Es la que voy a contar una historia en la cual no sé si soñé lo que me pareció ver, o si, al contrario, vi efectivamente algo semejante a una pesadilla. Esto, traducido a más claro lenguaje, significa que no estoy enteramente seguro de los hechos que voy a recordar.
Vivía yo en Madrid, en compañía de una de mis hermanas, casada con un negociante. Me preparaba a una lucida carrera, pero no ponía gran afán en mis estudios; teníamos con qué vivir, y yo era perezoso y paseante en corte.
Una mañana, en el mismo centro de la Puerta del Sol, lugar nada novelesco, vi a una mujer que me atrajo desde el primer instante. Era chiquita, pálida, muy esbelta y fina, y sus ojos, negrísimos, miraban de un modo especial, hondo, sugestivo. Se fijaron en mí un segundo, y al punto los veló con las tupidas pestañas, enigmáticamente. No sería yo español neto si no la hubiese seguido, y si no me creyese, de un modo fulminante, enamorado hasta las cachas.
Fui tras ella por algunas calles, céntricas todas, hasta llegar a la casa donde vivía.
Al pronto, se hizo la indiferente, como si no me viese, ni se enterase de mi persecución. Y en el portal —donde me atreví a entrar—, se volvió, me miró otra vez, de un modo trágico por lo intenso, y metiéndose en el ascensor, me hizo una seña que no supe interpretar, un poco de unto de plata desató la lengua de la portera, y me hizo saber que la dama se llamaba Julia, que vivía con su tío, señor muy rico y bastante viejo, y que ambos eran de fuera de Madrid; de Andalucía o Valencia.
De estas investigaciones a tomar a la portera por buzón, no iba gran distancia. La carta fue breve y apasionada; modelo en su género. Es hasta tal punto contradictorio nuestro modo de sentir respecto a la mujer, que casi sufrí una desilusión cuando mi perseguida me contestó sin dilaciones, sin dificultades, casi en el mismo tono que yo había empleado con ella. ¿Era, pues, una hembra fácil, dispuesta a corresponder al primero que la dijese algo? Mi ilusión se enfrió. De todos modos, claro es que llevé adelante la aventura.
En la carta me citaba par el día siguiente, por la tarde, en su propio domicilio. Me encargaba especialmente que no emplease misterio, ni precaución alguna. Que llamase. Me harían pasar a la sala. Allí me esperaba ella.
Lo hice así. No sabré explicar el estado de mi ánimo. ¿Se trataba de una mujer sin decoro? La extraordinaria sencillez de los preliminares lo indicaba. Tal vez una excéntrica… Veríamos.
Fui puntual. Al campanillazo, salió ella en persona, sonriente. Entré en una sala elegante, alhajada con algunos muebles artísticos y otros modernos, de buen gusto. Julia me invitó a sentarme. Sobre un piano, exhalaba discreto perfume un ramillete de violetas dobles. Nada trascendía allí a situación equívoca, a vida irregular. Todo producía una impresión de señorío.
El asombro me cortó la palabra. No acertaba a decir cosa alguna. Ni mímica.
Ella me sacó del apuro.
—Lo veo sorprendido, señor Frontero… usted no sabe que le conocía ya.
—¿Qué usted me conocía? —contesté tartamudeando.
—Sí, señor. Le conocí en casa de nuestras amigas, las de Hernández álamo. Pero usted no me vio, porque yo estaba en el cuarto de la mayor, de Anita, y ella me hizo mirar a través de la puerta y me dijo quién era usted. Me contó de usted mil detalles. Por eso, ayer, no tuve reparo en responder a su carta. Si en efecto está usted, como asegura, enamorado de mí, puede tratarme, hablarme con frecuencia. Ya ve usted que soy franca, y que esto es la cosa más corriente del mundo.
Estupefacto, contesté ya en tono de excusa. Otra desilusión. ¡Mi perseguida era una señorita decente, muy decente, y la comenzada aventura tenía claras vistas al matrimonio! Sin embargo, aquellos ojos sombríos, de obscuro fuego, continuaban ejerciendo su mágico poder. Y, sin saber lo que hacía, respondí al conjuro de los ojos por el sortilegio de los labios: hablé con un ardor, que, gradualmente, me abrasaba… Al cabo de una hora, nos habíamos unido en una aspiración común. No se habló del porvenir, no se fantaseó ni el esbozo de un hogar. No delineamos nada. Eso se bastaba a sí propio.
Aturdido, sin entender lo que me pasaba, hice, no obstante, una gestión: tomé informes en casa de Hernández álamo. Salieron responsables de que Julia Beniel era una intachable muchacha. Algo extraña, algo retraída… pero modelo, en lo demás. Por un lado, debía creerlo. Por otro, mi historia se oponía a tanto optimismo. El proceder de Julia no estaba en armonía con lo que afirmaban de ella.
Mis inquietudes crecieron, según fui ganando fueros de confianza en la mansión de Julia. Vi casualmente a su tío, y una espina aguda se me clavó en mi corazón. Era el tío de Julia un marino retirado, de enérgica fisonomía, de tez cobriza, con patillas blancas, y su cara curtida expresaba una violencia sin límites: yo hubiese jurado que no conocía aquel hombre freno a sus instintos. Estaba, sin embargo, achacoso, y el reuma le clavaba en la cama semanas enteras. En uno de esos accesos fue cuando sucedió mi aproximación a Julia. Ella me encargó, con grandes instancias, que no tratase de relacionarme con aquel señor, por lo cual valdría más que nos encontrásemos fuera, en el Retiro o en algún establecimiento de esos que se toma té, adonde ella iría con Anita Hernández álamo. ¿Por qué tal misterio? ¿Por qué dar a nuestras relaciones ese carácter sospechoso? La espina se me hincó más honda. Aquel pariente, ni hermano, ni padre, y que parecía dueño y árbitro de Julia… ¿qué era realmente? Ni lo supe entonces, ni lo sé todavía hoy, cuando evoco los sucesos. La malicia vulgar resuelve estos enigmas muy pronto, pensando lo peor; yo tengo un criterio diferente: lo peor no siempre explica las cosas. Lo malo es que, rechazando el criterio vulgar, no puedo rechazar el recelo, la sugestión pesimista. Alrededor del anciano tío de Julia giraban mis pensamientos.
Y, no obstante, cada día se estrechaba nuestro lazo. Ella, disipada la primer serena frialdad, ahora se mostraba ciega, vehemente en su exaltación amorosa. No podernos ver con libertad y sosiego a todas horas la torturaba.
—Casémonos —propuse un día, sugestionado por la llama de sus ojos.
—¡No es posible! —respondió precipitadamente.
No hubo medio de que revelase la razón de tal imposibilidad. Yo no la veía.
¿Que no le gustase al tío la boda? Después de todo, su tío no era su padre… Y la espina volvía a dejar sentir su punta dolorosa…
Pasó una quincena en que apenas pude cruzar dos palabras íntimas con Julia; después supe que otra vez estaba su tío postrado en la cama con su ataque reumático, y que podía visitarla libremente. Todo lo olvidamos, en una expansión de amor casi cruel.
Una noche, Julia oyó que la llamaba a grandes voces el enfermo. El tono de estas voces me movió a ir tras sus pasos, recatadamente, sin que ella lo pudiese notar. ¡Qué grabados se me han quedado los menores detalles!, iba furiosa, vibrando de enojo. En la antecámara de la alcoba de su tío la vi detenerse, como si vacilase. Al fin, deslizó la mano en el bolsillo y sacó no sé qué, un objeto menudo. Luego entró resueltamente. Yo me oculté entre los pliegues de la cortina. Había poca luz. El enfermo aullaba.
—¡Ya estás aquí! ¿Qué hacías? No sé qué te traes tú escondido, no sé. ¡Pero en cuanto salga de esta cama maldita, a fe de Matías Beniel que he de saberlo, y si es lo que me figuro, encomiéndate a Dios! ¡Mira, ahí tengo mi revólver… lo oyes!
Y asía rabiosamente la culata del arma y dirigía el cañón contra el rostro de Julia.
El sudor corría por mi frente. Percibía el ritmo del temblor de mis piernas…
—¡Silencio! —ordenó ella—. Toma la medicina nueva… A ver si te quita los dolores…
En un vaso de agua vertió unas gotas, contándolas rápidamente. El viejo bebió de un trago. Casi en el mismo momento se enderezó, agitando las manos y muy abiertos los ojos, como si quisiese gritar y el grito no saliese de su garganta. Ya he dicho que la luz era débil y que no estoy enteramente seguro de nada de lo que creí ver. El enfermo cayó después sobre la almohada, de golpe, como amodorrado. Hubo silencio. Julia miraba al enfermo con atención aguda.
Aterrado, me escabullí por las habitaciones obscuras hasta la sala. De la sala pasé al recibimiento; tomé abrigo y sombrero y huí escaleras abajo, sigiloso, sin razonar mi fuga. Escapaba…, porque sí, una mano parecía empujarme, lanzarme hacia fuera.
Al otro día vi en un periódico la esquela mortuoria de don Matías Beniel, capitán de fragata retirado, y recibí un billete muy lacónico: sólo decía «Ven». Metí ropa en una maleta, di por pretexto en mi casa un viajecillo necesario, y desaparecí de Madrid. Dos meses estuve recorriendo diversos puntos de España. Se me figuraba que me buscaban, que iban a prenderme. Luego seguí a Francia. Cuando regresé, supe por Anita Hernández que Julia no estaba en Madrid. Y ¡jamás, jamás!, llegué a conocer su paradero.
—Cierto que tampoco lo intenté.
Enigma. ¿Era Julia una mujer desenfrenada o una enamorada loca, pero sincerísima? ¿Qué sentido atribuir a la escena que presencié? ¿No podía tener la muerte de don Matías la causa más natural, un error de dosis, o el paso de una embolia, o alguna congestión? ¿Hay que dejarse llevar por la fantasía? ¿Hay que hacer de todo una novela, un melodrama terrorífico?
Sigo ignorándolo. El misterio de Julia fue varios años mi tormento. Y, de noche, su mirada me sugiere aún cosas que me estremecen. Y le he retorcido el pescuezo al amor, allá en las soledades de mi alma.