El Escapulario

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Ketty? ¿Ketty?

La inglesa despertó, se frotó los ojos y murmuró, sonriendo cándidamente:

—What is the matter?

—Levántate pronto —articuló una vocecita dulce, un poco puntiaguda—. Aquí está lo que me dijiste que le pidiese a Ramiro...

El salto elástico de la miss fue como el de una gata joven. Diez minutos después, habiendo dejado el lecho, estaba ya muy alisada, vestido el jersey, derecho el almidonado cuellecito blanco. La señorita Leonor sonreía, enseñándole los trozos de papel-cartón, en que un cromo modernista representaba una pareja, enlazada para el tango argentino.

Eran billetes para el baile que en el Real patrocinaba la elegante sociedad Smart Club, o por mejor decir, algunos de sus miembros gallardos y calaveras. Se jactaban de que concurrían todas las mujeres guapas de Madrid, lo cual significaba que irían todas las alegres, guapas o feas. Y Ketty, la carabina de la hija de los duques de la Morería, lograba con esos billetes lo que tramaba desde tiempo atrás: la complicidad de su señorita, tenerla sujeta, convertida en amiga complaciente. Aquella hija de Albión, de tez nacarada por las nieblas, de pelo dorado cenizoso, que colgaba en su habitación los retratos de los reyes de Inglaterra y una copia de la Concepción de Murillo, era lo que se llama una mezcla explosiva. La conocían bien los que en Madrid cultivan el género, y hasta le habían puesto un apodo: «Pólvoranieve». Los únicos que no se habían enterado eran los señores duques, ocupado él en derrochar su hacienda en sports, y ella en prácticas devotas, muy loables, pero no tanto como lo fuera el acompañar a su hija, en vez de fiarla a la fe británica.

Los billetes, pedidos por Leonor a un primo suyo, Ramirito Lanzafuerte, servirían para la primera escapatoria de Leonor. Ketty venía inflamándole la imaginación, pintándole cuadros atractivos. Ella, Ketty, alquilaría los disfraces. Nada de anticuados dominós: unas pelucas de color, unos antifaces que tapasen bien, y lo demás, a capricho. En el baile, podría Leonor embronar a su gusto, no sólo a amigos y conocidos, sino a todo bicho viviente. Hora y media de este ejercicio, y luego, ¡a casa otra vez, a dormir como santas!

—¿Y si lo sabe mamá? —repetía Leonor, medrosa.

—¿Cómo va a saberlo? Salimos por la verja del jardín, tapaditas con abrigos viejos... Yo tendré avisado un cochecillo... Nunca sucede que, después de acostadas, vengan a molestarnos...

El programa se realizó. Disfrazáronse en las habitaciones de Ketty, secundarias, en el piso entresuelo. Por allí nadie solía pasar. Leonor se divertía como en su vida se había divertido. El traje, lejos de ocultar su cuerpo, le prestaba líneas encantadoras. Era una larga funda Edad Media, de pana rosa, y una caperuza de tisú de planta, sobre un pelucón rosa pálido, cuyas crenchas le llegaban al talle.

—Estoy azarada... Me van a conocer... —repetía.

—¡Qué habían de conocerte! —repuso la inglesa, la cual, por afición a lo típico español, iba de gitana, faldellín de volantes, peines de celuloide rojo mordiendo las ondas azul ultramar de otra peluca fantástica.

El pie, genuino del Norte, sin gracia ni curvas, hacía estallar el raso de los zapatos.

Cuando entraron en el salón del Real, Leonor hizo un movimiento para retroceder, y Ketty la pellizcó.

—¡Tonta!

El tuteo, la familiaridad excesiva, indicaban sobradamente lo subvertida que estaba aquella relación, sin necesidad de conocer las circunstancias de la escapatoria...

—Mira, allí tenemos a Miguelito Alhama... ¿Quieres embromarle?

—¡No! ¡Va a conocerme! ¡Qué vergüenza!

Poco a poco, el ruido, las luces, los chillidos, la mezcla de perfumes insinuantes, las miradas y los piropos, las serpentinas que tendían como un velo en el aire, fueron envalentonando a la novicia. Rió, trabó conversaciones, oyó galanteos. Se había propuesto no separarse un minuto de Ketty, convenio entre las dos; pero, a una vuelta, notó con asombro primero, con terror después, que Ketty había desaparecido.

—¿Buscas a alguien, mascarita? —preguntó un elegante caballero rubio, extranjero por el acento y la figura, aunque hablaba bien el castellano.

—¿No has visto a una gitana que venía conmigo hace un momento?

—¿Una gitana? Espera, máscara, que miraré... ¡Ah! Allí... ¿Que no es la misma? Pero no te apures. Toma mi brazo, y vamos a buscarla.

Maquinalmente, Leonor aceptó el brazo. Iba transida de sobresalto y disgusto. La situación, meramente desagradable para mujer de alguna experiencia, era para ella terrible. Creía que todo el mundo estaba enterado ya de su caída —le llamaba así—, de aquella locura que, ahora lo veía, había de tener graves consecuencias. Y estas ideas, determinadas por la desaparición de Ketty, la acongojaban tanto, que el improvisado galán sentía temblar el brazo que se apoyaba en el suyo.

«¿Será —pensó— una mujer distinguida? Es bien raro en estos bailes, pero cabe en lo posible...»

—¿No ve usted a la gitana? —insistió Leonor, ansiosa.

«El demonio que sepa dónde está la gitana», pensó él. Y, en voz alta, desplegando su cortesía de secretario de Embajada y de hombre habituado a olfatear a las mujeres, con las cuales hasta para faltarles al respeto se debe ser respetuoso, murmuró:

—Mascarita, te repito que no tengas miedo... Nada malo te ocurrirá... Sube conmigo; me sospecho que tu amiga estará en el buffet...

Reanimada por la esperanza, se prestó Leonor a subir. Su acompañante le susurraba al oído frases dulces, no de amor, sino de simpatía, de galante rendimiento. Que no se preocupase; él estaba allí para sacarla de cualquier conflicto... Y, llegados ya al buffet, ofreció ¿una taza de consomé, un poco de salmón, una copa de champán?... Leonor rehusaba, moviendo tristemente la cabeza... Salieron del buffet, para continuar la indagatoria; pero Leonor apremiaba.

—Aprisa, aprisa... Tengo que encontrar a mi compañera y volver a mi casa, inmediatamente...

Hallábanse en una especie de antesala, contigua al buffet. No andaba mucha gente por allí. El extranjero indicó a Leonor un diván. Ella se dejó caer, porque sus piernas flaqueaban. Él se colocó a su lado.

—¿Quién era tu compañera, mascarita? ¿Tu mamá?

—¡Mi institutriz...!

Todavía sonrió él. ¡Institutriz! No parecía verosímil.

—Ella —añadió Leonor casi sollozando— debe de buscarme también... Estará como loca...

—¡Oh! Mascarita —replicó el extranjero—, no lo creas... ¡Siento darte un desengaño, pero la institutriz se ha apartado de ti a propósito! Probablemente ni siquiera se encuentra en el baile.

El efecto de estas palabras, en Leonor, fue fulminante. Un desvanecimiento cerró sus ojos, y hubiese caído al suelo desde la banqueta, a no sostenerla el galán. Rápido, éste desató las cintas de la careta, y vio el pálido rostro, de una belleza fresca y juvenil. Desabrochó los primeros botones de la luenga túnica Edad Media y dio aire a la garganta, mientras decía a un mozo:

—¡Un vaso de agua, a toda prisa!

Y siguió desabrochando, aflojando... La delicada operación iba trastornándole un poco, al respirar los efluvios de la belleza de Leonor... De pronto, del seno virginal salió un cordón, un pedazo de tela tosca, de lana, un escapulario...

Inmediatamente el extranjero cruzó la túnica, y como le trajesen el agua, empapó su pañuelo y mojó las sienes de la mascarita... Al volver ésta en sí, le dijo con expresión de profunda reverencia:

—No tema usted, señorita. Yo la llevaré a su casa, sin que corra usted ningún peligro. Nadie sabrá nada. Mire en mí a un hermano. Vuelva a ponerse la careta, y en marcha cuanto antes...


Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
Leído 17 veces.