Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.

Acostumbrados a la oscuridad, vimos entonces el rostro de Carolina, más interesante, encuadrado por los frunces del lienzo…

—Carolina, ¡qué gusto! ¡La casualidad de poder verte! —exclamó Celina con aturdimiento.

—Me llamo ahora sor Trinidad de San Antonio —contestó ella apagando el relámpago meridional de sus pupilas.

—Sí, sí… ¡Perdona!…

—No —dijo la abadesa, dueña reposada como un vaso de leche con nata— si eso no tienen nada de particular. Ustedes la llaman como se llamó en el siglo en que ustedes la trataban… Sor Trina, yo voy un momento allá dentro.

—Sí, muy feliz —contestó sor Trina a una pregunta de Celina—. Vivo con Dios: ¿qué mejor compañero? Soy digna de tanto bien, y todas las mañanas doy gracias a mi abogado San Antonio.

—Yo creí que San Antonio era abogado de los que quieren casarse —dijo siempre irreflexiva la curiosa.

—Y también de los que han elegido el mejor matrimonio —hubo de contestar la clarisa.

—¡Ay, hija! —comentó la incorregible— ¡digo lo mismo que tú! ¡Mira que si llegas a casarte con esa bala perdida de Gil! ¿No sabes que viene con nosotros? En la iglesia se ha quedado…

Fue como un rayo. La monja, retrocediendo, dejó caer el velo sobre su faz, y, sin despedirse, desapareció como una visión de la reja. Caímos sobre Celina todos, tratándola de cabeza de chorlito. La abadesa se presentó cuando estábamos acalorados en la disputa.

—Sor Trina me encarga que la despida de ustedes. Se encuentra un poco indispuesta.

Dimos mil gracias y una pequeña limosna para el convento, y nos retiramos, preocupados por el desagradable final de la visita. En el atrio, acosamos a Celina; verdad que no solíamos hacer otra cosa durante la excursión.

—¡Tonta, loca, imprudente…!

Por supuesto, en cuanto se nos unió, saliendo de la iglesia, el bueno de Gil, nos faltó tiempo para soplárselo.

—¡Ésta, que, ya se sabe, siempre ha de meter la patita…!

Los ojos de Gil se clavaron en las rejas. Luego, volviéndose hacia nosotros, murmuró:

—¿Conque decís que está contenta?

—¡Vaya! ¿Qué te creías, fatuo?

—Entonces —suspiró— veo que hice muy bien…

—¿Que hiciste bien? Sería ella, en todo caso.

—No, yo, hijos, yo… Permitidme que me gloríe de una de las pocas cosas buenas que habré realizado en mi vida. Decís que no tengo sentido común, pero esta vez lo tuve, y en gordo. A todas sus instancias, contesté con energía:

«No puede ser; si nos casásemos, sería la desgracia más horrorosa, nena… Yo no soy un hombre con quien pueda casarse nadie, nadie, y menos una mujer que tenga ilusiones…».

—¿De modo que fuiste tú quien no quiso?

Gil nos miró, sonrió, no sin dejos de tristeza, y repuso con acento de sinceridad inconfundible:

—Naturalmente. Era mi deber. Y cuidado que estaba chaladito. Pero, ella, aún más; la prueba es que se pasó un año pidiéndome que nos casásemos, fuese como fuese, aunque ella hubiese de pedir limosna… Y repetía: «Contigo, al abismo, si es necesario…».

—Pues contaban —protestamos— que era ella la que…

—Sí, yo hice correr esa voz… por si antes de pronunciar sus votos encontraba otro novio bueno… Y, rabiando, me alegraría, os lo juro… Poco antes de profesar, ella se las arregló para preguntarme aún si había variado de opinión…

Y como nos viese sorprendidos, añadió con mansa ironía:

—Se me figura que no conocéis demasiado el corazón de la mujer…


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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