En el Pueblo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde que habían tomado aquella criada, los esposos no podían evitar cierta inquietud, que se comunicaban en frases embozadas y agoreras, en alusiones intencionales y hasta, sin necesidad de palabreo, con un enarcar de cejas o un leve guiño.

¿Qué tenía de particular la Liboria para que se justificase tal impresión? Ahí está lo raro: mirándolo bien, nada. Era una zagalona de veintidós a veintitrés años, de buenas carnes y ojinegra, que había venido recomendada por el señor maestrescuela de la catedral de Toledo; porque en el pueblo casi no se encontraba servicio, y además las «chicas» parecían hechas de corteza de alcornoque, y ni tenían idea de cómo se enhebra la aguja. Los amos de Liboria debían, eso sí, confesarlo: era modosa, en el coser revelaba la enseñanza de las monjitas. Cogía de un modo invisible los puntos de las medias, y hacía con el ganchillo tapetes, colchas y respaldos de sillón, que daban gozo. Guisaba medianamente platos de cocina pobre, sin malicia, pero sartenes y cazos relucían de limpieza, lo cual, dígase lo que se diga, no deja de contribuir a despertar el apetito. De manera que, en suma, la sirviente cumplía su obligación como ninguna de sus predecesoras la había cumplido jamás. Don Lucas, el amo, farmacéutico con pujos de ilustración, no acertaba a negarlo; pero doña Flora, su mujer, mantenía en él la escama, la desconfianza indefinible. No pudiendo dar otras razones, sostenía los principios de esa endogamia que de pueblo a pueblo se mantiene viva, como en los tiempos de las tribus.

—No es deaquí. ¡Eso hay que mirarlo, hijo! Debimos pensarlo.

La prevención contra «la forastera» no aparecía manifiesta solamente en sus amos: La Liboria trataba inútilmente de congraciarse con la juventud pueblerina, buscando amigas, sin hallarlas. Reuníase solamente los días de salida con una sirvienta de la única y fementida posada que existía en el pueblo, forastera también; hasta se sospechaba, con terror, que de Madrid pudiese haber procedido, aunque ella lo negaba, prefiriendo conservar el misterio de su pasado... ¡cualquiera sabe! Los amos de Liboria le prohibieron juntarse con la equívoca moza de mesón; ella respondió algo muy natural:

—¿Con quién quieren ustés que me junte, amos a ver, si tos me huyen como si tuviese «la cólera»?

La amistad con «Marisapo», desagradable y hostil mote puesto a la del mesón, a causa sin duda de su estatura rebajuela y su hechura ancha, con brazos cortos, fue estrechándose, y Liboria se adaptó a la influencia de su única amiga. Poco a poco, ya con ironías y timos aprendidos de algunos huéspedes que en su rápido paso dejaban sembrado el escepticismo burdo que profesaban ya acaso con lecciones hijas de la dura experiencia, la «Marisapo» fue descubriendo a Liboria horizontes no sospechados quizás. ¡Bien tonta era en perder su juventud, que no vuelve! ¡En comenzando a picarse las muelas y a salir canas, adiós lo bueno! Para cuatro días que se vive, ¿qué mal hay en divertirse un rato, sin hacer daño a nadie? Total: era cada quince días cuando daban permiso a su criada los farmacéuticos. Aquel tiempo era suyo; bien ganado lo tenía. ¿Por qué no ir al salón de baile, a matar un rato?

Quedó convenido para el domingo próximo. Desde el viernes, Liboria no sosegaba. Los preparativos de atavío y peinado adquirían proporciones de suceso capital. En una escapatoria logró comprar una tenacilla. Polvos de arroz, se los facilitó Marisapo, eran obsequio de un comisionista galante. Repasó minuciosamente su mejor vestidillo de lana negra, y con el betún del señor sacó brillo a sus zapatos. ¿A quién? Sin duda a los de fuera... El viejo rito de la olvidada organización tribal, atávica, de la cual no tenían el más leve conocimiento reflexivo, remanecía, salía de las obscuridades de la subconciencia como impulso voluntario. ¿Qué venía a buscar en el baile, entre las mozas de la localidad, con sus collares de brillo? ¿Por qué las provocaba presentándose con otro adorno, con otro peinado no visto nunca? ¿Por qué echaba de sí un olor a botica o a especias, que hacía estornudar? ¿Por qué le colgaban sobre los ojos aquellas cortinas de pelo? El flequillo, sobre todo el flequillo les causaba una malsana excitación, de ira sensual. ¡Vaya con la provocativa! ¡No se había de arreglar como toas, con su rodete!

El más enfurecido, Tomás Cachopa, el carretero, sugirió sombríamente:

—Había que esquilarla como a las mulas y a los carneros. ¡Veríais si se le abajaban los humos!

La idea prendió en la imaginación de los mozos. ¡Sería divertido lo de la esquiladura! Sólo que allí no tenían tijeras, ¡corcho! ¡Qué lástima!

Tomás, a la descuidada buscaba algo en la faltriquera. Una navaja vale como las tijeras mejores; y no es menester ser pastor para saber esquilar.

Las mozas alborotadas con la complicidad de los mozos, se hacían señas, esperaban preparadas, con la emoción de lo que iba a suceder. La música tocaba de un modo agrio y estridente; pero nadie se arrancaba a bailar. Uno de los huéspedes de la posada, tratante en vinos, había sacado hacía rato a Liboria; pero Marisapo, experta y ya alarmada, deslizó una observación al oído del hombre, y éste retrocedió.

—Cuidao... están de malas... Cachopa es muy bruto...

Los claveles de las mejillas de Liboria se convirtieron en palidez de arcilla. Comprendió que pasaba algo gordo.

Poseía una cadena de vidrio y perlas falsas, y, llegada la hora, se la colgaría. Con la tenacilla hizo asombros. Onduló su pelo como hiciera un peluquero, no sin haberse recortado antes un flequillo, que atusó con pomada. Un perfume barato y almizclado impregnó sus manos y su cuerpo. Dos calabazas de coral, única joya de su joyero, se columpiaban en sus orejas rellenitas, pletóricas de sangre joven. Ante la rota luna que colgaba en la falleba de la ventana de la cocina, por no tener en su alcoba suficiente luz, sonrió a su imagen, barnizada de frescura, con la nota carminosa de los labios, turgentes de savia como un capullo de rosa colorá. Todo en ella quería alborotarse, quería la expansión de mocedad verde y golosa de los sabores del vivir. Y cuando una mujer, siente tal instinto, gana un relucir especial de hermosura. Parece como si la alumbrasen por dentro luminarias de alegría. Los pies le bailaban anticipadamente a la moza, cuando salió a la calle en busca de su compañera.

—¿Voy bien? —interrogó, buscando el primer halago—. La respuesta de la de la fonda fue juntar en la boca todos los dedos de la mano derecha, y separarlos bruscamente.

Al entrar en el salón, donde hacía un calor insoportable y flotaba un vaho de cuerpos humanos espeso y mareante, algunos hombres, entre ellos dos huéspedes de la fonda, jaraneros y corridos, acogieron a la forastera con una gran granizada de piropos, que la pusieron carmesí, mitad de orgullo y mitad de vergüenza. Marisapo, riendo, le pellizcaba, para indicar que no se aturullase, que allí estaba ella.

Un sordo rumor corría ya entre las mozas del pueblo, agrupadas en uno de los costados del salón, sobre una fila de banquetas mugrientas; adquiridas por el empresario en el saldo de muebles de deshecho de un café.

No gritaban: cuchicheaban apasionadamente, ahogaban risitas mofadoras. Secreteando, se cogían la boca como para ahogar la carcajada, que sale espurriante, y lanzaban miradillas de reojo al racimo de mozos, que, fronteros, sin haber soltado sus garrotas y cachavas, permanecían de pie, mudos y amenazadores. ¿Amenazar?

—Vámonos, María, suplicó con angustia.

El carretero venía ya hacia ella, empalmada la navaja. Agarrar el moño, un corte al sesgo y, ¡zas!, se vería lo que quedaba del peinado insolente, insultador para las otras muchachas. Se abalanzó, blandiendo la hoja reluciente. Liboria, con un chillido agudo, instintivamente se defendió con el brazo, y la sangre brotó, empapando la tela del vestido: el arma había penetrado hasta el hueso.

Cayó al suelo desvanecida de terror y dolor. Hubo una reacción: dos o tres se arrojaron a sujetar al culpable, que, estúpidamente, sin soltar la navaja, repetía:

—Si era pa esquilala, ¡corcho! ¡Pa esquilala no más!

Los huéspedes de la fonda, atemorizados, habían desaparecido. Y sólo Marisapo, valerosa, furiosa, increpaba, arrodillada en el suelo al lado de la desmayada, a quien vendaba el brazo con un pañuelo, en la urgencia de atajar la hemorragia:

—¡Bruto, más que tus mulos, salvaje, mala alma! ¡Qué daño te había hecho la desdichá!, ¿vamos a ver? ¡Debían ahorcarte, so perro! ¡Dame esa navaja, que te saco las tripas con estas manos, maldecío!

El carretero permanecía en pie, y al notar que le desarmaban, que le empujaban hacia fuera y gritaban «¡Un médico! ¡Socorro!», se afianzó en los pies, y refunfuñó torvamente:

—¿Qué, no pué un hombre correr una broma? Ella misma se ha jerío. Que se fastidie y que se rasque. ¡Pa que aprenda a venirnos con moas nuevas!


Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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