El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:
—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma… Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.
—Pero los indios no se tatúan —objeté.
—¡Los indios, los indios! Hay gran variedad de ellos, y se conservan todavía las tribus autóctonas que los arianos encontraron cuando hicieron su irrupción y que jamás han logrado vencer, ¿lo oye usted?, porque los tales salvajes son… muy aragoneses. Se han retirado los infelices a una meseta pantanosa, donde los mosquitos de la fiebre les garantizan la independencia, y allí se resisten como pueden a ser absorbidos, primero por los adoradores de Brahma o Buda, y ahora por los luteranos. Ellos tienen sus divinidades, sus creencias, sus ideas, y no se mezclan con los vencedores. ¡Si viese usted cómo los tratan éstos! ¡Qué muro, entre los Klondos y las castas superiores! ¡Cómo les han degradado! La idea corriente es que el contacto de los sometidos mancha, corrompe, que su sombra impurifica el agua. Sólo se les llama cerdos y carroñas. No se les permite ni aprender a leer, ni vestirse sino de andrajos, ni construir una casa cómoda, ni beber en cacharro nuevo, sino que primero lo han de desportillar. ¿Qué más? ¡Lavarse les está prohibido!
—La humanidad —asentí— parece la misma en todas partes… Sin embargo, nosotros los españoles nunca hemos degradado al vencido. No hemos hecho castas. Eso hay que reconocérnoslo.
—¡Ah! ¡Pues allí, la noción de raza superior y de casta superior es tremenda! Le contaré un caso… Usted sabe que, cuando se condena a una raza o a un ser a la ignominia, involuntariamente se teme que esa raza o ese ser desarrollen una especie de fuerza maléfica, dañando en la sombra por ocultas artes. Así se ha supuesto de las brujas y aun de los judíos. ¿Qué ha de hacer el paria, que casi está fuera de la humanidad? Vengarse: transmitir contagios, lanzar ojeadas funestas y acaso, de noche, transformarse en tigre o serpiente y salir al camino de brahmín o del guerrero para devorarle, quebrantar sus huesos y destilar ponzoña en su venas. A los niños, a la esperanza de la raza opresora, los parias envían la viruela o alguna de esas misteriosas enfermedades que se atribuyen al aojamiento, pues no se explican por causa natural… Mi profesión, el crédito ganado en ella, fue motivo de que visitase la residencia de una aristocrática señora llamada Kandyra, viuda de un rajá, a la cual los ingleses salvaron del célebre sacrificio vidual, ya casi caído en desuso. Kandyra era en su país una rica hembra llena de orgullo; no hubiese titubeado un punto ante la muerte, y hubiese subido a la hoguera con la frente alta, rehusando el brebaje insensibilizador, de datura y opio. Pero era madre; tenía tres hijos cuando la conocí, y las madres no son nunca enteramente fuertes ni enteramente altivas. Hay un punto por donde flaquean. Cierto día me avisaron para que viese al mayor de los muchachos, de unos seis años, y desde que entré comprendí que no tenía remedio. Hice lo posible para consolar a la madre, y cuando el chiquillo exhaló el último aliento, la señora, en vez de acusarme, me advirtió que ya sabía de antemano que yo no podía curar a su hijo…, porque estaba hechizado.
—He tropezado —prosiguió trémula de dolor— con una de esas mujeres de la casta inmunda, habitantes de los charcos, una koregaresa… Me paseaba con mis niños al borde del río, aspirando el fresco del agua, cuando vi, entre unas cañas, muy cerca, a la maldita, que nos fijaba, que nos enviaba su fétido aliento… La cerda estaba criando; de su seno, colgante y negruzco, pendía su retoño, que lo chupaba ansiosamente. Mis servidores la quisieron alejar: «¿No sabes —la dijeron— que debes guardar siempre una distancia de noventa varas cuando pasa un noble?». Y uno de ellos, con una pértiga, desde lejos, la golpeó. El muñeco rompió a llorar… ¡Qué amenaza en los ojos de la impura, de la que come viandas sangrientas! En vez de huir, se acercó más; llegó a tocar a mi hijo con su mano infame… Al día siguiente, mi hijo enfermaba… ¡Yo sabía que tus medicamentos no le salvarían!
En vano combatí la supersticiosa idea. Pasó una semana y me avisaron para el hijo segundo de Kandyra. No pude menos de sentir alguna preocupación al ver que se moría, lo mismo que su hermano, de meningitis fulminante. La madre se retorcía en el suelo; al quererla auxiliar, sus lágrimas candentes abrasaban las manos donde caían.
—¿Lo ves, extranjero? —repetía—. ¿Lo ves?
Así que el enfermito no dio señales de vida, la madre, alzándose solemne y grave, me suplicó:
—No me queda más que uno ya. Es preciso que no muera, y el único medio es llamar a esa carroña vil y que deshaga el conjuro; que adopte a mi hijo… ¿Quieres encargarte de traer aquí a la maldecida? No me atrevo a fiar esta comisión a los sirvientes. ¡Sentirían horror! ¡El heredero del rajá de Visapura adoptado por la koregaresa! ¡Mamando de su leche inficionada! ¡Ah! ¿Por qué no me habrán permitido subir a la hoguera, acompañar a mi esposo? En fin, ve tú, extranjero, tú que no temes al contacto de ningún nacido.
—Claro que no lo temo —respondí, aprovechando la ocasión para moralizar un poco—. Esa koregaresa, y tú, Kandyra, y yo, el cristiano, somos lo mismo: somos hijos de un mismo Padre.
La respuesta a mi homilía fue una mirada inexplicable de hondo, de terrible desprecio… Al punto trató de corregirse, humilde, y me imploró:
—Espero en ti… Salva a mi niño de pecho. ¡Si él se muere, no viviré yo!…
¿Qué quería usted que hiciera? Cumplí el cargo y busqué a la mujer a quien tanto temía Kandyra. No fue fácil al pronto dar con ella, porque se había retirado hacia su montaña natal, temerosa, sin duda, de las iras de la poderosa dama. Gracias a las noticias de algunos pescadores ribereños pude descubrirla, y gracias a algunas dádivas, decidirla a acompañarme.
No he visto jamás cosa más repugnante que aquella hembra. La higiene en los países cálidos es el baño, y como a estos parias se les prohíbe contaminar los ríos, el hábito de la suciedad ha venido a ser naturaleza en ellos. La maternidad, siempre tan hermosa, parecía en ella repulsiva, y el niño que se agarraba a su pecho tenía los ojitos llenos de moscas, que la madre ni aun se cuidaba de apartar con la mano.
Sostuve una lucha para obligarla a asearse un poco y a limpiar a su crío, y después de varias fricciones, la humanidad reapareció en las dos caras semibestiales, de pómulos salientes y párpados oblicuos, porque estos pueblos, anteriores a la llegada de los arianos, son realmente mongoles. Después de la toilette, nos dirigimos a casa de Kandyra.
La altiva dama recibió a la koregaresa con una sumisión, una dulzura, que me asombró… Es decir, no debiera asombrarme: ¡era madre Kandyra! Colmó de obsequios a la salvaje; la regaló arroz, aceite, rupias de oro, un collar de cobre, que estas tribus estiman mucho, y hechas las paces, aplacado el numen, la tendió el niño de seis meses, ¡el único que quedaba vivo!, para obtener el supremo favor, lo que había de prevenir toda desdicha y todo mal: la adopción por medio de la leche… La cara de sufrimiento de Kandyra cuando su hijo llevó la boca al seno inmundo, al seno infecto, no puede describirse: ¡era un poema! En cambio, la salvaje se ufanaba, se engreía. Aquella criatura había dejado de pertenecer a la raza superior, a la de los amos y vencedores. Por la leche y la adopción, por una pulserilla de hierro que acababa de ceñirle al puño, el pequeñuelo aristócrata, de dorada y fina piel, estaba bajo la protección de la diosa tutelar de la tribu vencida —la gran Tari Loha, la sanguinaria—. Y la koregaresa, dirigiéndose al hijo de Kandyra, repetía:
—¡Ya eres nuestro! ¡Ya eres koregar…!
—¿Y vivió ese niño? —pregunté curiosamente.
—Vivió y vive… Es el rajá de Visapura… Su madre sí que no tardó en morir, agobiada por el horrible secreto de que el futuro rajá era un paria…