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Los billetes, pedidos por Leonor a un primo suyo, Ramirito Lanzafuerte, servirían para la primera escapatoria de Leonor. Ketty venía inflamándole la imaginación, pintándole cuadros atractivos. Ella, Ketty, alquilaría los disfraces. Nada de anticuados dominós: unas pelucas de color, unos antifaces que tapasen bien, y lo demás, a capricho. En el baile, podría Leonor embronar a su gusto, no sólo a amigos y conocidos, sino a todo bicho viviente. Hora y media de este ejercicio, y luego, ¡a casa otra vez, a dormir como santas!
—¿Y si lo sabe mamá? —repetía Leonor, medrosa.
—¿Cómo va a saberlo? Salimos por la verja del jardín, tapaditas con abrigos viejos... Yo tendré avisado un cochecillo... Nunca sucede que, después de acostadas, vengan a molestarnos...
El programa se realizó. Disfrazáronse en las habitaciones de Ketty, secundarias, en el piso entresuelo. Por allí nadie solía pasar. Leonor se divertía como en su vida se había divertido. El traje, lejos de ocultar su cuerpo, le prestaba líneas encantadoras. Era una larga funda Edad Media, de pana rosa, y una caperuza de tisú de planta, sobre un pelucón rosa pálido, cuyas crenchas le llegaban al talle.
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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