lo único que han de pedirte…