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Nunca se observan sino los hechos materiales... Los corazones no tienen ventanillas de cristal. Regina se negaba tan resueltamente porque no acababa de convencerse de que el profesor de francés del colegio, señorito pobre y guapo como un Apolo, no se acordaba de ella, sino para saludarla atentamente al entrar y salir de clase. ¡Aquél, sí! ¡Una palabra de aquél! Regina, en secreto y sin ridículas apariencias, sufría el largo y cruel proceso de la fiebre amorosa. Cierto día, cuando más renegaba de la triste condición de la mujer, que no le permite revelar su afán, por hondo que sea, notó que disimuladamente el gallardo profesor pasaba un billetito a una alumna jorobada, hija única de un usurero millonario. Hubo noches de insomnio y días de desgano; hubo lágrimas involuntarias y hasta crisis nerviosas; la defensa del ideal, que no quiere morir... Al cabo de un mes, de pronto, sin preámbulos, Regina anunció a su madre que estaba dispuesta a la unión con don Elías. Su consuelo era que nadie conociese la malhadada y defraudada ilusión... Había acertado a disimularla; su humillación era como si no hubiese existido, puesto que no la sospechaba ni doña Andrea, después de espiar a su hija continuamente. Sería el tesoro que guardase: su amor muerto, su desengaño, paloma de blancas alas, rotas y sangrientas...
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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