El Salón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.

El salón, realmente, era un encanto. El mobiliario pertenecía a la época barroca, pero a la mejor, clásica aún, y la tela de seda que lo tapizaba procedía de unas piezas tejidas en Toledo, de armoniosos matices, y que se habían conservado, adquiriendo en la sombra del cajón donde se guardaban esa suavidad que el tiempo comunica a todo y que le acredita de gran artista. En las paredes, vestidas de otra tela, lisa y clara, se agrupaban con acierto cornucopias, cuadros y repisas, que sostenían porcelanas de mérito. Todo el atractivo de aquel salón, del cual se hablaba con encomio entre las relaciones de los Romeral, y en el cual se daba alguna vez un té escogido, muy a lo íntimo, consistía en eso: en la paciencia con que Alfonso había reunido cosas que ninguna desdecía de otra, que se fundían, por decirlo así, en un conjunto perfectamente homogéneo, pareciendo haber nacido juntas; y, sin embargo, no era la homogeneidad fastidiosa y material de las salas que amuebla de una vez el tapicero; la variedad misma de los objetos los identificaba en una sola, maravillosa sensación de arte. Y halagaba altamente al matrimonio que el famoso pintor Albornoz les hubiese manifestado su propósito de tomar apuntes del salón para servir de fondo a uno de sus cuadros, que pensaba exponer próximamente y que representaría Un sarao en tiempo de Carlos III.

En la vida, a falta de grandes emociones —no siempre gratas ni provechosas—, hay que gozar con las pequeñas y darles proporciones que puedan llenar el vacío de la existencia, que todos perciben en momentos dados. Alfonso y Julia Romeral disfrutaban con su salón exquisito, y se asombraban de que la pavisosa de su hermana no sólo no encontrase preciosas sus adquisiciones, sino que proclamase a gritos que prefería los sillones cómodos y modernos.

Una mañana, a la hora del almuerzo, tuvieron los esposos una sorpresa: se presentó en su casa, ¡nada menos que Delfino Marco! Era Delfino Marco, para los Romeral, ese grande amigo que no falta nunca; ese que, sin ser de la familia ni tener el menor parentesco con ella, posee mayor confianza y es poco menos querido que un hermano.

Más joven que el padre de Alfonso, más viejo que Alfonso, lo bastante para tener autoridad sobre él, había intervenido en asuntos de interés para la familia, y no sólo como consejero, sino como poderoso y eficaz auxiliar. El padre de Alfonso, embarcado en negocios que le dieron mal resultado y comprometieron su fortuna, debió a la intervención de Marco salvar, tras mil luchas y azares, el capital que ahora disfrutaba su hijo. ¡Y aquel amigazo, tan querido de todos, llevaba años sin dejarse ver por Madrid! Desde la boda de Alfonso, en la cual actuó de testigo, le habían llamado a Barcelona importantes empresas, y (seamos francos, porque tal es la naturaleza humana) se le había olvidado poco a poco, llegando a no pensar en él sino casualmente. Cartas alguna vez, saludos de primero de año, felicitaciones de fiesta onomástica y, en resumen, el enfriamiento gradual del antes vivo afecto. Pero, al reaparecer Marco, instantáneamente, como por mágica virtud, el pasado se soldó al presente, y Alfonso saltó a abrazarle con verdadera alegría. ¡Por supuesto, Marco se quedaba a almorzar!

—¿Sabéis que me vengo a vivir a Madrid? —dijo él—. Estoy cansado de trabajar, y, para los años que pueda vivir, todo ha de sobrarme. Me voy a dar la gran vida de solterón egoísta, que no pierde coyuntura de pasarlo bien. Voy a arreglarme mi casita… Ésta, tan alegre, que tenéis, me da envidia; pero la mía ha de estar…, mejor, ¡vaya!

—De seguro —aprobó Celia, risueña—, la pondrá usted deliciosa.

Pocos días después empezó, en efecto, Marco a instalarse, habiendo alquilado un amplio piso en sitio muy céntrico. No le dolía el dinero, y se lanzó a hacer compras. El mobiliario lo encargó al tapicero de más fama. Todo rico, lujoso, amazacotado. Luego comenzó la adquisición de obras de arte. Cuadros modernos, carísimos, que representaban labriegas con cara bestial, gañanes despechugados y vellosos, mujeres color de berenjena sobre fondo verde claro y caseríos de cinc, que no se destacaban del cielo cárdeno, cargado de nubarrones densos, semejantes a plomo fundido.

Era la furia de gastar que les entra en la madurez a los hombres antes económicos y agenciadores. Y, no contento con amueblarse, sintió Marco el deseo de regalar, y he aquí que una tarde se presentó en casa de sus amigos seguido de un mozo de cuerda que fingía sudar bajo el peso de una no pequeña pintura, con marco descomunal de bronce, cobre, madera y oro.

—¿Veis lo que os traigo? ¡Esto es canela! Ahora mismo lo vamos a colgar… Bien merece un sitio de honor, ¿eh? Lo pintó…, no sé…, ¡no recuerdo en este instante! Uno de mucho nombre, y con medallas de honor, ¡vamos, a porrillo! Cinco mil y pico de pesetas me cuesta, pero por vosotros, ¡las solté con tanto gusto! ¿A ver? Aquí, que hay buena luz… Se quita ese retratillo y ese paisaje tan menudo…

Miráronse Alfonso y Julia con desesperación. No había remedio a la desgracia. ¿Qué le iban a decir a Marco? ¿Hacerle un desaire? Pero era la ruina del salón aquel lienzo grosero, que se daba de bofetones con todo el decorado, con todo el arte fino y elegante recogido allí con tanto amor, con tal maniático empeño. El retratillo que tenían que suprimir era un pastel francés, antiguo; una belleza contemporánea de la princesa de Lamballe, coronada, como ella, de rosas ya pálidas y esfumadas, como flores de ensueño. Y el cuadro de las cinco mil y pico representaba una escena de taberna, pintada con energía, con algo de intención caricatural en su violento realismo. Los borrachos eran cinco o seis, marineros y jornaleros. Uno de ellos, chispo, reía al empinar el vaso; otro dormía echado de bruces en la mesa tosca; otro se agarraba a la falda de la Maritornes, requebrándola; otro gesticulaba, en bascas innobles. Eran Teniers y Velázquez vistos en moderno, no sin talento, pero con una vulgaridad tremenda, sobre todo por el contraste que formaban con el salón en que iban a figurar…

La deliberación fue de suprema angustia.

—¿Qué hacemos?

—¿Qué hacemos?

—Consentir en el salón ese adefesio, ¡imposible!

—Hacerle un feo a Marco, ¡más imposible aún!

—No ¡pues yo no estropeo nuestro saloncito! ¡La ilusión que tengo con él!

—También tu amigo Marco, ¡qué manera de emplear el dinero! Es un ordinariote.

—Y vuelvo a mi tema: ¿qué se hace?

Como alimañas enjauladas, dieron vueltas a la solución, y, por último, de noche, puesta la cabeza sobre la misma almohada, el matrimonio creyó haberla descubierto. Fue ocurrencia de Julia.

—¡Es una diablura feliz! Las mujeres, ¡qué listas sois! —murmuró Alfonso.

Quedose estupefacto Delfino cuando, al otro día, su amigo le reveló, con el mayor misterio y en tono triste, que sus relaciones tenían que modificarse…

La amistad tan íntima, que en su opinión justificaba las visitas; el trato asiduo, familiar, daban pie, daban margen… ¡La gente era muy mala, sí, señor! No hacía más que entrometerse en lo que no le iba ni venía, y era cosa de enviarla al diablo…; pero vivimos en el mundo, ¿no es verdad?, y no hay que desafiarle, no hay que exponerse a sus iras… ¡Infamias, sí, convenido, infamias! ¡Él, Marco, que era para ellos como un padre!

—¿Y con quién me murmuran? Vamos a ver —preguntó Marco, inmutadísimo.

—¡Con quien les parece! ¡No piden permiso! ¡Con Julia!… ¡Con Celia!… ¡Lenguas viperinas! ¡Crea usted que tengo un disgusto…!

—No, pues tranquilízate… La cosa se remedia fácilmente… Nos veremos en la calle; vendrás a mi casa.

Y Marco, conmovido, tendió a Alfonso una mano leal.

Vencedores, los esposos retiraron a una habitación interior el horror de cuadro, prometiéndose venderlo a la primera ocasión favorable y sacar de él para comprar más antiguallas bonitas; y respiraron, libres de la pesadilla. Cada vez que, fuera de su domicilio, se encontraban Delfino y Alfonso, aquél parecía preocupado, como el que tiene algo que decir y no se resuelve.

«¿Habrá comprendido?…», pensaba Alfonso con escama.

—Oye… —reventó, por fin, Marco, un día en que paseaban a pie por el Retiro—. Mira, es una cosa superior a mis fuerzas… Yo no me resigno a no ir a pasar las tardes con vosotros.

—Sí, también allá lo desearíamos, pero… —objetó Alfonso con timidez.

—No, no hay pero… He discurrido sobre el caso… He discurrido mucho, Alfonsito… El estar solo, a mi edad, es cosa muy mala y muy triste… Cuando se hace una jaula, hay que meter en ella un pájaro… Así, he decidido…, ¿lo oyes?…, casarme, casarme, ¿con quién dirás?… Con Celia…

Y como Alfonso, aturdido, no supiese al pronto qué contestar, añadió Marco:

—Ella está conforme.

—¿Conforme?

—Sí, hijo… Congeniamos mucho desde el primer día… Y ahora…, verás…, nos escribimos… ¿Tienes algo que oponer?… Se me figura…

Y he aquí como se llevó el diablo el encantador salón de los Romeral… Sin embargo, ahora que están unidos a Delfino por estrecho parentesco, esperan los esposos hablarle de una vez, muy clarito, y restituirle su regalo, o mandarlo al desván. Pues, ¡hombre! ¡No faltaba!…


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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