La mujer de la hamaca saltó al suelo gentilmente, y dirigiéndose
a Felipe, exclamó con acento meloso:
—Buenas noches, señor Flaviani… Creíamos que nos abandonaba ya.
¡Cuántos días! Venga usted, está adelantadísimo el cuadro… y
deseamos saber su opinión.
—¿Habla usted del de la Samaritana? —preguntó Felipe, fi jando a
la mujer con insistencia.
—¡Ese no es más que un boceto! El tío Jorge lo ha tapado, porque
no le gusta que lo vean hasta que esté en planta… No, se trata del
cuadro del Salón, ¡del grande!
Viodal se apartaba, con una cortesía exagerada tal vez, con
precipitación nerviosa, para dejar a Felipe que contemplase el
cuadro. Era este un vasto lienzo, y las figuras de tamaño natural;
Felipe haciendo como que se alejaba para ver mejor, retrocedió y se
situó sin afectación detrás de todos y enteramente al lado de la
mujer, que no era sino Rosario, la sobrina de Viodal; y bajando el
brazo paralelamente al de la joven, tocó su mano, avisó con un
golpecillo, y deslizó en ella un enrollado billete. Mientras
Rosario, palpitante de emoción, cerraba el puño y alzaba la diestra
disimulando en el seno, por la abertura del traje, la misiva,
Felipe, sosegado, hacía con los dedos anteojo para aislar el
cuadro, y lo encontraba aprisa: muy bien, energía rembranesca,
valentía en las actitudes. ¡Con qué crueldad estira el brazo
derecho de Cristo ese que tanto se parece a Abraham Weider, el
banquero israelita!
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