Aquel diván del Smart-Círculo, obra de Maple, empezaba a fatigarse de resortes, a consecuencia de haberlo elegido Federico Galluste y yo, dos amigotes, para nuestras confidenciales charlas, ondulatorias y polícromas, como los cendales de Loïe Fuller. Al diferenciarnos, nos completamos. Galluste, tipo de clubman y de sportman, corregía mis frecuentes faltas de «elegancia suprema»; un servidor de ustedes, algo más intelectual, le enmendaba la plana del pensar a menudo. Debo confesar, sin embargo —aun cuando finalmente hayamos reñido Galluste y yo, por motivos que los caballeros no publican—, que este muchacho tuvo siempre el don de no parecer ignorante, merced al tacto exquisito con que evita discutir lo que no entiende, y el baño de conocimientos prácticos que le ha prestado su mundanismo. Huyendo como del fuego de la pedantería cuando no sabe, pregunta discretamente, o guarda hábil silencio.
En la época a que me refiero ahora, Federico —le llamaré así, porque nos encontrábamos en ese período de la amistad en que el apellido no existe— andaba muy preocupado: le faltaba algo esencial, indispensable a un joven tan distinguido.
Ya se comprenderá que este «algo» no era novia ni… Eso se encuentra siempre, suponiendo que se busque, y a veces sin buscarlo. En este particular nos hallábamos conformes los dos amigos, siendo asaz curioso que más adelante nos hayamos peleado…, cabalmente por «eso» que se encuentra a puntapiés. Tampoco era dinero lo que echaba de menos Federico. Apenas sí empezaba a morder en su saneada hacienda. Para decirlo pronto: faltábale un criado a la moderna, un ayuda de cámara «según su ideal». ¿Dónde anidaría tal fénix? El sirviente apetecido tenía que saber mucho: conocer a fondo los misterios de la perfecta tenue y del confort refinado y exasperado, sin el cual no se concibe la vida; entender a un volver de ojos, adivinar lo que no entienda, no importunar jamás, no poner en ridículo a su amo ni en caso de muerte; ser otro yo de su señor; desviarle de los pies las chinitas; ahorrarle toda molestia y salvaguardar su amor propio y sus vanidades, tuétano del alma contemporánea…
—Me temo —susurraba con resignada melancolía Federico— que nada lograré hasta el otoño (estábamos en marzo), y eso si voy a las cacerías de Escocia con los Ambas Castillas y los Mordaunt… Sólo en tierra británica se cría esa casta de servidores. Entretanto, bonito invierno me espera. ¿Tú habrás leído en algún verso que la felicidad consiste en el amor, o en la gloria, y en tratados muy doctos, que consiste en los millones? Ríete a carcajadas. La felicidad es un criado como el que yo sueño: ni honrado, ni adicto; pero… enterado. ¿Qué me robará? Me robará con uñas limpias; ahora me roban con manos puercas. La felicidad es el bienestar de cada momento, y ese bienestar nos lo preparan los sirvientes. Mi bienestar se compone de más menudencias que el de los otros mortales; tengo mis manías; si, por ejemplo, mis pares de botas no están alineados perfectamente, soy desgraciado un minuto; y varios minutos de desgracia hacen un día infeliz… ¡Bien, paciencia!… Si no aparece lo que he soñado, soy capaz de casarme…, ¡supuesto que mi mujer reúna condiciones para sustituir a mi ensueño!
Y la cara de Federico, tostada y rojiza por el aire libre y los ejercicios de sus deportes, se nublaba de mal humor.
Una tarde a hora desacostumbrada, llegó mi amigo radiante de júbilo. Me precipité a su encuentro. Riendo cordialmente, nos desplomamos en el diván, tendiéndome él su petaca provista de deliciosos Londres.
¿Qué, ya tenemos en campaña a la hermosa Estrella? —fue mi pregunta de confidente bien informado.
—¿Estrella? ¡Bah! Ese alegrón no me saldría a la cara. Un día u otro ha de suceder… Se me figura que está escrito en los demás astros… Mi dicha es mayor. ¡Ya tengo el ayuda de cámara! ¡Ya le tengo!
Y me abrazó, y le abracé. ¿Era posible? ¿Aquella joya?
—Ni más ni menos… Hay Providencia; yo siempre dije que la hay. Ha sido un milagro… Figúrate que le trajo de Inglaterra Casa–Morán, ahora, cuando formó parte de la misión extraordinaria.
—¿Y por qué le ha despedido tan pronto? —exclamé, obedeciendo a ese recelo instintivo siempre prevenido contra los servidores.
—¡No; si quien se ha largado es John! —declaró Federico, triunfante—. Tú conoces a Casa–Morán y las incongruencias que se permite. Un tío grosero, un andaluz de caja de pasas. A la primera incongruencia, John frunció el ceño; a la segunda, torció el gesto y se puso más serio que nunca; a la tercera…, ¡buenas noches! Lo que él dice: «¡Aaoooh!, el honorable sir Casa–Morán no es lo bastante gentleman para que yo le sirva».
Celebramos mucho el digno rasgo de John, y quise conocer en seguida al ideal sirviente. Federico me invitó a almorzar en su garzonera. ¡Qué primor de almuerzo! John no lo había guisado, pero había dirigido la lista, elegido y buscado los vinos, organizado el servicio, modernizado el comedor, arreglado toda la casa. Cuarentón, rasurado y grave, parecía presidir cuanto le rodeaba, con autoridad infalible de hombre amamantado a los pechos de la superioridad anglosajona. Me despedí de Federico muy tarde ya, felicitándole nuevamente. Aun cuando él y yo sentíamos un vago mareo explicable por el champaña brut, nos quedaba discernimiento suficiente para declarar que John era una perla muy rara.
Apenas hay hombre que no conozca, por largo o breve plazo, la dicha. Según Federico preveía acertadamente, gracias a John la disfrutó completa. Es incalculable el postín que le dio entre los superelegantes de la corte la posesión de tal criado, al cual pagaba espléndidamente y no ponía cortapisa alguna. Eso sí: el calzado, las camisas; en suma, la ropa de mi amigo, dijérase que era de otros cueros, lienzos y paños que la del resto de los mortales. Y no sólo en el vestir; en cuanto hacía Federico notábase la huella del genial sirviente.
Un perfume de incomparable chic se desprendía de la persona y las mínimas acciones del amo de John. Se imponía Federico; subía; era árbitro y dictador, por virtud de su ayuda de cámara.
—¿Y John? ¿Estarás loco con él? —le dije cierto día.
La frente de mi amigo mostró el surco de una arruga.
—Te diré… Convenido: es el servidor único, sublime… Solamente dudo si llamarle servidor o llamármelo a mí propio. Hemos llegado a que me dice: «Hay que hacer esto…», y lo hago cantando o rabiando. No siempre está uno dispuesto a obedecer. Figúrate que, por ejemplo, cuando le encargo de… cartas… o cosa parecida…, no desempeña la comisión si no se trata, como él dice, de una first class lady… «Yo no puedo aceptar la responsabilidad de que se encanalle el señor…». Y extravagancias por el estilo. No me permite un devaneo con una cursi; aun dentro de la buena sociedad (la conoce ya al dedillo; no sé cómo se las ha arreglado), no tolera sino a la media docena de señoras chic…, que, como sabes, ¡están ya muy défraîchies!
—Pues creo que eso honra a John, y que John vale más que el mujerío de segunda.
Transcurrieron algunos meses. Me fui de veraneo. A mi vuelta —al apoderarme nuevamente del diván; obra de Maple— cayó a mi lado el gallardo cuerpo de Federico, y oí su voz prodigándome bienvenidas. No nos habíamos escrito: Federico no escribe sino en casos especiales.
—¿Y John? —interrogué casi al momento.
Un reniego y un suspiro fueron la respuesta. Castañeteó los dedos, y entendí.
Hice con el pulgar y el índice ese ademán que siempre significa «cuestión de dinero»; mi amigo negó con el índice también, y pronunció a borbotones, en frases truncadas, desahogándose en un arrebato de absoluta franqueza:
—Verás…: lo inaudito en servir; un servicio mágico. Corriente. Dómine mío; maestro él y yo aprendiz… A cada momento, lecciones de lo que es honorable, conveniente, bien, mal, correcto, incorrecto, de buen tono, de mal tono… Y lecciones mudas la mayor parte, con los ojos, con la expresión, que aún irrita más… Sentíame hecho un doctrino; sentíame inferior, inferior de nacimiento, irremediablemente. ¡No esperar llegar nunca a gentleman; no pasar de hidalgo anticuado, falto de estilo! Al cabo, se me sube a las narices la sangre española… Reclamo el derecho de ser incorrecto, incivilizado, shocking; de hacer lo que me dé la gana, ¿estás?, o lo que llevo en las venas por atavismo… El derecho de mojar las galletas en el té, si me place; hasta de comer con el cuchillo…, o con los dedos, ¡qué demonio! Y lo echo todo a rodar…, y le pego cuatro empellones, y le planto en la calle… ¡Pues hombre! ¡Sólo faltaba! ¡Viva la libertad! ¡Olé! ¡Cada uno es cada uno!
—¿Y… cómo te arreglas sin John? —murmuré así que Federico acabó de desfogar.
—¡Ah! Muy mal… —respondió pensativo—. Tan mal…, que ando en pasos para quitárselo a Manolo Lanzafuerte, que lo tiene ahora. Volveré a echarme la cadena… Los débiles no podemos ser libres mucho tiempo. ¡Imagínate que mi actual ayuda de cámara no se baña nunca! ¡John se bañaba diariamente y olía a jabones británicos! Los fuertes se imponen… Saber su obligación como se sabe una ciencia es un modo de ser fuerte.
—No tener necesidades complicadas es otro —contesté, echándolas de moralista.
—Soy de mi siglo… —Y Federico, suspirando más hondo, me tendió un cigarro de su lindísima petaca inglesa.