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La sirvienta obedeció, no sin hacer a su vez ese involuntario mohín de sorpresa que producen en los criados ya antiguos en las casas las órdenes inesperadas que indican variación en el género de vida. Al retirarse la doncella la dama pasó al amplio dormitorio y tomó de su secrétaire un llavero, de llaves menudas; se dirigió a otro mueble, un escritorio–cómoda Imperio, de esos que al bajar la tapa forman mesa y tienen dentro sólida cajonería, y lo abrió, diciendo entre sí:
«Suerte que las he retirado del Banco este invierno… Ya me temía que saltase algún compromiso».
Al introducir la llavecita en uno de los cajones, notó con extrañeza que estaba abierto.
—¿Es posible que yo lo dejase así? —murmuró, casi en voz alta.
Era el primer cajón de la izquierda. La condesa creía haber colocado en él su gran rama de eglantinas de diamantes. Sólo encerraba chucherías sin valor, un par de relojes de esmalte, papeles de seda arrugados. La señora, desazonada, turbada, pasó a reconocer los restantes cajones. Abiertos estaban todos; dos de ellos astillados y destrozada la cerradura. Las manos de la dama temblaban; frío sudor humedecía sus sienes. Ya no cabía duda; faltaban de allí todas las joyas, las hereditarias y las nupciales. Rama de diamantes, sartas de perlas, collar de chatones, broche de rubíes y diamantes… ¡Robada! ¡Robada!
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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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