Entre Humo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A los pocos días de residir en el poblachón de la montaña donde me confinaba mi carrera y la necesidad de empezar a formarme un porvenir —éramos seis hermanos, y mis padres tenían lo estricto y nada más— empezaron a hablarme de mi patrona a medias palabras reticentes.

Para combinar un arreglo económico, mi madre había escrito a aquella mujer, de quien supo por referencias, para que me cediese habitaciones y guisase mi pitanza. El precio nos pareció inverosímil, y cuando probé el trato creció mi sorpresa. Vivía yo como un príncipe por una cantidad módica hasta lo sumo. No faltaban en mi mesa frescas truchas del río, pollos tiernos, jamón excelente, embutidos sabrosos y otros regalados manjares; mi alcoba y mi despachito eran tazas de plata; a mi ropa blanca no le faltaba cinta ni botón, y Mariña, la huéspeda me hablaba en tono de respeto, que gradualmente fue matizándose con unas ráfagas de algo que parecía cariño. Al oírme ensalzar las cualidades de Mariña, su habilidad de cocinera, en la tertulia de la botica y en las tardes ociosas del Casino, menudearon las indirectas, unas en tono de chanza, otras con acentuación grave y fúnebre. Mariña..., ejem... Mariña..., jum... Mariña..., ¡vamos! Bueno, Mariña...

Supuse, al pronto, que me insinuaban algo respecto a la conducta de la patrona en el terreno amoroso; y a la verdad, como este punto me tenía perfectamente sin cuidado y me encontraba en el hospedaje cual ratón en queso, me encogí de hombros, echándome a reír. ¡Historias de mujeres y de hombres! ¡Pchs! Un comino... Sin embargo, miré con cierta curiosidad a Mariña. Frisaría en los treinta y pico, y su cara, de facciones bien perfiladas, no mostraba ese tono rojizo de las mujeres laboriosas de baja clase, sino una firme palidez, que daba realce al colorido de los labios, muy rojos. El pelo, negrísimo, abundoso, liso y fuerte, lo recogía en rodetes tras de la oreja. Los brazos, arremangados, eran de un modelado correcto. Bajo su blusa de percal, el seno conservaba proporciones juveniles. La mirada, un poco cautelosa, la velaban pestañas densas. Las cejas, sombrías, pobladas y juntas, imprimían cierta dureza a la fisonomía. Era, en suma, una mujer que, sin ser fea, no sugería ideas voluptuosas; un no sé qué en ella, alejaba la tentación. En cambio, indefinible recelo me empezó a acometer en medio del bienestar que la solicitud de Mariña me proporcionaba. Y es que un día tras otro, las vagas indicaciones hacen mayor efecto que haría la forma calumnia. Se apoderan del ánimo con fuerza superior; su lento trabajo es más seguro. Por otra parte, las insinuaciones, al reunirse, se condensaban.

—¿Qué tal los guisos de Mariña?

—Guisa bien la patrona, ¿eh?

—¡Compone muy ricas las anguilas! ¡Qué empanadas! ¿Le da empanada?

—Hay que comerlas con cuidado, que a veces hacen daño.

—Sí, esos platos fuertes...

—No se atraque mucho, por si acaso, registrador... —me aconsejaban, sardónicos.

Preocupado ya, decidí esclarecer el misterio. Cogí a Agonde, el boticario, hombre formal, de buen consejo, y le intimé mi formal voluntad de saber qué era aquello... ¡de una vez!

—Diré a usted... —murmuró el boticario, a la defensiva, sobándose reflexivamente la barba gris—. Son gaitas... La gente... ¡Cuentas claras!

El boticario escupió de soslayo, y, con calma, encendió un puro, dióme otro y, confortado y refugiado tras del humo de la primera chupada, profirió:

—Bueno, ahí va esa... Mariña fue bonita y se casó con un tío suyo, un usurero, siendo moza como de veinte años. Que el tío le dio mala vida, hasta los gatos lo saben; la hacía levantar a las altas horas para guisarle caprichos, carne así y huevos del otro modo; le tiraba a la cara la tartera si no estaba a su antojo el guiso, y un día, por ese pelo tan largo que tiene aún, la amarró a la columna de la chimenea, en la cocina, y también tiene la lengua demasiado larguita.

—Al contrario; yo me quejo de la lengua corta... Cuando se suelta un cabito, desembuchar ya de una vez.

—Bien dice usted —observó, astutamente, Agonde—. Sólo que, para desembuchar, es necesario saber las cosas a punto cierto, y ahí está el quid, registrador... Hablar no es probar, ¿eh? Hablan, por que tienen boca.

—Agonde —insistí—, estamos solos, y le doy mi palabra de caballero de que me callo. No le pido tampoco su opinión, pido nada más que saber a qué, mentira o verdad, aluden cuando me echan esas indirectas transparentes. Ea..., salga a relucir lo que demonios fuere: fue milagro que no se le pegase fuego a las ropas y no quedase ánima del purgatorio. Y así, nueve o diez años... De este modo salió tan buena guisandera, ¿eh?

—No es milagro... ¡Hay que empezar por contar lo del marido antes de llegar a lo de ella...!

—Vamos, que tomaría un querido...

—¡Ca! No, señor. En ese particular, de Mariña no hubo que decir ni tanto... ¿Un querido? Más valiera... ¡Dios me perdone! —y Agonde rió, envuelto en el humo, que le prestaba atrevimiento y picardía.

—Entonces...

—Entonces... El cuento que corre es que, habiendo pescado el Miñoca, ¿no sabe?, ese viejo que saca del río las truchas a docenas, una anguila magnífica, gorda como mi brazo, se la trajo al marido de Mariña, que ordenó una empanada. La mujer se esmeró, y la empanada estaba tan rica, tan rica, que mi hombre se excedió tal vez... Ello fue que aquella misma noche, ¡pum!, al otro barrio.

Un frío sutil me serpeó por las venas...

La tragedia se me presentaba completa, lógica, como escrita por la mano profundamente artística de la Fatalidad. No me quedó ni sombra ni duda... ¿Quién podrá explicar por qué, al mismo tiempo, se me impuso la idea, el propósito firme, de tomar la defensa de la envenenadora y rehabilitarla si pudiese? Son fenómenos o aberraciones de la sensibilidad, anomalías del alma.

—¡Vamos! —exclamé, en voz alta, velándome también con el humo para disimular la expresión involuntaria de mis ojos—. ¿Y no hay más que eso? ¿Se hicieron averiguaciones serias? ¿Qué opinaron los médicos? ¿Medió la justicia? ¿No? —Agonde, tras la cortina de humareda, hacía con la cabeza signos negativos—. Pues entonces permítame que le diga que todo ello se reduce a chismes lugareños, a murmuraciones... El marido era viejo, ¿a qué sí? Tragaba como un bárbaro... ¿a qué sí? Y sobrevino la congestión... ¿a que sí? —Los signos negativos se habían convertido en afirmativos—. Y si no, Agonde, a ver: usted era entonces el único farmacéutico aquí, como ahora... Usted bien sabrá que no le despachó a esa mujer droga ninguna...

Apenas lo lancé me arrepentí; tal fue, y lo vi al través del humo, la descomposición de las facciones del boticario. Comprendí que había puesto el dedo en viva llaga, y que la inquietud de haber vendido, inadvertidamente, sabe Dios qué pócima, le atenaceaba mil veces, en horas insomnes. Y exclamó, con voz alterada, tartamudo:

—¿Qué había de despachar? ¿Qué había de despachar? Pues no anda uno con poco cuidado...

Callamos breves momentos, y luego añadí, decisivo:

—Estamos usted y yo en el deber de atajar esos chismes...

Y el humo se mezcló, formando nube de misterio. Con dos o tres desplantes, nadie volvió a susurrarnos cosa alguna, aunque era fijo que continuaban pensando... Y yo pensaba también, y perdía el apetito no obstante los piperetes con que Mariña me regalaba, desvivida por cuidarme...

Solicité permuta, la obtuve, y me fui, no sin cierta pena. Los ojos de Mariña, al través de su denso pestañaje, perdida la cautela, parecían preguntar la causa de mi partida y en qué había podido desagradarme, ella que, noche y día, sólo se ocupaba en discurrirme platos gustosos, y en mullir mi limpia cama... Nunca he vuelto a encontrar patrona como Mariña.


«La noche», 6 diciembre 1911.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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