Descargar PDF «El Rizo del Nazareno», de Emilia Pardo Bazán

Cuento


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  Cuento.
13 págs. / 23 minutos / 101 KB.
13 de noviembre de 2020.


Fragmento de El Rizo del Nazareno

Las imágenes se erguían, inmóviles, en las andas; los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró ampliamente, increpándose a sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías entonan a las altas horas de la noche las capillas desiertas.

Tranquilo ya, recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y, cautivado, detúvose en la del Nazareno. Era ésta la que más próxima tenía; veíala de frente, y de costado a las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió a notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrara en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto despedían centellas como semejaban a Diego velados por turbia cortina de llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales a las flacas mejillas creyó Diego, asombrado, deslizarse unas gotas, que, al llegar a la negra barba, se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de araña campesina. Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio; mas al punto se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase a sí propio por demente y visionario. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación prendía sus pupilas a aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual a otra parte; imposible: los ojos del Nazareno no buscaban con empeño tal, preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de Diego! Lo que procedía era irse derechito a la efigie, mirarla de cerca, tocar su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reírse después. Sí: esto era lo sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias opina a las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero a igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en compañía de un Nazareno al que alumbran cirios, es verosímil que el mismo hombre hiciese lo que Diego; levantarse con ademán brusco, pasar ante el Nazareno, clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas en un pequeño espacio por menudilla rejilla, se interpusieron entre él y las imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo retirada.


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