Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase a todos los medios imaginables para acercarse a mí. Al romper la cadena de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio jurado y mortal.
Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó a atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos agradecen a su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro e insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca, a veces, a la mujer que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que sabemos que ha de verter sangre bajo nuestros crueles pies.
Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, a manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma; me desaté, movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo de regalar a cualquier mujer, a la primera que tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba a María —a María, triste y pálida; a María, medio loca por mi abandono; a María, enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.
Es la casualidad tan antojadiza, en esto de proporcionar aventuras, que si a veces presenta ocasiones en ramillete, otras nos brinda una por un ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido baile de máscaras del teatro Real.
Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba a hastiarme, y reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, a tiempo que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y no se atreviese, a pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que me impulsó a hendir la multitud y aproximarme a la encubierta. Al ir consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad, o algún empeño más hondo, debía de haberla arrastrado a un baile de tan mal género. «Grande será el interés que la trajo aquí —pensé—, y muy visible su posición en la sociedad para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el lance: que nadie la reconozca.» Y al advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban en medio del gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo.
Con tal suposición dio un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar a la gentil encapuchada. La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero insensiblemente deslizábase hasta perderse y el miedo de que se escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, más la enmascarada me llevaba gran ventaja, sin duda, y empecé a recelar que huía de mí, y que, después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una visión… Este temor que sentí fue ardoroso incentivo del deseo de reunirme a la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me oprimía, y aprovechando un resquicio me hallé poco distante del dominó verde. Sólo que éste, a su vez, apretó el paso y desapareció por una de las puertas del salón.
Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca, ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer, buscando dondequiera a la incitante máscara. Sin duda ella había adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en desesperarme; y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo de hombres o se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el fresco tono verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba jadeante a la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco minutos, tiempo suficiente a que la máscara se enhebrase por un pasillo, saliendo enfrente de mí a buena distancia. Desolado, loco, con la imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu sin dar alcance a la misteriosa hermosura que (ya era evidente) se complacía en burlarme.
La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas las primeras horas de la noche y evitaría el momento de las cenas y de las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para marcarme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más solitario, por la puerta menos alumbrada por la calle donde es más fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho, con tal fortuna, que al cuarto de hora de espera vi asomar a la encapuchada del verde dominó, la cual, mirando a uno y otro lado, como recelosa, exploraba el terreno. Me arrojé a cerrarle el paso, y a mis primeras palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese a su marcha y que no insistiese en acosarla así.
La creí sincera; pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase de que me mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me dejo caer de rodillas a los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente e inspirado, y noté que las frases acudían a mis labios incendiarias y dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento real, aunque sólo dure minutos.
—Si querías huir de mí —dije a la máscara, estrechándola de cerca—, ¿por qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me clavaste la saeta, dí, si habías de negarte a curar mi herida? ¿No estás viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine a este baile en la seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees que voy a dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor y sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.
Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al través de los reducidos agujeros del antifaz, vi temblar sobre el negro terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria.
—Es cierto: sólo por acercarme a ti, por gozar de tu vista, he adoptado este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira que extraño caso: queriéndote así, lloro… a causa de que me dices palabras de amor. Por oírlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este trapo verde, tú… huirías de mí si me presentase sin careta. Me has perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea… ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después… ya no tendrás que volver a mirarme nunca!
Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María… Aprovechando mi estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme precipitar detrás de ella oí el estrépito de las ruedas sobre el empedrado.
Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos transtorna es un trapo verde. La Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que siempre huye, la que todo lo promete… ; la que bajo su risueño disfraz oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.
«El Imparcial», 25 febrero 1895.