En Coche-cama

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A pesar de lo que voy a referir, mi amigo Braulio Romero es hombre que tiene demostrado su valor. Ha dado de él pruebas reiteradas y públicas, no solo en varios y serios lances, que le acarreó su puesto de gerente de un periódico agresivo, sino en la campaña de Cuba, en que anduvo como corresponsal siendo muy joven. Y, sin embargo, lo que me refirió una tarde que paseábamos por el umbroso parque de un balneario, ya lleno de soledad y de hojas secas de plátano, aplastadas sobre la arena —porque esto pasaba muy entrado el otoño—, es de esos casos de insuperable miedo, que aniquilan momentáneamente la voluntad y hasta cohíben la inteligencia, por clara que nos la haya dado Dios. Y Romero la tenía despierta y brillante, y, según queda dicho, el corazón bien colgado, sin sombra de apocamiento. Pero las circunstancias disponen…

—Hay una hora en que nadie deja de sentir el frío del terror —repetía él, como si quisiese excusarse, más ante sí mismo que ante mí—. ¡Y el terror es cosa muy mala! Bajo su influjo, parece que se trastornan y confunden todas las nociones de lo real. Un peligro es un peligro, y conociendo su extensión, lo arrostramos con el alma serena; el terror, en cambio, cuando no se razona, nos echa a pique. Y lo peor no es que nos quite la facultad de discurrir y de luchar; lo peor es que nos hace dudar de nosotros mismos para toda la vida. Desde aquel lance, yo he perdido la fe que tenía en un individuo para mí antes muy interesante, que se llama Braulio Romero, y a quien ya considero un fantoche…

Decía esto Romero en tono que quería ser festivo y no lo conseguía; y, a la luz del sol, moribundo, veía yo en su cara enjuta y gris, que rayaba de negror el bigote teñido (debilidad también esto del tinte, en que muchos incurren), huellas hondas de fatiga orgánica, de padecimientos físicos y decadencias morales positivas. Creció mi deseo de saber a qué suceso se debía el bajón (tristísima palabra) de aquel luchador incansable.

—Fue —refirió al fin— una historia de sleeping, y es la primera vez que la cuento tal cual ocurrió, es decir, tal cual ocurrió dentro de mí; lo externo del caso apenas es nada, y, además, apenas se enteró nadie. Y crea usted que yo tampoco me hubiese debido enterar; es decir, que no debí darle al asunto más importancia de la de un episodio de viaje, desagradable, sí, pero que a los tres días se olvida completamente.


* * *


Volvía yo una de tantas veces de París a Madrid. Instalado en mi cabine, después de haber cenado muy medianamente, entre sacudidas del tren, en el restaurante, dedicábame a fumar con sosiego una panetela, y (los menores detalles se imprimen en la memoria cuando van a suceder cosas impresionantes) recuerdo que me encontré sin fósforos, y llamé al contrôleur para que me los diese. Por más que apreté el timbre, no contestó; sin duda, a su turno se había ido a comer.

Era la estación en que apenas se viaja, y el tren, aunque no vacío, no llevaba exceso de gente. Lo noté porque, queriendo pedir una cerilla a algún compañero de viaje, observé que eran pocos, y señoras y niños, que no podrían concederme tan insignificante favor. De pronto, y sin que me diese cuenta de cómo había aparecido, vi a un hombre muy alto, enfundado en un abrigo semejante a los que se usan para automóvil, y calada una gorra a cuarterones y cuadros, de traza británica. No se distinguían sus facciones: sus ojos, ardientes y fijos, destellaban bajo la visera.

Llenando con su corpulencia el estrecho pasillo, el hombre se dirigía hacia mi cabine, como si fuese a entrar. No sé por qué, instintivamente, me coloqué ante la puerta. En viaje se defiende la independencia como se puede. Pero no me valió. Con un pardon entre irónico y resuelto, el viajero se coló y se sentó, dejando sobre la banqueta un saco de cuero, crujiente, que parecía acabado de estrenar. Lo abrió despacio y sacó de él un revólver de níquel, chiquito. Pareció examinarlo con atención, y al cabo, lentamente, lo deslizó en el bolsillo del abrigo, y cerró el saco.

En el mismo instante pasó el contrôleur, y le pregunté, con un comienzo de ansiedad:

—Este señor, ¿tiene el otro asiento de mi cabine?

—Sí, señor —contestó—. Lo tiene.

—¿Y cómo es —insistí— que no le he visto en todo el camino hasta este momento?

—Yo creo —murmuró el empleado en el mismo tono confidencial— que se habrá subido en alguna estación y habrá ido derecho al restaurante, en la segunda tanda. Como el señor comió en la primera, por eso no le vio.

Era la explicación satisfactoria, los hechos vulgares, y con todo eso, no pude disipar la sombra que había proyectado en mí la aparición del viajero alto, cuya compañía estaba condenado a sufrir toda la noche. ¿Ha oído usted hablar de una cosa que se llama el shock psíquico? No sé cómo traducirlo al lenguaje común; pero diré que lo experimenté en aquel instante; que se me desquició el alma. Y, vencido antes de combatir, supliqué al contrôleur, sin decidirme a descubrir mi vergüenza:

—¿No me puede usted mudar de cabine? ¿No habrá una en que pueda ir solo yo?

—Ahora no, señor —contestó aquel hombre, deseoso de complacer, en espera de una propina—. A menos que alguno se quedase en el camino… Estaré a la mira…

Abochornado, murmuré:

—Bueno; es igual… Un capricho… No tengo empeño…

Parecíame que la mirada del modesto empleado se fijaba irónica en mí. Y no era cierto; lo que sucedía es que yo, seguro ya de mi derrota, creía leerla en la cara de los demás. A no ser por esta aprensión, realizaría lo que se me estaba pasando por la cabeza: no entrar en la cabine; sentarme en la banqueta del pasillo…

Al fin, vacilando, opté por entrar en el recinto estrecho y enjaularme con el hombre desconocido, mudo como una esfinge, groseramente calada la gorra, sombrío, amenazador…

Amenazador, ¿por qué? Me dirigí esta pregunta reaccionando un poco, tratando de recobrar el equilibrio. ¿De qué índole la amenaza? Aquel individuo, no había razón para creer que fuese un loco; y no podía ser mi enemigo, ya que ni me conocía. ¿Un ladrón? Al proponerme la hipótesis, me rezumó el sudor frío de los terrores, no ya indefinidos, sino categóricos. En mi maletilla llevaba yo joyas de alto precio: los solitarios y el colgante de brillantes y esmeraldas que nuestro amigo el marqués de R… enviaba a su sobrina como regalo de boda. Sobre cien mil francos habían costado ambas alhajas, en una elegante joyería de la calle de la Paz. Pero ¿por dónde iba a estar enterado aquel viajero silencioso de tal circunstancia? Era de suponer, para él, que mi maleta solo contenía utensilios de plata inglesa, ropa blanca, las zapatillas… Y, no obstante, juraría que el taciturno miraba a la maleta de soslayo…

Había que decidirse. El desconocido acababa de mandar secamente al contrôleur, en un francés que sonaba a inglés, que le preparase la cama. Hechas las dos de la cabine, ocupé la mía. El viajero ya se había agazapado en la de arriba, vestido y calzado. Yo, sin desnudarme tampoco, colgando únicamente mi abrigo y mi sombrero en la percha, me extendí, cerrando antes, con mano temblona, la puerta que nos aislaba, y quedándome a solas con el peligro.

¿Qué peligro? Eso era lo peor: lo ignoraba del todo. A medida que pasaban lentas las horas, ritmadas por el traqueteo del tren, en la oscuridad, pues el viajero había cubierto la luz, me daba a imaginar que tal peligro no existía; que todo era una travesura de mi imaginación… Aquel hombre que dormía encima de mí, cuyo peso parecía agobiarme, aunque ni le oía respirar, ¿quién era? Otro como yo, un señor cualquiera, retraído, callado, que iba buenamente a donde le daba la gana, sin meterse conmigo ni con nadie… Había sacado un revólver un instante. ¿Y quién no lleva revólver consigo? Yo no lo llevaba en esta ocasión; pero generalmente, sí. Era ridículo, era del género bobo, impresionarse de tal suerte…, porque yo me oía el golpeteo del corazón, cosa ignominiosa… A cada instante me incorporaba, procurando no hacer ruido, para observar… Y no observaba cosa alguna: silencio absoluto… Por momentos dudaba de qué tal compañero existiese, pues no daba ni una vuelta: como si hubiesen acostado allí a un muerto… ¿Y si, en efecto, la muerte, callada…?

Es sabido que los terrores de la noche se calman al amanecer. Como yo en toda ella no hubiese conciliado el sueño ni un segundo, al clarear los cristales me acometió un sopor. Caí como en negro pozo de olvido. No sé cuánto duraría el letargo, desquite de la naturaleza exhausta. Al abrir los ojos, tardé en darme cuenta de lo pasado. De súbito, recordé, miré hacia arriba… Vacío el estrecho camastro. Allí no había nadie. ¿Mi maleta? En su sitio… ¡Hasta Madrid, que la abrí, no supe que faltaba de ella el regalo de boda del marqués de R…!

—¿De modo que era un ladrón? —pregunté.

—¡Bah! —respondió Romero—. Sí, era un ladrón. Pero si me roba de otro modo y en otro sitio, aunque no soy un ricacho, todo se reduciría a aprontar veinte mil duros… Paciencia. No; lo que me robó aquel hombre era de más valía: la confianza en mí mismo; las mejores prendas de mi ánimo… Me robó el espíritu. ¡Eso sí que no tiene arreglo!

Calló tristemente, y yo, después de un instante, interrogué con intención:

—¿Se había usted… divertido mucho… en París antes de ese viaje?

Comprendió, y repuso, moviendo la cabeza:

—Puede ser, puede ser…


Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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