Salvador Torrijos era muy considerado en la ciudad de Ansora, donde ejercía la Medicina. Se le auguraba un gran porvenir en su profesión. Sin embargo, se le tenía un poco de miedo. A cada enfermo que asistía, se enteraba Ansora de alguna novedad extranjera, aplicada por primera vez. Corría la voz de que hacía experimentos peligrosos. Y la eterna discusión entre los partidarios de los sistemas consagrados y conocidos y los perseguidores de la última moda, se enredaba en el café del Norte, mentidero de la ciudad, y en el Casino, disputadero universal, muy acaloradamente.
Salvador, por lo regular, no concurría al Casino ni al café. No era que desdeñase la distracción; pero no tenía tiempo disponible, pues entre la clientela y la lectura incesante de revistas y obras técnicas, no le sobraba un minuto. Sólo los domingos se dejaba arrastrar a unas partidas de ajedrez con su futuro cuñado, el teniente de Infantería Mauricio Romeral, con quien había hecho, desde el primer instante, excelentes migas.
También el padre de su novia, el opulento D. Darío Romeral, fabricante y contratista de paños, le trataba ya como a hijo, y le había confiado sus temores de que aquel mala cabeza de Mauricio se emperrase en ir destinado al África.
—Disuádele tú —repetía—. Ya que no hemos podido reducirle a que siguiese otra carrera menos peligrosa, siquiera, que no corra el albur sin necesidad. Cuando le toque, bueno, hombre, habrá que aguantarse; pero eso de buscar ruido por gusto… Nada, nada, a ti te encargo de que me lo sosiegues… ¡Que se eche novia, que se case él también, ea, a ver si así…!
Unas lágrimas de Camilita, la prometida del médico, esforzaron más la pretensión del padre.
—Y, gracias a Dios, que tú, por lo menos, tienes un oficio en que no hay riesgo de la vida… Ya me lo dijo papá: que autorizaba nuestras relaciones a fin de tener en casa a un hombre formal, alguien para cuando faltase él… Tú sujeta a Mauricio. A ti te escucha. ¡Tan bien como hablas! —añadió, fijando una amorosa mirada en su novio.
Acometió Salvador la empresa, después de atizar un par de mates al muchacho, y en un rincón del Casino, no muy concurrido a tal hora.
—Mauricio, atiende… Mira que haces muy mal… Tu padre está viejo, cansado; no debieras darle disgustos, sino ayudarle…
—Ayúdale tú —contestó Mauricio, expansivamente—. ¿Qué más te da renunciar a firmar recetas? Ponte al frente de todo; si te lo agradezco. Haz mis veces.
—¿Y por qué he de ser yo, vamos a ver? El hijo eres tú.
—Sí, convenido ¿Y qué tenemos? No voy a desmentir ahora mi vocación de siempre. Yo no nací para vender piezas de paño. Sueño otras cosas, ¿qué quieres? —añadió con una luz de ilusión en sus ojos árabes, juveniles—. ¡Tengo aspiraciones, vaya! O poco he de poder, o mi nombre ha de quedar escrito… Cuando pienso en una página de gloria, Salvador, todo lo desprecio; me corre un escalofrío por el espinazo. Será una tontería… No renuncio a ella por cuatro puñados de dinero, ¿entiendes?
Callaba el médico, dando chupadas al cigarro con nerviosa impaciencia.
—¿Y de dónde sacas —exclamó al fin— que los demás no pensamos en una página de gloria? Cada uno tiene su alma en su almario… También somos gente los mediquillos ¡Imagínate, si pudiese yo llegar a donde llegaron los Lister, los Pasteur, los Koch!
—Corriente… No estás sin tu ideal… Sólo que tu ideal es pacífico, es incruento… Ideal de morir en tu cama… Y yo —afirmó Mauricio con poético fatalismo— corro tras de una suerte distinta ¿Peligro? Ni de él me acuerdo… Ni siquiera pienso en lo peor, que pueden cortarme una pierna, dejarme inválido. Te juro que nunca se me ocurren tales cosas. Estoy seguro de que Mauricio Romeral ganará cuanto honor hay que ganar en el mundo. Por consiguiente, ayúdame a engañar a papá y a Camila, pues mi resolución es irrevocable. Diles que no iré. Y en cuanto llegue la orden del Ministerio de la Guerra, ¡arriba! En campaña. No me hables de quedarme en Ansora vegetando como un tonto… ¡Buen provecho!
De aquí no se apeaba. Los ojos negros le brillaban. La nariz, fina, se dilataba ansiosamente. Reía con una especie de gozo heroico.
—Y qué, ¿no estás enamorado? —lanzó, como único recurso Salvador.
—¡Pch! Crónicamente… De diez o doce… Ahora, de Nanita Prado… Una tobillera… Una monada… Bueno, pensaré más en serio cuando venga con la heridita, con la cruz, con el empleo ganado a pulso… Lo demás son boberías.
Salvador, al contrario, declaró que anhelaba tener ya establecido su hogar, su nido dulce. Huérfano y sin hermanos, se veía ya con su mujercita, leyendo mientras ella hacía labor, y en el ángulo del gabinete la cuna blanca. Una oleada de íntima alegría le subió del corazón al rostro ante perspectiva tal; pero aquel diantre de Mauricio… Y no había para él razones.
—No agaches la cabeza —declaró el teniente—. Mi hermana, bueno, que se apure… Papá, por aquello de ser Papá… ¡Pero tú, un hombre, caramba! Hay que tener el corazón mejor colgado y dejarse de cobardías…
¡Cobardías! Rumiaba la palabra Salvador cuando, tres días después preparaba la maleta para salir hacia Madrid en el tren de la noche.
—¿Soy yo cobarde? —cavilaba para sí—. Me parece que no. Voy tranquilo, frío. Nadie me haría cambiar de resolución. Al despedirme de Camila, que no sabe el objeto de mi viaje, ni acaso, aunque lo supiese, se daría cuenta…, no he mostrado emoción alguna ¡Tan fresco! Bueno, ahora sí que parece que me conmuevo algo… ¡Camila! Sería un día dichoso el que… En fin, adelante. A lo que estamos…
Y acabó sus preparativos, metiendo en el gladstone multitud de librotes, revistas, apuntes sueltos.
Cuando llegó a Madrid, de madrugada, se lavó precipitadamente, se aliñó y corrió al Hospital.
Ya le esperaban, avisados de su venida. El director acudió y habló con calma, sin aspavientos.
—¿Insiste usted en querer…?
—Sí, más que nunca —afirmó el médico. ¿Supongo que los tubos han llegado…?
—Los tengo desde ayer. Piense usted en lo que va a hacer; el experimento es arriesgado.
—Ya lo sé. No importa. Alguien ha de realizarlo… Seré yo.
Ante los tubitos, sin embargo, de aspecto tan inofensivo, sintió un poco de frío moral. Por primera vez el asco de la muerte se concretó, con sus pavores y solemnidades trágicas. ¿Morir?
Se acordó de Camila, de la blanca visión de la cunita en el ángulo del gabinete… Fue pasajero.
—No, no soy cobarde —se afirmó a sí propio, noblemente.
Y se despojó para inyectarse. Los tubos eran dos: uno contenía el bacilo del morbo, que no perdona; otro la inyección que salva. Primero se inoculó el virus, luego el contraveneno. Volvió a vestirse, sin temblor. Al contrario, creía percibir una exaltación, un generoso desdén de los egoísmos, y repetía mentalmente:
—Una página de gloria… de gloria.
Al apearse otra vez en la estación de Ansora ya tenía fiebre. Sí, fiebre; una especie de hondo estremecimiento, preludio del calambre.
—Es lo natural… Para que el experimento valga, tengo que sufrir el mal; pero será cosa ligera… ¡Estoy vacunado!
Se acostó, mandó un aviso a un colega, le explicó el caso, le encargó silencio. Pero la prensa de Madrid había hablado, citando el nombre del valeroso médico que quiso hacer la prueba de la nueva vacuna, llamada a suprimir el cólera, que amenazaba nuestros puertos y contra el cual había que adoptar las mayores precauciones. Y la ciudad entera preguntó, afanosa, y entonaron himnos los diarios locales. No obstante, la casa del apestado se aisló, porque, desde el primer momento, el otro facultativo notó la triste realidad: a pesar de la vacuna, del descubrimiento prodigioso, aquello era el cólera, con todas las de la ley. Y no se le consintió a su novia ni a nadie acercarse al enfermo, por mejor decir, al moribundo. Sólo aquel «mala cabeza» de Mauricio logró, el diablo sabe cómo, forzar la consigna. Y, ante el rostro, horriblemente descompuesto, lívido, le asaltó el recuerdo de una conversación muy reciente, y pensó, verdaderamente afligido, y descubriéndose con respeto:
—¡Muere como un héroe… y en su cama!