Galana y Relucia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era una yunta que daba gozo de verla. Parejas como dos gotas; rollizas y limpias de piel, con la misma raya de azabache a lo largo del lomo, rematado en el vigoroso maslo, esquilado siempre; nada traicioneras, incapaces de soltar una coz a un descuidado; con el diente alegre y el trabajo continuo, las dos mulas del Tío Terrones valían cuanto pesaban en oro. Al menos, así se lo decían los convecinos, los de Montonera, con sus miajas de envidia porque aquel diantre de hombre tenía la suerte arrendada.

Al menos, lo creían así… La verdad de las cosas la sabe quien la sabe. Tío Terrones, antaño, tuvo un golpe de fortuna; una hija suya, la Petronila, le dio bastante dinero, en veces. Lo malo fue que la pobretica se murió. No pudiendo recelar que tal cosa sucediese, porque era como una clavellina la moza, tío Terrones anduvo a la buena vida. Le quedaban, al faltar Petronila, unas tierras, la casa y aquel par de mulas, que en leguas a la redonda no lo había semejante. Todo ello bastaría a quien no tuviese medio perdido el hábito del trabajo, que es difícil de conservar.

A sus horas, tío Terrones, listo como las centellas, pensaba sobre su suerte y sobre la de los hombres en general, en este mundo de mojiganga. Veía trabajar, sí, señor, a gran parte de sus convecinos; Montonera, con sus casas de adobe, era un poblacho, y todos destripaban los terrones que producen la vida en forma de espiga rubia. Existían, sin embargo, en el mismo pueblo algunos individuos que se libraban de arar y economizaban el sudor, y casualmente no eran los más pobres, ¡qué iban a ser! El secretario del Ayuntamiento, cacique muy activo, ya vestía como los señores y gastaba cadenas de oro. Y Crispo Samuel, el prestamista, tampoco madrugaba para salir a las eras. Y aquel tunarra de Morlaco ignoraba cómo se abre el surco, o, si lo supo alguna vez, lo había olvidado ya. Otras eran sus industrias y sus labores. De feria en feria, desapareciendo a veces semanas enteras, realizaba ganancias misteriosas. No obstante, se susurraba en el pueblo que el Morlaco, encerrado en su casa ruinosa, donde vivía su madre ciega, se moría literalmente de hambre.

Sacaba en limpio el tío Terrores que trabajar, bueno; pero que una cosa es eso y otra reventarse trabajando, cuando hay maneras de defenderse… Su chica, aquella Petronila que comía la tierra, ¿sudó mucho pa ganarse miles de pesetas, corcho? El que discurre también trabaja; pero ¡hay trabajo de trabajo! Tío Terrones trabajaría con su ingenio. ¿Si él se atreviese… a…? La palabra temía hasta formularla interiormente, en ese recóndito santuario, tantas veces profanado al día, de la conciencia. ¿Y por qué no se había de atrever? Allí estaba el Morlaco, que ni se había muerto ni ido a presidio. Cuántos, si pudiesen, harían como el Morlaco. Y son infinitos los que, en una u otra forma, lo hacen, y les va ricamente. De esto estaba convencido el tío Terrones. Y de tal convencimiento pasó a concebir una idea que le pareció peregrina. La dio vueltas, la consideró desde todos los puntos de vista, la creyó disparatada al pronto, y un segundo después la vio clara y hacedera. Como golpe, era golpe… ¿Y si…? Ya, ya; convenía atar bien los cabos. Pero, acertando con el nudo, ello era rara treta y nadie la sospecharía.

Fue a boca de noche cuando conferenció con el Morlaco. El día era caluroso, y daba consuelo, después de haber arado todo él, gozar del viento frío del atardecer, que consolaba. En el cielo castellano empezaba a asomar la luna, fina como una hoz que ha ido gastándose a fuerza de segar. La soledad era absoluta, y apenas se escuchaba el ladrido de un mastín, apagado por la distancia. Los dos hombres conferenciaron despacio, y Morlaco, sorprendido al pronto, acabó por admitir el discurso, que ya es discurso, ¡toño! Lo admitía Morlaco porque ya era cosa sigura: se iba, no aguantaba más en el condenao pueblo y en la pobretería de los de arredor. Braulia, la hija del sacristán, cuidaría de la ciega, y él, de mandar cuartos. No hay como correr mundo. Y tío Terrones, acordándose de su chica, aprobaba. Por ay fuera es donde se pué salir de miserias y de hambrerías. Si él no fuese viejo ya…

A la mañana siguiente a este cuchicheo, sin más testigos que la lunica, tan recortada y tan silenciosa, se empezó a decir por el pueblo que a tío Terrones le habían quitao sus dos mulas, las mejores piezas que han comido pienso en el término, su Galana y su Relucia, el pan de su vejez. Hasta los que eran hostiles al tío Terrones y le habían puesto de pelo de conejo cuando aprovechó las ganancias de su hija, le compadecieron entonces. ¡Tantas veces como se le había oído decir que antes se ahorcaría que vender su pareja! ¿No eran ellas, la Relucia y la Galana, las que abrían el surco profundo y derecho, las que removían la tierra, las que preparaban la cosecha futura? Tío Terrones encomiaba su belleza en frases ardorosas, como se encomia la de una mujer. ¿Cómo podía habérselas dejao «quitar», y quién pudo quitárselas? ¿Quién fue el ladrón desuella caras, hijo de perra? Las sospechas no tardaron en concretarse. Sólo del Morlaco se sabía que era a ratos cuatrero. Para mayor convicción, el Morlaco había desaparecido. La Guardia civil, avisada por el propio tío Terrores, le buscaba en los contornos. Sólo que el aviso fue dado seis días después de la desaparición de la pareja, y si el Morlaco, desde entonces, corría, corría, tenía tiempo de haber llegado a Rusia.

Hubo, sin embargo, un niño, hijo de una mendiga, que andaba siempre pilleando, que afirmó haber visto al Morlaco, al anochecer, deslizarse pegado a las casas, como el que se oculta. Y no mentía el pequeñuelo. En el corral de su casa esperaba tío Terrones al aventurero, que había resuelto el problema de vivir sin trabajar. Le esperaba temblando de ansiedad, porque de la relativa honradez y lealtad de aquel tuno pendía su suerte. Bien pudiera Morlaco, realizada la sustracción de las mulas, guardarse en el bolsillo las tres mil cuatrocientas pesetas que de su venta en la feria de Brivianes había sacado, y salir arreando hacia las grandes urbes, donde la gente despabilada encuentra tantas ocasiones de hacer presa y botín. Y me creeréis o no, pero os digo que nadie es del todo pícaro, y acaso pueda sostenerse la proposición contraria, que no me resuelvo a formular más claramente. Morlaco tenía sus rincones de luz en el alma. Entregó rigurosamente las tres mil, contentándose con el pico, y en voz algo ronca suplicó:

—Tío Terrones: ya que se queda aquí, mire un poco por mi cieguecilla. Entérese si la Braulia la cuida bien. Pa no dar sospechas, por el Giro Postal mandaré los cuartos a la Braulia. No conviene que sepan que he venío.

—¿Y dices —interrogó tío Terrones— que el tratante de Brivianes se llama Calleja?

—Calleja se llama, y a mi ver las venderá en la feria Valdemojados, el día 9.

Nadie extrañó que el pobre tío Terrones se diese a recorrer ferias y pueblecillos, en busca de sus mulas, pedazos de su alma. Montado en un rocín de alquiler, andaba de la Ceca para la Meca, mientras la Justicia proseguía sus inútiles pesquisas, convencida de trabajar en balde. ¡A saber quién ocultaba las mulas! Si el Morlaco las había vendido, el comprador podía esconderlas.

Y fue acontecimiento sensacional el que, en la feria de Valdemojados, en ocasión de estar el tratante discutiendo precio con un rico labrador enamorado de la Galana y la Relucia, que se las comía con los ojos, y próximo ya a recibir las arras en un grasiento billete de Banco, un viejo, gritando como un furioso, se abrazase a la Relucia, exclamando casi con lágrimas:

¡Ay, mi prenda! ¡Ay, mi joya, las telicas de mi corazón! ¡Relucia, Galana, cómo me estaba sin vosotras! ¡Ay, San Antonio, que ya encontré a mis niñas, a mis mozas buenas!

Arremolinada la gente, acercose el sargento de la Guardia civil… El tratante juraba y mascullaba blasfemias sombrías. Aquel par era suyo; lo había comprado, lo había pagado con su dinero. Suyo, legítimamente… Pero le desengañaron. Las mulas eran robadas, y su dueño, aquel honrado viejo que las acariciaba con transporte sincero —porque, en tal instante, tío Terrores—, más que en el éxito de su golpe industrial, pensaba en que eran su Relucia, su Galana, lo que iba a recuperar inmediatamente… Y, en efecto, por más que el tratante se mesó las barbas y se arrancó los pelos, el tío Terrones regresó a su pueblo con el rozagante par. El dinero que había pagado el tratante, que se lo pidiese al ladrón cuando fuese habido. El dueño legítimo no tenía que ver con eso; y que las mulas eran del tío Terrones, bien lo sabía la Guardia civil, amén de algún vecino del pueblo que se encontraba en la feria y vino a atestiguar. ¡Sí que había en la provincia entera otro par como aquél! ¡Otro porte, otra fuerza, otra estampa de mulas semejante! Y tío Terrones las amó con mayor fanatismo desde que abrieron aquel surco que le valió, sin madrugadas, ni sudores ni cansancio de riñones, unos miles de pesetas.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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