El Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:

—Es que no sabéis de la misa la media… Creéis que únicamente hemos bajado de posición… Ayer me entregasteis carta del tío Manolo, que ha terminado la liquidación de nuestra fortuna… Estamos completamente arruinadas, y aún peor: estamos alcanzadas en seis mil y pico de duros. ¿Qué tal?… Llamad médico, llamad médico… ¡Si al fin yo duraré pocos días, y no hay médico en el mundo que pueda curarme! Con este golpe…, lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en el corazón… ¡Pobres pequeñas mías! ¡Ánimo, no lloréis!…

Era tardío el encargo, Dionisia y Germana, abrazadas, se mojaban recíprocamente los rostros con el llanto ardiente y salado de las grandes amarguras… La primera en dominarse fue la menor; arrastró fuera de la habitación a la mayor y la llevó hacia una salita amueblada con cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.

—¿Qué va a ser de nosotras? —tartamudeó hipando aún Dionisia.

—Trabajaremos —decidió Germana prontamente—. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No creas que aguardaré a que mamá se muera, a que nos echen de esta casa y perdamos nuestra única esperanza de salvación.

—Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú que sacaremos para vivir?

—De seguro. Y para volver a tener coche.

—¿Y los intereses de la deuda de los seis mil? Porque hay que pagarlos, ¿entiendes?

—¡Vaya si hay que pagarlos! —murmuró pensativa, lacrimosa, Germana—. No vamos a dejar en vergüenza la memoria de mamá. Sólo que entonces…, habrá que trabajar de otro modo.

—¿De qué modo? —interrogó, recelosa, Dionisia.

—Yo me entiendo.

—No vayas a hacer una de las tuyas…

Vistiose Germana con elegancia y coquetería: traje sastre de fino paño marrón; toca azul, donde anidaba un pajarito tornasolado; tomó un coche y fue recorriendo las casas de las amigas de antaño, que se mostraban frías o, por lo menos, alejadas, desde el momento en que «las de Ramos» se encontraron en mala situación económica… Donde la recibían, Germana entraba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un ramillo de violetas naturales, preso en la solapa, la anunciaba con la discreta brisa de su perfume; y soltaba el discurso, no en tono suplicante, sino como el que pide lo que se le debe.

—No estamos lo que se dice en grave apuro, eso no; sin embargo, hemos sufrido pérdidas… ¡Figúrate que vivíamos con tanto lujo…! Cuesta, cuesta el acostumbrarse a recortar gastos. Echamos de menos el coche, los abonos, los viajes. En vista de esto —añadía precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza y precaución que iban cubriendo la faz de su interlocutora—, hemos resuelto ser en breve más ricas que nunca. Yo tengo disposición, buen gusto, algo de chic. He aceptado la representación de una modista muy elegante de Biarritz, la que nos vestía antes; este traje es de ella… Reproduciremos aquí sus modelos con alguna rebaja, naturalmente… Haremos las toilettes y los sombreros; todo completo. Pago, eso sí, al contado; la modista nos lo exige… Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas…, ¿eh? No te pido otro favor… Es en ventaja tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y lo que lleves será igual, como que es el modelo, a lo que otras traigan de casa madama Lagazc… Te dejo las señas. Corre la voz… Ven a casa a ver los modelitos…

Los confeccionó ella misma, con trapos suyos, sobre maniquíes de alambre de unas cuantas pulgadas de alto. Había el traje de sociedad, el de calle, el de abrigo y hasta el alborotado, insolente, enorme sombrero. La fiebre de la inspiración hacía que Germana ni tuviese tiempo de notar que su madre empeoraba. Dionisia, desesperanzada y temblona, lloraba por los rincones. Germana, valerosa, esperaba las parroquianas seguras. Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió. Dos antiguas amigas se encargaron trajes sastre; tres o cuatro desconocidas, abrigos y sombreros; una dama de alto copete pidió el traje de sociedad muy aprisa, a plazo fijo, para comida y baile en la Embajada de Rusia…

—Oye, Dionisia —suplicó Germana, con voz rota por la emoción—: coge, sin que mamá te vea, todo el dinero que tenga ella en su armario… hay que adelantar tela, los adornos…

—No me atrevo… ¡Coger, así, del armario! ¡Las economías de mamá!

—¿Prefieres pedir limosna?

La energía sugestiona, la resolución fascina. Dionisia se apoderó de la cantidad, y los trajes empezaron a surgir. Las hermanas no dormían, no comían ni vivían. La enferma hubo de notar algo extraño.

—¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué me deja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué se dedica? ¡Ingrata! Que venga…

Una mañana, el ahogo de la señora fue más largo, o las fuerzas se hallaban más agotadas tal vez… Sobre el brazo de Dionisia cayó la inerte cabeza de la madre, libre ya de penas y sufrimientos, bañada en eterno reposo. Las hijas, arrodillándose al pie de la cama, sollozaban sin consuelo. Se oyó sonar la campanilla imperiosamente.

—¡Llaman!… —gimió Dionisia.

—¡Es la parroquiana del traje de sociedad!… ¡La había citado a esta hora! Viene a probar —hipó Germana, levantándose.

—¿Vas a recibirla? —reprobó la hermana mayor.

—¡Ya lo creo!…

Y Germana, limpiándose las lágrimas, salió aprisa.

—¿Llora usted? —preguntábale entre compadecida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba con el dedo un pliegue del cuerpo escotado, para señalar la arruga.

—Sí, señora. Acabo de saber que se me ha muerto una parienta… allá en Andalucía.

—¿Cercana?

No mucho… Pero la queríamos… ¿Le gusta a la señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahora se llevan poco…

—Más bajito…, así… Que no me falte usted mañana, ¿eh? Espero el vestido por la tarde…

Al día siguiente —horas después del entierro— Germana cobraba la primera toilette de las que hicieron la reputación de las famosas hermanas Ramos. Se ganaba en el traje sobre unas trescientas pesetas.

—Si yo confieso mi verdadera situación —decíame Germana, al referirme su escondida tragedia—, o me vuelven la espalda o me dan unas «perras» de limosna… Hay que pedir con soberbia y para lujo; no para comer…


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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