Primera versión
¿Qué seria de la humanidad si no tuviese ciertos inofensivos vicios? Los vicios de nuestra época se distinguen de los de las demás por ser vicios principalmente cerebrales. La excitación que los romanos, por ejemplo, gustaban de ejercer sobre la oficina de la nutrición, el estómago, nuestra edad la prefiere sobre la oficina del pensamiento, el cerebro. Hay tres cosas que el hombre moderno, el hombre de las ciudades, prefiere, y que le costaría trabajo prescindir de ellas: y todas tres son excitantes directos del cerebro, avivadores de la vida intelectual, verdaderos venenos intelectuales, como les llama un escritor científico reciente: a saber: el café, el alcohol, el tabaco.
Si los higienistas y moralistas que quieren suprimir el uso del tabaco logran al fin salirse con la suya, desaparecerá uno de los más curiosos y característicos tipos femeninos: la cigarrera.
Porque tiene el tabaco el privilegio de ser una de aquellas industrias que hacen subsistir a no pocas ni felices mujeres; y el cigarro que el hombre fuma, antes de llegar a sus labios, ha de pasar por infinitas manos femeniles.
¡Oh y cuan pocos son los recursos que la sociedad ofrece a la mujer! ¡Cuan contados los ramos en que le es dado ejercer su actividad! Este del cigarro es uno de esos pocos; y comunica a las mujeres que en él se emplean algo de la actividad y de la excitación que comunica a los que lo fuman.
No es la cigarrera la tosca mujer del campo, con sus sentidos entorpecidos, su mansa pasividad, su timidez brutal en ocasiones: es una mujer viva, impresionable, lista como la pólvora, de afinados nervios y rápida comprensión.
En lo físico, también se distingue la cigarrera de la mujer de la campiña, y aun de la del pueblo que se dedica a otros oficios. El perenne encerramiento, la atmósfera de tabaco, la excitación lenta y perpetua de las mucosas, la empalidecen; las largas horas que pasa sentada, y la comida extremadamente sobria y frugal, aligera su talle, comprime sus vísceras, y hace que sus movimientos sean prontos y airosos.
Al par la repetición de un mismo movimiento, el automatismo de la fabricación, dan fuerza a sus músculos y hacen temible la presión de sus dedos de acero y la fuerza de su recio brazo.
Segunda versión
Los vicios predilectos de nuestra época se distinguen de los de otras por un carácter que pudiéramos llamar cerebral. Gustaban los romanos, por ejemplo, de excitar la oficina de la nutrición, el estómago; pero el hombre moderno prefiere la excitación que se dirige al cerebro, oficina de la inteligencia. Mal acertarían nuestros contemporáneos a prescindir de tres excitantes cerebrales directos, de tres verdaderos venenos intelectuales, según les llama un reciente escritor científico, que absorbidos a pequeñas dosis entretienen sus ocios, despiertan su actividad, engañan sus penas: el café, el alcohol, el tabaco. Si los higienistas y moralistas que proscriben y condenan el uso del tabaco logran salirse con la suya, desaparecerá uno de los mas curiosos tipos femeninos: la cigarrera.
Porque de la elaboración del tabaco viven millares de infelices mujeres, y este vicio del cigarro es de las pocas malas costumbres masculinas que no redundan en daño del sexo femenino.
¡Cuán escasos recursos brinda la sociedad a la mujer! ¡Cuán contados son los oficios a que puede dedicarse! El de cigarrera condiciona física y moralmente a las que lo ejercen.
No es la cigarrera la tosca mujer del campo, de sentidos torpes y obtusos, de tarda comprensión, tímida al par que brutal; es al contrario una criatura lista como la pólvora, de afinados nervios y rápidas impresiones. El trato y roce continuo con sus compañeras la hace sociable y comunicativa; la atmósfera saturada de tabaco; las largas horas de trabajo sedentario, empalidecen su tez y aligeran su sangre; la comida frugal, llevada en un hatillo o en un cazuelo roto, tragada a medio mascar y a escape, comprime sus vísceras, disminuye su grasa, y da esbeltez a su cuerpo; y el automatismo de la fabricación, la repetición constante de ciertos movimientos, presta agilidad a sus dedos, vigor a sus músculos y fuerza a su brazo.
Seguidla sino conmigo a la fábrica en que cumple su ministerio, y os persuadiréis de que de un método de vida tan especial tiene que resultar una mujer especial también. Empieza la cigarrera a ejercer su oficio muy temprano: desde la edad en que pueden sus dedos manejar la labor.
A veces se ven, entre el mar de cabezas inclinadas sobre los bancos, una cabecita pequeña, cubierta de rizoso pelo negro o rubio, una espalda encorvada, cansada, la punta de una nariz menuda, unos ojos tristes: es la cigarrera en estado de larva, comenzando a familiarizarse con el oscuro amigo y compañero de toda su vida.
Mas adelante se acostumbrará a aquella atmósfera densa, impregnada de emanaciones penetrantes de nicotina y no sabrá vivir sino en ella.
Si queréis saber cómo se hace el cigarro que fumáis, yo os lo referiré, tal cual lo he visto en mi patria, en la Coruña, habiendo tenido mil ocasiones de presenciarlo.
La operación primera que ha de ejecutarse es la separación del tabaco y su desvenado. Viene el tabaco prensado en grandes panes, redondos, como piedras de molino, de Virginia, llamados maniguetas, o en grandes sacos el filipino, sacos que son como serones, y cuyas cubiertas de tela vegetal tejida como cañamazo, se llaman miriñaques. Para desvenar se sientan en el suelo y van apartando cuidadosamente la hoja de la inútil vena, que antaño se quemaba, y hogaño se vende para que luego en Hamburgo se confeccionen detestables Tagarninas que fuman con el mayor placer los flemáticos alemanes.
Y aquí cumple que yo haga una observación, siquiera sea impertinente: el amor a la justicia me mueve a declarar que el Estado español, acusado no sin justicia en otros puntos, en esto es completamente inocente: no sólo aparta la vena, que en rigor pudiera utilizar sometiéndola a un picado prolijo, sino que no hace entrar en los cigarros que expende materia alguna extraña. El tabaco del estanco —digan lo que quieran vulgares oposicionistas— es el artículo en que entra menos adulteración.
Pues volviendo a nuestra cigarrera, después de que ha desvenado, sube al taller donde confecciona el puro; o donde prepara el pitillo y la cajetilla de picadura.
Para el tabaco picado no lo hace ella todo: entre el desvenado y la elaboración del picado media una operación, la de picar, que no ejecutan las mujeres: y
Observadla en la fábrica, y comprenderéis que de un método de vida tan especial ha de resultar una mujer diversa en cierto modo de las restantes. Empieza la cigarrera su aprendizaje tan pronto como se lo permiten.
Entre el mar de cabezas inclinadas sobre las mesas de la labor suele divisarse alguna más chica, cubierta de rubios bucles infantiles, alguna espalda angosta encorvada por el cansancio, la punta de una nariz menuda, una manecita flaca, inhábil aun; es la cigarrera en estado de larva, comenzando a familiarizarse con el oscuro amigo y socio de toda su vida; el tabaco.
Andando el tiempo, la niña se acostumbrará a aquella atmósfera densa, impregnada de penetrantes efluvios de nicotina, y no sabrá vivir en otra parte, y allí se estará hasta envejecer y morir, empapada y envuelta en la esencia del tabaco, como la momia en la capa de nafta que la barniza.
Si queréis saber de qué manera se fabrica el cigarro que fumáis, id a esos vastos talleres que sostiene el Estado, colmena inmensa donde las abejas son mujeres, y la miel y la cera puros y pitillos.
La operación preliminar es la separación del tabaco, y su desvene. Llega la hoja prensada, de Virginia, en grandes panes redondos como piedras de molino, llamados maniguetas; o de Filipinas, en serones cubiertos de miriñaques de cañamazo vegetal. Clasificada ya la hoja, siéntanse en el suelo las desvenadoras, y van apartando cuidadosamente la inútil vena, que antaño se quemaba, y ogaño se vende a fin de que con ella confeccionen en Hamburgo infames tagarninas, fumables sólo para los alemanes.
Y aquí cumple hacer una advertencia, siquier parezca impertinente: el Estado español, al cual tanto se acusa, tal vez con justicia en otros puntos, no es reo de las innumerables picardías que se le atribuyen respecto de la elaboración del tabaco. No sólo separa la vena, que en rigor podría utilizar sometiéndola a un picado prolijo, sino que digan lo que gusten los oposicionistas por sistema, fabrica lealmente tabacos de hoja pura, sin adulteración ni mezcla de materias extrañas.
Volviendo a nuestra cigarrera, después que ha desvenado, sube al taller donde se confecciona el puro, el pitillo o la cajetilla de picadura.
En el tabaco picado no lo hace todo la mujer: la operación de picar esta encomendada a varones, vive Dios que a consentirlo las dimensiones de este artículo yo contaría cómo se hace esta operación en la Coruña, que es muy curiosa y digna de referirse; pero no de este lugar.
Para la elaboración de los puros instálase la cigarrera ante unas mesas largas, donde están varias mujeres sentadas unas frente a otras. Generalmente en una sala larga, donde están muchas bajo la vigilancia de las maestras.
Cada mujer tiene ante sí una especie de tajo de gruesa tabla, y los instrumentos del oficio: el cuchillo de hoja circular con una breve escotadura en donde otros tienen el filo; la tijera; la espátula de engomar; el tarrillo de la goma. Si lo que han de hacer son los cigarros comunes, de vulgar Virginia, los que cuestan a cuarto en el estanco y el hombre del campo pica con la uña para liar él mismo su cigarrillo, la fabricación es, aunque esmerada, sumaria y compendiosa.
Estira primero la cigarrera con la palma de la mano la hoja ancha que ha de formar la capa o envoltura exterior; córtala en forma conveniente con el cuchillo; después toma otra hoja menos buena y resistente que le sirve de envoltura interior, el capillo: la dermis y la epidermis del puro.
En el capillo lía como al descuido una porción adecuada de tripa, que es hoja más desmenuzada y fragmentaria; y después con mayor esmero la envuelve en la capa, como a la momia egipcia la envuelven las tiras impregnadas de betún.
Luego viene la parte más difícil: la cabeza y la cola del nuevo ser. Para la punta o cabeza se necesita mucha destreza y agilidad en los dedos: es preciso que [las] espirales de la capa terminen artística [y] delicadamente de mayor a menor; es preciso que la cabeza quede redondeada, acabando suavemente en aguda y lustrosa punta. Para la cola es necesario un corte de tijera pronto y hábil: no han de quedar barbas ni sobras de especie alguna.
Tan cierto es que estas operaciones requieren destreza, que hay operarias que, o por torpeza, o por temblarles ya las manos, o por cortedad de vista, no pueden hacer sino la liadura del cigarro: y estos cigarros así liados y sin rematar, que ellas llaman niños, necesitan para llegar a hombres que les rematen la cabeza y cola. He visto madres e hijas dividiéndose el trabajo: la madre fajaba el niño, la hija lo concluía.
Para el cigarro puro de Filipinas, de las Vueltas de Arriba y Abajo; para la fabricación de las aplanadas conchas, de los embalsamados vegueros, de las delicadas regalías, se ha menester mayor esmero y procedimientos especiales, que fuera largo contar, que giran sobre la misma vena.
Y vive Dios que si lo consintiera la índole de este artículo, yo contaría como se verifica en la Coruña el picado, que es cosa que referirse merece: pero quédese para otro lugar.
Cuando llegan a envolver el puro, siéntanse las cigarreras a unas mesas largas, formando doble fila: entre mesa y mesa circulan, con grave continente y ojo avizor, las maestras.
Cada operaria tiene ante sí un tajo de gruesa tabla, y los instrumentos del oficio: los cuchillos de hoja circular con una breve escotadura donde suele estar el filo; la tijera, la espátula de engomar; el tarrillo de la goma. Si se trata de cigarros comunes de vulgar Virginia, de los que en el estanco cuestan a cuarto y el campesino pica con la uña para liar él mismo su papelillo, la fabricación es, aunque diestra, compendiosa y sumaria.
Comienza la cigarrera por estirar con la palma de la mano la hoja ancha que constituye la capa o envoltura exterior; córtala en forma conveniente con el cuchillo; toma después otra hoja menos buena y entera para la envoltura interior o capillo, ya existen la epidermis y la dermis del cigarro. En el capillo lía como al descuido la tripa, que es hoja más rota e imperfecta aun, y encima enrolla con mayor primor la capa, describiendo una espiral.
Luego viene lo difícil, construir la cabeza y la cola del nuevo ser. Requiere la cabeza o punta gran maña: es preciso que la espiral de la capa termine artísticamente, y sus volutas vayan de mayor a menor, hasta rematar en una punta fina, torneada, aguda y lustrosa: la cola exige un tijeretazo pronto y hábil; no han de quedar rebarbas ni desigualdades de ninguna especie en el corte.
Tan cierto es que ambas operaciones piden destreza, que hay cigarreras que, por temblarles el pulso, por cortedad de la vista o por falta de soltura en los dedos, nunca pueden conseguir ejecutarlas, y dejan el cigarro a medio hacer, liado y sin concluir; a esas envolturas empezadas llaman niños; y he visto con suma frecuencia madres e hijas que se ayudaban en la labor: la madre fajaba el niño, la hija, con mano más hábil, le vestía la toga viril.
Para el cigarro puro de Filipinas, de la Habana, para las aplanadas conchas, los vegueros balsámicos y las deliciosas regalías, los procedimientos de elaboración son en sustancia los mismos, pero más detenidos y esmerados.
El pitillo y la cajetilla de picadura se fabrican con rapidez mucho mayores. Sobretodo la operación de llenar las cajetillas se verifica con prontitud vertiginosa. Compiten en celeridad las que fabrican las cajas con las que las llenan y cierran.
De las que los fabrican, hay alguna que en los largos días de verano llega a hacer doce mil. Ahora bien, yo he observado que para construir uno de aquellos cajetines de papel de estraza gris se necesita ejecutar cuatro movimientos consecutivos; multiplicad doce mil por cuatro, y tendréis que la mujer ha ejecutado al cabo del día la cantidad alarmante de cuarenta y ocho mil movimientos casi automáticos.
Las que llenan las cajas tienen adquirida ya tal destreza, que, aunque las llenan a ojo de buen cubero, pesanlas después en finas balanzas y apenas discrepan las unas de las otras. Viven las que llenan la picadura en una atmósfera verdaderamente estornutatoria; la picadura que agitan con sus brazos para llenar las cajas, desprende impalpable polvillo, y el ambiente está saturado de aquellas finas partículas que se cuelan hasta las últimas casillas del cerebro.
¡Oh!, y bien pueden bullir las pobrecillas si han de sacar lo necesario para comer y para cubrir sus primeras necesidades. El Estado les paga a destajo, según lo que trabajan, y si sus dedos ágiles se paran un momento cansados, si alzan la cabeza para tomar aliento, es lo mismo que si les dijesen a los chiquillos que quedaron en casa confiados al cuidado de una caritativa vecina:
Ea, hijitos míos, no comáis porque yo quiero descansar.
En la fábrica de cigarros es en donde se verifica aquello de que el tiempo es oro, y donde los cada instantes, representa una monedilla más de cobre agregada al humilde peculio. La aptitud, la asiduidad, la destreza, establecen notables diferencias de condición entre las que trabajan sentadas ante una mesa misma. Las operarias listas ganan hasta 15 duros al mes, y las holgazanas tres apenas.
Es la distancia que separa el acomodo, el desahogo, de la pobreza, de la estrechez. Para que una mujer se lleve a su casa tres duros, ha tenido que abandonarla, que pasarse el día entero fuera de ella; la criaturita recién nacida queda sin mamar, los mayores hacen de las suyas, no hay quien guise, quien lave ni quien encienda el fuego; algunas de las que ganan ese sueldo mezquino vienen de dos leguas de distancia, mojándose si llueve y asándose si hace sol; llegan a su casa rendidas de fatiga y sueño, y apenas tienen lugar sino para tender sus miembros cansados en el camastro.
El pitillo y la cajetilla de picadura se fabrican prontísimamente. Sobre todo, el envase de la picadura es obra de un instante: compiten en celeridad las que construyen los faroles con las que los llenan.
De aquellas hay alguna que en los largos días de verano despacha doce mil, y es de notar que para construir cada farol o cajetilla de estraza se necesitan cuatro movimientos consecutivos del brazo y de la mano: multiplicando los movimientos por el número de cajetillas, se comprende que cada cajetillera es una máquina viviente.
Las encargadas de llenar los faroles han adquirido ya tal tino práctico, que aunque las colman a ojo de buen cubero, pesados después en finas balanzas, quizá no discrepen en un milígramo. Viven las cajetilleras en una atmósfera verdaderamente estornutatoria, agitando con los brazos de picadura, hundiéndolos en ella hasta el codo, rodeadas de una nube de impalpable polvo, de menudas partículas que se les cuelan hasta las últimas casillas del cerebro.
Bien puede darse prisa la activa cigarrera, si ha de ganar lo preciso para comer y cubrir sus más apremiantes necesidades. El Estado le paga su labor a destajo, según lo que trabaja, y si sus manos prontas se detienen un momento, si alza la cabeza fatigada para respirar, es tanto como si dijese a los chiquillos que se quedaron en casa esperándola:
—¡Ea, hoy se ayuna, porque yo descanso!
Demuéstrase en la fábrica de cigarros aquello de que el tiempo es oro, y cada minuto representa una monedilla de cobre agregada al modesto peculio de las operarias. Pero la distinta aptitud, la mayor o menor suma de habilidad establecen diferencias notables en la condición de las que trabajan sentadas ante una misma mesa. Ganan las operarias listas hasta quince duros al mes: las holgazanas o torpes, tres apenas.
Es la distancia que media entre la comodidad, casi la holgura, y la penuria y estrechez. Para que una mujer gane esos tres míseros duros, tiene que abandonar de madrugada su hogar, que pasarse el día fuera de él; la criaturita recién nacida se quedó llorando; el fuego no se encendió, ni se lavó la ropa; y al volver a su techo, rendida de cansancio, después de andar quizá legua y media o dos leguas, no fue lícito a la cigarrera tumbarse en el catre fementido o en el mal jergón de hoja, sino que hubo de guisar la cena, de salir tal vez al río, para poder mudarse camisa al día siguiente.
No es milagro que una mujer que, en el riguroso sentido de la palabra, no tiene hogar, adolezca de defectos inherentes a su género de vida. La cigarrera es libre, viva, suelta de lengua y pronta de manos; se las ha visto insurreccionarse, encresparse como las olas del mar, y amenazar rugientes al Gobierno y no sin razón a veces porque retrasaba el pago de sus bien ganados salarios.
Pero unas cuantas palabras oportunas, alguna frase benévola, la atención a sus reclamaciones, las calman al punto, y de irritadas tigres se vuelven corderas mansas.
Cosa extraña, o por mejor decir, bastante frecuente en el pueblo.
Esa mujer que todo cuanto gana lo gana ruda y trabajosamente, inclinada de la mañana a la noche sobre una labor incesante, aprecia poco el dinero, no le da valor, y es singularmente caritativa. Preséntese una necesidad cualquiera, y veréis cuán blando es su corazón y cuan prontas sus manos en abrirse para dar. Y este rasgo es común a todas: sea simpática comunicación, sea costumbre, sea bondad contagiosa, ello es que cuando se hacen cuestaciones en las fábricas, no hay ninguna cigarrera que rehúse su óbolo a la miseria que lo solicita.
Como ellas dicen, se lo sacan de la boca gustosas para darlo al necesitado. Otro pormenor: con el mismo gusto con que dan para limosnas, ábrese su bolsa para atender al culto de las imágenes veneradas, cuyos altarcitos se elevan en sus salas como protegiéndolas y velando por ellas. No le ha de faltar a la Virgen del Carmen, a San Antonio ni al Niño Dios su novenita ni su función con cera y cánticos.
Ahí es donde se lucen, es donde tienen su lujo las cigarreras, y en eso todas andan conformes, aun las de la cáscara amarga, echadas palante y que tienen sus ideas liberales tan avanzadas como el más pintado.
Porque éste es otro rasgo típico de la cigarrera, que ayuda a diferenciarla de la mujer paisana o de la que vive entre sus cuatro paredes entregada a las domésticas faenas.
La cigarrera tiene opiniones políticas: en su cabeza fermentan, especialmente desde la Revolución acá, una multitud de ideas cogidas aquí y allí, comunicadas eléctricamente de unas a otras, traídas quizá por las maestras
Este género de vida exteriorizada, por decirlo así; esta ausencia de la familia, hacen a la cigarrera más atrevida y libre que las otras mujeres del pueblo. De suelta lengua, viva imaginación y genio tempestuoso, la cigarrera suele amotinarse, y es temible la tormenta en el mar femenino de la fábrica, cuyas olas suben y se encrespan rugientes, estallando en gritos, en dicterios, en amenazas furiosas.
Mas hay que convenir en que no les falta razón cuando reclaman, en forma menos académica que espontánea, el pago de sus atrasados haberes. Si ellas no cuentan con otra cosa ¿qué han de hacer más que protestar cuando el gobierno las pone a dieta?
Y no es ciertamente que sean avaras: al contrario. Lo que con tanta asiduidad granjea, lo da la cigarrera con regio garbo y esplendidez. Apenas trascurre semana en que no se hagan cuestaciones en las fábricas, para fines caritativos o piadosos, y no hay operaria que cierre su exigua bolsa, ni rehúse su dádiva.
Dicen ellas que gustosas se lo sacan de la boca, por darlo a otro más pobre. Con no menor largueza atienden al culto de las veneradas imágenes cuyos altarcitos se alzan en las salas de la fábrica, a la Virgen del Carmen y a la de los Dolores; a San Antonio de Padua y al Niño Dios no les ha de faltar su novenita ni su función solemne, con mucha cera y manifiesto.
¡Vaya! Para eso trabajan y sudan las cigarreras todo el año, y justo es que se permitan obsequiar a los númenes protectores de su humilde vida. Punto es el de la devoción en que todas andan conformes, desde la más rígida maestra hasta la operaria más inhábil; desde la más timorata hija de María hasta la más cruda republicana federal.
Porque la cigarrera, a diferencia de la mujer que vive entre las cuatro paredes de su casa, suele tener sus opiniones políticas como el más pintado, y en su cabeza fermenta la levadura democrática que abunda hoy en toda masa humana.
No profesa la cigarrera un cuerpo de doctrinas enlazadas y coherentes, pero —que son más despejadas y suelen tener más pico y labia que las operarias. ¿Pensará alguien que aquella masa inmensa de mujeres reunidas no tiene su cabeza para pensar, bien o mal, que esto no es del caso? Pues la tienen, sí señor, y se comunican sus impresiones y hacen su propaganda.
Esa comunicación de pensamiento, esa especie de confraternidad, es quizá una de las cosas que les hacen atractiva la labor a que se entregan.
Porque a pesar del escaso lucro y de la sujeción continua que trae consigo la permanencia en la fábrica, hay infinitas pretendientes, y rara es la que después de respirar aquella atmósfera, de probar aquella vida, quiere salir y dejar su estado por otro.
Allí se siente separada de su familia, es cierto, pero unida por misteriosos lazos sociales, por esa especie de solidaridad masculina de los clubs, de los círculos.
En cuanto a las gracias de la cigarrera, no hay duda de que las hay lindas, jóvenes y desgarradas. No las veáis en un día de trabajo, con sus sayas arrugadas, su pañuelo de algodón, su moño hecho aprisa y su casaco flojo, para no impedir los movimientos del cuerpo: vedla en un día de los de fiesta, en que echa una cana al aire y se pone enaguas bien planchadas y con una tercia de bordado, botas flamencas de caña clara, mantón de ocho puntas, y cerca su cara el marco de seda azul o rosa; o ciñe su talle el pañuelo de crespón. ¡Bah! Ese día es la quintaesencia de la bizarría; ese día la calle le es estrecha, y ese día las viejas miran con envidia a las mozas, considerando que ellas también fueron lo mismo.
Mal hacen las cigarreras en aspirar a cambios políticos. Las instituciones de la humanidad cambian, sus vicios quedan. La cigarrera es estable: yo considero que mientras haya sol y hombres, habrá cigarros.