Episodio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada diez o quince años los piratas argelinos hacían desembarcos en la costa.

Metíanse tierra adentro por las aldeítas, arrasando y robando la plata de las iglesias, el tocino de las huchas, el ganado de los establos y, de las pobres chozas, las muchachas y muchachos bonitos. No siempre lo hacían a mansalva. También los labriegos tenían sus garrotes de tojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran sorprendidos en sueño profundo y acuchillados inmediatamente, sabían resistir. Por eso preferían los piratas, para sus incursiones, las horas nocturnas.

Y era noche bien oscura y larga aquella de diciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletargada en su paz humilde, despertó al fulgor de las teas y a los alaridos de hombres con cara de bronce y ojos blancos —hombres semejantes a demonios—. Cuando los del rueiro se dieron cuenta del peligro, ardían ya dos o tres casuchas como yesca, cebado el incendio con la hierba seca de las medas y los haces blondos de los pajares, Las voces de socorro, los ayes de muerte, los ¡Dios nos valga!, fueron la única defensa de los infelices.

Capitaneaba a los piratas un renegado español, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. No era misericordioso, en general, ninguno de los que a su mismo oficio se dedicaban; pero Alí Buceya, según noticias, no desplegaba sólo la inhumanidad inherente a tales empresas, sino que se gozaba y complacía en cuantas atrocidades conseguía realizar.

Extraña fruición experimentaba cuando, por orden suya, eran aplicadas torturas a sus prisioneros, y las presenciaba y dirigía, lo mismo a bordo de su galeota que en los jardines de su residencia. Con ser tan grandes su dureza y maldad, las superaba su lascivia. Mejor dicho, se confundían ambas inclinaciones. No había para él goce si no lo sazonaba el ajeno sufrimiento. Decíase que, castigado antaño por la Justicia, en su patria, con pena dolorosa e infamante, se desquitaba ahora, que era rico y poderoso, de lo que había padecido; y érale más sabroso el desquite cuando torturaba a compatriotas suyos. Por eso hacía siempre tanto prisionero; víctimas señaladas de antemano para el apaleamiento, empalamiento y los azotes mortales.

Ocioso era, con semejante corsario, que las mujeres de Santa María de Freseira, hincadas de rodillas, pidiesen misericordia. Apartada la presa que habían de llevarse, los piratas se hartaron de degollar, arrojando a los semivivos al brasero del incendio, que ya se propagaba a la aldea toda.

Dilatadas las fosas de su nariz de ave de rapiña, Alí Buceya contemplaba el estrago. Acababan de segar el pescuezo a una mujer que tenía en brazos a un niño, y que, convulsivamente agarrada a él, no lo soltaba ni al desangrarse, cuando trajeron a rastras, por su copiosa mata de pelo rubio, a una mocita como de veinte años. Venía según la arrancaron de su lecho, cubierta sólo por la gruesa camisa de estopa, descalzos unos pies blancos que el uso del zueco no había logrado desfigurar. Intentaba cubrirse el rostro con los redondos brazos; pero se los apartaron, y Alí vio, con sonrisa sardónica jugando entre el corvo bigote, un semblante celestial, unos ojos azules en que se pintaba el terror, una garganta como marfil y un pecho donde dos azoradas palomas palpitaban.

Con una seña la marcó para botín, y un pirata, comprendiendo perfectamente la intención del arráez, echó sobre el cuerpo tembloroso de la bella su manta argelina. Pálida e inmóvil ya, como cuajada por el miedo mismo, permanecía entre los que la guardaban, cuando dos piratas trajeron a empellones a un viejo semiparalítico, golpeándole para empujarle y dándole con los pies en las costillas a fin de hacerle avanzar. Entonces la muchacha, como si despertase de un sueño de letargo, saltó hacia el maltratado viejo, y asiéndose a su cuello, gritó:

—¡Pa! ¡Mi pa!

Buceya miraba la escena y sonreía burlón y desdeñoso. La mocita se arrojó a los pies del pirata, abrazando sus rodillas. Sollozaba, rogaba, sacudía las piernas del corsario, en la vehemencia de su imploración. Él acentuaba su sonrisa de felino. Alzó la mano, movió la cabeza; un pirata, rápido, hundió en el pecho del anciano su gumía. La muchacha se precipitó a recoger el cuerpo ensangrentado, a besarlo ardientemente. Cuando se convenció de que el viejo petrucio estaba muerto, se alzó sacudida por horrible temblor nervioso y se desplomó al suelo también. En estado de estupor la llevaron en brazos hasta la costa y la izaron a bordo de la galeota, depositándola en el camarote contiguo al de Buceya.

Los primeros días de navegación rehusó la comida, como si anhelase morir ella también. Una tarde, oyendo lamentos y quejidos en el puente, se asomó a ver sin saber lo que hacía. Era que estaban apaleando a un mozo de su parroquia, uno de los cautivos, que forzado a remar, había cometido no se sabe qué falta o había tratado de fugarse, y Buceya castigaba su rebeldía con el suplicio. La espalda del mozo era toda una llaga ya, y los hinchazos verdugones reventaban al caer nuevamente la vara sobre ellos. Y así como la niña aldeana, en trágica hora, había clamado por su padre, el labriego exhalaba de su garganta el llamamiento profundo, el supremo.

—¡Mi má! ¡Mi má!

El corsario, con una onda de saliva al borde de los labios negruzcos, reía, sin apartar la vista del atormentado, al cual poco después salaron las llagas y tiraron, moribundo, en un rincón del entrepuente. La cautiva se había retirado a su camarote al terminar el castigo. Desde aquella hora aceptó la comida y hasta el vino que, mahometanos y todo, consumían por pellejos los piratas. Y se adornó con las preseas que, galantemente, le enviaba Buceya. Vistió las telas listadas de oro, se colgó las sartas de perlas barrocas y de venecianos cequíes, y ante un espejo, de Venecia también, dio en atusarte, hasta que apareció en el puente bizarra sobremanera. Podrá parecer censurable al pronto; pero todos los que refirieron este caso están de acuerdo en que la mocita, Adelina la de Freseira, se condujo así, y hasta más tarde, ante el arzobispo de Compostela, que la oyó en confesión, declaró haberse adornado y perfumado con esencias de rosa y jazmín para agradar al pirata. Y el pirata, al pensar con codicia en la linda prisionera, se representaba también el gusto de someterla después a una tortura sabiamente complicada si hallaba en ella la resistencia menor.

No la halló, por cierto. Empapada de aromas, sarteada de collares, acudió solícita a la primera orden del pirata, que al cubrir de caricias despóticas el cuerpo juvenil, calculaba cómo se retorcería bajo el látigo o bajo la mordedura del hierro candente. Como prueba anticipada de la fruición cruel, clavó sus dientes duros en el hombro de la rapaza, que no exhaló ni un grito.

—Parece de corcho —murmuró para sí el arráez—. ¡Ya la despertaremos, a fe de Alí Buceya!

Alta iba la luna en el cielo cuando el pirata se quedó dormido. La cautiva parecía dormida también; pero entre las pestañas brillaron un instante sus entornados ojos. Deslizóse, sin hacer ruido, de la yacija de pieles amontonadas sobre la alfombra, y llegándose a donde refulgía un haz de armas, tomó un yatagán luciente y cortante. A la luz de la lámpara de vidrio irisado buscó en el cuello del arráez sitio para descargar el golpe. Y sin temblar, con puño firme de segadora de hierba, al sesgo, que otra cosa no consentía la postura de Buceya, descargó el tajo. Un caño de sangre tibia, saltando hasta su inclinado rostro, le probó que había acertado bien.

Entonces, como una sombra, se deslizó fuera del camarote, y desde el puente, en un salto, se precipitó al mar. Era la noche luminosa y apacible y apenas un manso vientecillo rizaba el oleaje.

Desde horas antes venía siguiendo a los piratas una galera española. Le iba ya a los alcances cuando todavía los de la galeota no señalaban su presencia. Al caer al agua el cuerpo de Adelina, al agolparse en el puente los piratas, fue cuando se vieron cazados.

La embarcación perseguidora se detuvo para recoger a la náufraga, que después de bajar al fondo acabada de salir a flote. Los de Alí Buceya corrieron a llamarle y vieron su tronco en un lago de sangre que se empezaba a cuajar, y colgando de un retal de piel, la lívida cabeza.

Así fue de fácil para los perseguidores el abordaje y la victoria. De las entenas suspendieron a muchos corsarios, y el primero, uno que señaló con la mano la náufraga salvada, y era el mismo que acuchilló a su padre en la siniestra noche. Con su presa tomó el rumbo de España la galera otra vez.

Y la muchacha sólo pidió que la llevasen al convento de las Claras de Santiago, donde quería hacer penitencia toda su vida. Las joyas con las cuales se había arrojado al mar fueron su dote, y las ostentó largos años, hasta la desamortización, la Custodia del convento.


«El Imparcial», 10 diciembre, 1917.


Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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