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Los juguetes de la niña fueron «navajas», almejas y «berberechos», desenterrados en el arenal cuando se retiraba la marea; su biberón para el destete, la amarga «salsa»; su mayor recreo, que le permitiesen agazaparse en el fondo de la lancha cuando salía a la pesca del «Múgil» o a levantar los «palangres» que sujetan al congrio. A la escuela, ni intentaron llevarla, ni ella iría sino entre civiles: a la iglesia si que solía asistir, porque la gente pescadora ve tan a menudo cerca la muerte, que se acuerda mucho de Dios y la siente mejor que los labriegos y que los señores. Si los padres de la Camarona rezaban atropellado y mal, creían bien, y la chiquilla antes se deja quitar un ojo que el escapulario mugriento de Nuestra Señora de la Pastoriza.
¿Que quién le puso el apodo de la Camarona? No se sabe. Tal vez la llamaron así porque a los siete años vendía «pajes» de camarones, mientras su madre despachaba pesca de más valor; tal vez porque era bien hecha, firme y colorada como estos diminutos crustáceos (después de cocidos; no se figure algún malicioso que considero al camarón, si no el «cardenal», el «monaguillo» de los mares). Lo cierto es que Camarona fue para todo el mundo, y su verdadero nombre de Andrea, testimonio de la gran devoción que a San Andrés profesan los marineros, cayó tan en desuso, que no lo recordaba ella misma.
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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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