El Esqueleto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al saber Mariano Gormaz cómo su amigo Carlos Marañón se encontraba recluido en una de esas que por ironía del lenguaje se llaman casas de salud, corrió a visitarle, ansioso de ver si cabía esperanza. Regresaba Mariano de un largo viaje al extranjero, y el cariño que profesaba a Carlos se despertó violentamente con las tristes noticias. ¡Loco! ¡Loco! Imposible. Sería pasajero achaque, melancolía originada por desengaños amorosos, quebrantos en la hacienda, alguno de esos golpes que momentáneamente pueden ofuscar la razón más clara y firme… Seguro se creía Mariano de que al acercarse al amigo lograría disipar las nieblas que le oscurecían el cerebro, arreglar los asuntos origen de su preocupación y traerle de nuevo a la vida de los que andan por el mundo al parecer muy cuerdos, aunque Dios sabe lo que se diría a mirarlo despacio y bien…

Con estos propósitos franqueó Mariano la verja del hotelito, cruzó el jardín, y en una sala alhajada con alarde de buen gusto, que adornaban grabados ingleses representando escenas de Hamlet y del Quijote —los dos ilustres dementes de la literatura—, encontró al enfermo. Iba a estrecharle en sus brazos; pero Carlos le acogió mostrando la frialdad, la extinción de los afectos que caracteriza ciertos períodos de los trastornos mentales.

Al yerto «Hola, Mariano» del loco, respondió el cuerdo con extremos y muestras de ternura y alegría; su terror era que Carlos ni aun le reconociese. Y como si aquel calor derritiese el hielo, empezó Carlos a responder a las demostraciones, a pagar las caricias, y su faz demacrada se animó con ese reflejo de actividad psíquica, que es la hermosa luz de la conciencia.

—Te habrán dicho que estoy de remate —pronunció, pasando un brazo alrededor del cuello de Mariano y arrastrándole a un sofá—. Te habrán contado que… —y se tocó la sien con el índice—. No hagas caso. Ya ves, si estuviese… —y volvió a apoyar el dedo en el mismo sitio—, no hablaría con esta serenidad; me exaltaría, gritaría, querría salir, escaparme… Pregunta al doctor, pregunta a los criados, a ver si he tenido un instante de arrebato, a ver si se me han dado duchas, ni se me ha puesto camisa de fuerza, ni se han enrejado mis ventanas, ni se me ha registrado siquiera… Aquí llevo mi certificado de juicio… Mira.

Diciendo así, echó mano Carlos al bolsillo, y con movimiento rápido desenvainó la reluciente hoja de un cuchillo inglés. Sin querer, Mariano se estremeció. A nadie le gusta ver un arma en manos peligrosas. Carlos sonrió tristemente y envainó el cuchillo meneando la cabeza.

—¡También tú! —dijo suspirando—. ¿Y qué tiene de particular? Pero no te asustes. ¿Quieres que te entregue el cuchillito? Anda, toma… ¿No quieres? Porque deseo que escuches con tranquilidad la historia de mi venida a este agradable retiro, donde tan satisfecho me encuentro.

Sintió Mariano vergüenza. No es grato confesar el miedo, impulso al fin mezquino y bochornoso de nuestra naturaleza animal, así como el valor y el desprecio de la muerte afirman con arrogancia la espiritualidad de nuestro ser.

—No sé si me comprenderás… —empezó Carlos cuando vio a Mariano dispuesto a oírle—. Hay cosas que por dentro aparecen clarísimas; pero las necias, las mudas, las imperfectas, las palabras, vamos, no las expresan ni en parte ni en todo, y entonces, ¡cuánto se sufre! Adivíname, Mariano, cuando no encuentre fórmulas en el lenguaje… Recordarás que hará cosa de año y medio tuve que ir a mis posesiones de la montaña, allá en mi país, a fin de arreglar asuntos embrollados que reclamaban mi presencia. Me quedó allí una casa antigua y grande, donde pasaron largas temporadas mi abuelo, mis padres y mi tío y padrino el general Marañón; casa que está llena de rastros y recuerdos de esos seres queridos y respetados por mí supersticiosamente. El tocador de mi madre conserva aún en sus cajones frascos de esencia, cintas, guantes y abanicos rotos; en el escritorio de mi padre encontré cartas amarillentas, borradores, apuntes, pedazos de su vida, que me causaban una emoción religiosa. ¡Mis padres! Yo puedo ser malo, hasta criminal; ¡pero ellos!… No habiéndoles conocido sino en la niñez (murieron los dos bastante jóvenes y casi a un tiempo; jamás supe pormenores, pues cuando sucedió me hallaba en casa de mi padrino), les consagré un culto. ¿Verdad que no se debe adorar a hombres ni a mujeres? Lo comprendo, lo comprendo… Ya ves que no estoy… —y llevó el dedo con furia a la sien, como para barrenarla—. Este culto, ¡qué funesto fue para mí! Si no es por él… No, vale más que no haga reflexiones; que solo refiera hechos…, hechos secos, desnudos… Desde el día en que llegué a la casa antigua, quise dormir en la que había sido habitación de mis padres, y se conservaba siempre cerrada; pero el mayordomo me objetó que amenazaba ruina: agrietadas las paredes, carcomidas las vigas, y acaso infiltrada de agua la panera que caía debajo. Esto me indujo a reparar aquella parte del caserón, por el deseo de conservarla piadosamente. Cuánto mejor sería dejarla caer, ¿eh? Las obras, hijo mío, no dan más que disgustos… ¡Cuestan, cuestan caro las obras!… En fin, yo llamé operarios, y ahí me tienes removiendo tablas y escombros. Solo que, a las primeras de cambio, ¿qué pensarás que descubrí? Una trampa, con argolla de hierro. Debajo de la cama de mis padres…, de la misma cama. Y comunicaba con una escalera, y por ella se bajaba a la panera, o lo que fuese; al subterráneo maldito… ¿He dicho maldito? Maldito, sí.

Carlos se detuvo, y Mariano, alarmado ya, observó que ligeras gotas de sudor rezumaban en su frente y un poco de espuma asomaba al borde de los labios.

—¿Por qué me miras? —prosiguió Carlos—. ¡Si aún falta lo bueno! Ya llegamos al final… Verás tú… Yo quise bajar antes que nadie. ¡Y gracias a eso! Porque la gente es tan mal pensada… Sabe Dios lo que creerían si no me adelanto, de noche, muy provisto de farol, a registrar aquella panera abandonada desde tantos años, y si otros ojos ven antes que los míos el esqueleto, derecho contra la pared, arrimado a la esquina. El esqueleto, allí, allí… ¿Comprendes tú? ¡Pero qué cosas pasan! El esqueleto…

Mientras Carlos repetía la lúgubre palabra, Mariano le miraba como si dudase de la verdad de su narración.

—¿Que he visto visiones? ¡Ay, hijo mío! ¡Allí estaba, créelo! ¿Que no tiene nada de particular el hallazgo? ¡Sí, ya lo sé! ¿Que en todas las casas de campo se encuentran así…, esqueletos? Bien, corriente; admito la teoría… Las teorías deben admitirse… Pero ya ves…, ¡allí! ¿Que si estoy cierto de que era un esqueleto, es decir, un esqueleto humano? ¡Vaya! Y conservaba restos del traje destruido y podrido por la humedad… Aguarda, aguarda… Ya sé lo que vas a preguntarme… ¿Que si era el esqueleto de un aldeano, de un pobre? ¡Quia! ¡No, no, reno! Ya ves qué rareza, qué inverosímil… El esqueleto vestía de paño fino…, y hasta encontré un reloj, una sortija…

—¿Y no averiguaste?… —interrogó Mariano con suprema ansiedad.

Carlos soltó una carcajada rechinante.

—¡Averiguar! ¡Pobrecito! ¡Tú sí que estás…! Solo faltaría eso, que me metiese en averiguaciones… ¿Soy tonto? ¿Soy infame? Nadie había visto el esqueleto sino yo. ¡Pues a suprimirlo!… ¡Si vieses cómo llovía y tronaba cuando lo enterré en el monte, lejos, lejos, a cuatro leguas de mi casa! Escogí un día de temporal deshecho, para que no me sorprendiesen ni los pastores… ¡Qué remojón! Después tuve una fiebre reumática…, pero sin delirio, ¿sabes?, sin delirio… ¡Delirar no quería! Quedé muy abatido… Y luego han dado en decir que estoy… —el índice a la sien— y me han traído aquí… No saben que me encuentro divinamente. Como que vivo lejos de los esqueletos andantes, de los hombres…, que son todos esqueletos… Solo siento una cosa —y Carlos hizo pausa y miró fijamente a su amigo—. Que se te antojase venir… Porque he charlado, he charlado…, ¿y quién sabe si tú serás de los que cuentan las charlas?

Al expresar esta duda, Carlos deslizó la mano hacia el bolsillo; su rostro se contrajo, sus ojos se inyectaron de sangre y relucieron con salvaje brillo. Y Mariano apenas tuvo tiempo de sujetarle e impedir que le asestase la cuchillada al corazón.


Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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