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Sólo a una cosa no conseguía resignarse; sólo una queja, una protesta, surgía involuntariamente de su espíritu. Que la hubiese abandonado, bien; castigo justo: ella se merecía mucho más. La injusticia era que el niño se hubiese muerto así, a pocos meses de nacido, sano al parecer y bonito como un sol. Carlota interrogaba a la Providencia: ¿Qué mal había hecho su niño? Un inocente no debe pagar por los culpados. Y, además, el niño era lo único que le quedaba en este mundo traidor; y ya que pasaba tanto trabajo y tanto bochorno para seguir viviendo, ya que no se tomaba una caja de fósforos porque Dios manda que eso no lo hagamos, al menos el niño, el niño.
Sangrante y activa, la maternidad de la costurera se exasperaba ante el espectáculo de la chiquillería del barrio, que desde la reja veía pulular por las estrechas aceras y el sucio arroyo. Conocía a todos aquellos gurriatos; para contemplarles suspendía su asiduo coser; a veces les sonreía con sonrisa penosa; de su café les guardaba terrones de azúcar, de su postre, cerezas y pasas... Y esto lo hacía furtivamente; si las madres miraban riendo hacia la reja, Carlota afectaba severidad, desvío. ¿Chiquillos a ella? No les podía sufrir... Cinco minutos más tarde, el tranvía pasaba y estaba a punto de hacer cisco a un granuja... Carlota lanzaba un grito, bajaba a saltos la escalera, cubría de besos al pequeñuelo y se retiraba encendida como una amapola, con la convicción de haber ejecutado algo muy inconveniente, algo reprobable...
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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