El Viaje de Don Casiano

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No podrá decir nadie que don Casiano emprendió a la ligera aquella expedición que había de hacer época en su vida sedentaria y penumbrosa, encerrada entre las cuatro paredes de las Bibliotecas que asiduamente frecuentaba.

Don Casiano frisaba en los cincuenta y cinco años, y a pesar de estudios muy pacientes y de una tenacidad de insecto roedor, no había conseguido que su labor fuese estimada en lo que a su juicio valía.

Para hablar con lisura, nadie se enteraba ni hacía caso de labor semejante. Con menor esfuerzo, otros, eruditos e investigadores alcanzaban fama y hasta un rayito de pálida gloria. Se les otorgaban honores; se les llevaba a puestos lucrativos y cómodos, verdaderas brevas. Él seguía vegetando, guardando en los cajones del escritorio los elementos de una obra magna que proyectaba desde hacía lo menos quince o veinte años, y para la cual, en medio de tanto acopio de materiales, notas, apuntes, extractos y fárragos, le faltaban algunos decisivos. No importa: él sabía dónde desenterrarlos. Diversas noticias le habían hecho sospechar que el tesoro se guardaba en la catedral de Nublosa, una de las más interesantes por su arquitectura de fortaleza y por los recuerdos históricos que a ella iban reunidos.

Tardó, sin embargo, don Casiano un lustro en habituarse a la idea de que era preciso visitar la vieja ciudad, aislada a respetable distancia de la línea férrea. Encaramada en la ladera de un monte escueto, Nublosa apiña su caserío, que parece hincarse de hinojos ante el templo que la sirve de acrópolis, y éste, ceñudo y severo, con sus torreones y su recinto fortificado, desafía el vuelo del tiempo, y se diría que condena la vanidad del presente con la majestad grave del pasado.

Tenía don Casiano referencias muy incitantes de la riqueza archivada en la catedral de Nublosa. Todos los que manejaban antiguos papelotes, todos los que mascaban polvo y se despistojaban leyendo garrapatos imposibles, hablaban frecuentemente de aquella mina sin explotar que tenía el atractivo de lo desconocido y lo misterioso. No eran sólo las dificultades del viaje lo que hacía que permaneciese inédito lo que allí se custodiaba. Era que, por consigna o por capricho, el cabildo de Nublosa, dueño y árbitro de tal tesoro, no permitía que nadie pusiese sus ojos en él.

Contra esta resolución se habían estrellado todas las influencias, ruegos y acosos de la sabiduría oficial, ayudada por los Poderes públicos. Las recomendaciones de ministros y personajes fueron baldías. Los canónigos se escudaban con una leyenda. El vetusto armario de roble que encerraba la preciosa documentación había sido cerrado con tres vueltas de llave por el antepenúltimo obispo de Nublosa, padre Letrado, tenido por santo, y cuyo cuerpo decíase que se guardaba incorrupto bajo la losa que lo cubre, en el ángulo sur del claustro románico. Y era fama que a su postrer asilo se llevó el bienaventurado la llave susodicha, y fuera horrenda profanación turbar su reposo para buscarla. El secreto de los documentos inestimables lo guardaba la muerte. Esa guardiana a quien nadie corrompe.

Oyó Don Casiano repetir esta leyenda, que propalaban sus amigos y rivales en indagación, y que suponían artimaña del Cabildo para no comunicar aquellos papeles, que tantos enigmas resolverían. ¿Qué iga [sic] ganando el Cabildo con esconder el tesoro? Nada seguramente; pero ya se sabe que en España se ponen dificultades, hasta por gusto, al que intenta estudiar algo. Y también pudieran temer que les quitasen lo mejor del archivo, que se llevasen la nata del depósito. Más valía, sin duda, ocultarlo celosamente.

Pensando en los antecedentes de la cuestión, don Casiano, sagaz a fuerza de paciencia, decidió para su coleto que de poco le serviría llevar cartas comendaticias, y que lo mejor era, al contrario, proceder reservadamente y que nadie en Nublosa sospechase el objeto de su expedición.

Y así lo hizo. Diciendo en Madrid que iba a disfrutar un mes de licencia recorriendo algunos puntos de Andalucía, salió a cencerros tapados en dirección a Nublosa, dejando el tren en la estación de Villacuadra y ocupando un asiento en la diligencia desvencijada y angosta que había de transportarle a la episcopal ciudad.

Ni por su facha ni por su boato podía llamar la atención el oscuro viajero. Sin embargo, la curiosidad, en los pueblos pequeños, nada perdona. Ya en la posada le soltaron preguntas, que supo contestar de un modo natural y sencillo. El fin de su venida a Nublosa no era otro sino sacar planos de los edificios notables, porque él era arquitecto y se lo habían encargado para modelo de otros planos para construcciones en Madrid.

Con esta versión justificaba de antemano sus visitas a la catedral y descartaba todo lo de papeles. Al pedirle su nombre dio uno supuesto enteramente desconocido.

Con sus lápices y su caja de compases y tiralíneas sus pliegos de papel cuadriculado bien a la vista, empezó a vagar por el claustro y las naves, fingiendo cálculos y echando rayas. Pero en sus hondos bolsillos iban otros instrumentos: un arsenal de ratero: pinzas, palanquetas y hasta ganzúas. No era tan tonto que no comprendiese el riesgo que corría procediendo así: la broma podía para parar hasta en presidio, y le sería muy difícil justificarse si le cogían con las manos en la masa. Pero la pasión fuerte hace atropellar por todo. Aquel ratón de gabinete, más bien tímido y apocado, incapaz de transgresiones de la ley en ningún otro terreno, se sentía ante la esperanza de hallar materiales preciosos para su obra capital, con alientos hasta… para el crimen…

Ni han tenido nunca, en materia de libros y papeles, muy escrupulosa conciencia los más sabios, ni don Casiano creía deber la menor consideración a los que escondían lo que debieran facilitar. Cuando se hubieron acostumbrado a su presencia sacristanes y pertigueros, y los canónigos también dejaron de mirarle al soslayo y con ojos zainos, buscó el armario de roble. Hallábase en una estancia destartalada, semivacía, que precedía al archivo propiamente dicho, el cual se alineaba a vista de todos en estantes pintados de azul que los muros, a su sabor, iban trizando y devorando. La puerta del armario de roble, empotrado en la pared de piedra, era de recios casetones, denegrida por los años, semejante a una cara sombría sin ojos, que permaneciese inmóvil proponiendo un enigma.

Merced a varias propinejas, el personal subalterno de sacristía estaba muy a favor de aquel señor comedido que no se metía con nadie y sólo se ocupaba de sus números y sus rayas y puntos. Así es que, confiadamente, le dejaban solo y a horas enteras. Él maduraba sus planes. Una vez abierto el armario con ayuda de la ganzúa, sacaría algunos documentos, se los llevaría ocultos a su fonda, los examinaría, y al día siguiente, si no tenían importancia, los devolvería, llevándose otros, hasta agotar el contenido del armario. Para disimular que éste quedase abierto, emplearía una cuña de oscuro color, con la cual, por debajo, ajustaría las dos hojas, a fin de que apareciesen cerradas. En caso de que este arbitrio fallase, le quedaba el recurso de un clavito disimulado. El caso era ver abierto aquel antro repleto de ciencia y de revelaciones y dejar atónitos a los demás curiosos, arrojando luz sobre los puntos controvertidos, que, gracias a él, a don Casiano, iban a quedar diáfanamente resueltos.

A la hora en que los canónigos se encontraban en el coro; en que la perezosa siesta pesaba sobre Nublosa, envolviendo en el cálido silencio de las tardes de verano la mole negruzca de la catedral, don Casiano se deslizó hasta la balaustrada de piedra que rodea la torre donde se observa el archivo, y saltando por una ventana baja, abierta siempre, entró en las estancias solitarias, latiéndole a brincos el corazón. Lo que iba a hacer era grave, muy grave; y se exponía a cosas diabólicas…, ya se veía atado codo con codo, llevado de pueblo en pueblo por la Guardia civil, encerrado en un calabozo, suspendido de su empleo, perdido para siempre… Y sin embargo avanzaba, avanzaba, con el paso tácito y cauteloso de los malhechores, hacia el armario sagrado, que clausuró para siempre la mano del obispo difunto…

Ensayó la ganzúa, temblándole las manos. La cerradura no quería ceder. Un sudor de angustia comenzó a rebrillar sobre la calva precoz de don Casiano. Mas ya obedecía lentamente la puerta, y sus dos hojas se separaban, dando paso a una tufarada de pegajosa humedad. Y veía don Casiano, sobre los estantes carcomidos, retazos de papeles amarillentos, un número viejo de la Gaceta, piltrafas de balduque…

¡Vacío! ¡Vacío el armario! Y don Casiano se arrancó la corbata, el cuello; se ahogaba. Corrió a la ventana, buscando aire. Saltó el balaustre y emprendió una carrera loca, bajando las escaleras de dos en dos. Le espoleaba la idea de que otros hubiesen realizado el robo y a él, se le imputase a él.

Hizo la maleta a escape, alquiló un cochángano y huyó del pueblo, no respirando hasta verse otra vez en Madrid, en su viejo sillón de baqueta, ante su humilde mesa escritorio. Y así que juzgó conjurado el peligro, pensó para su sayo:

—Vamos, haré otro viaje… Esos papeles estarán en alguna Biblioteca extranjera. Sólo me falta saber cuál.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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