La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.

No siendo posible que una cómoda baste a la comodidad (mal retruécano), me hice sigilosamente con dos sillones, un sofá, una alfombra, un velador, varios enseres, y terminada la instalación, una tarde, mientras admiraba la graciosa traza de la cómoda panzuda, me di cuenta de este hecho insólito. ¡Yo tenía dos casas! ¡Dos hogares: uno, público, y otro, clandestino!

Nunca, desde el día memorable de nuestro enlace, había yo faltado a los deberes que impone mi estado. Sin duda, no nací con vocación de calvatrueno. Y, no obstante, me causó malicioso placer el imaginar que si alguien supiese lo del piso, no creería seguramente que se hace tal cosa para alojar a una cómoda barriguda, de taracea, con bronces…

En fin: vanidoso de la diablura que no cometía, experimentaba fruición de orgullo al hacer girar la llave, al deslizarme en aquel retiro donde no ocurría absolutamente nada de malo… Dueño del apacible rincón, allí despachaba mi correspondencia, allí leía en calma el periódico, que en casa me disputaba y escondía mi mujer, allí fumaba sosegado; allí, en suma, disfrutaba inofensivos pasatiempos que a un casado, en sus lares, tal vez le regatean. Allí, para decirlo de una vez, era yo libre y dichoso.

La cómoda seguía mereciendo mi predilección. El prendero me había entregado la primorosa llave, también de bronce, que giraba en la cerradura con la suavidad propia de los muebles bien ajustados. La tapa descendía majestuosa, dejando ver un sinfín de menudos cajoncillos. Uno por uno fui abriéndolos. No contenían sino polvo antiguo, algún fragmento de papel, dos o tres clavos con orín.

Y yo volvía a registrar… Allí debía de haber algo… ¿Qué? Quizá documentos, cartas, una historia de amor, que surgiría con su intenso aroma de flor del alma, con sus ritornelos de felicidades antiguas, con su picante sabor de intriga olvidada, reveladora de que en todo tiempo los hombres han sentido los mismos afanes y se han abrasado en las mismas hogueras… Y yo, modelo de esposo, no conocía las dulces locuras, pero aspiraba el olor de la cómoda, pidiéndole la revelación de las culpas ignoradas y las sensaciones no gustadas jamás. Todo se me volvía palpar la madera, escrutar sus ensambladuras delicadas, reconocer aquí y allí para sorprender el misterio.

¿No habéis oído hablar nunca de los milagros que realiza la voluntad, de los arcanos que el presentimiento encierra? Lo que se presiente existe; lo que ardorosamente deseamos, acaba por suceder, aunque no con entera exactitud. Nuestra idea no imprimirá puntualmente su imagen, pero graba una huella, siempre profunda, en la materia, a la cual es superior. A fuerza de tocar, con los nudillos, con las ávidas yemas de mis dedos, en contactos que tenían algo de ansia amorosa, los menores recovecos del mueble, acabé por observar una anomalía en uno de los costados, más pesado y más grueso que el otro. Provisto de herramientas, actué pacientemente y descubrí, alzando unas delgadas tablas, que el costado estaba hueco y relleno… ¡Ah! ¡Era el secreto del mueble, el secreto anhelado! Acabé de arrancar la madera, astillándola ya sin piedad, en mi fiebre de reconocerlo, y apareció todo abarrotado de cilindros… Tiré de uno, que salió difícilmente, y, gastada la envoltura de papel por los años, se rompió y despanzurró, dejando verterse a mis pies una cascada de monedas.

¡He aquí lo que guardaba en su tripa la cómoda! ¡Estaba preñada de oro! Salieron rollos, rollos, y me encontré rico, dueño de un redondo, lucido capital. Y lo oculto, lo reservadísimo que me separaba de mi mujer, creció como las olas a la subida de la marea. Ya podía aislarme; ya la deliciosa sensación de la duplicidad de mi existencia era segura, permanente. Desde aquel momento no fui yo el que era, o, por lo menos, no lo fui sino al recluirme entre las paredes de mi hogar antiguo: porque allí, en el nuevo, mi ser había cambiado, y nada de cuanto hiciese tendría conexión con lo hecho antes ni con lo que seguiría haciendo en el domicilio conyugal. Amueblé fastuosamente mi retiro; traje a él mujeres hermosas, jocundos amigos, vinos de fuego, rosas encendidas de embriaguez. Y no sentí ni asomos de remordimiento, puesto que quien cometía tales excesos no era aquél, el que a su hora aceptaba la obligación legal, social y familiar, con puntualidad rigurosa, como si no hubiese adquirido la cómoda vieja. La cómoda había hecho salir de la sombra a otro yo, oculto hasta entonces, que jamás se revelaría, si una mujer severa no arroja de casa el precioso mueble, como arrojaría a la concubina de su esposo. Acaso, teniéndola en mi domicilio público, jamás hubiese descubierto el tesoro; pero tampoco descubriría el alegre y deleitable mundo en que me regodeaba. Todo se paga, todo se compensa. Bendije entonces la espinosa condición de mi amada consorte, aquella tema suya de negarse a cuanto me agradaba… Bendije su sabiduría, al enseñarme que no es posible satisfacer juntamente dos aspiraciones de nuestro espíritu: el orden y la fantasía, la paz de siempre y la borrasca de alguna vez…

Y cuando ella me recuerda el antojo mío de la cómoda «aquélla», respondo, acariciando las mejillas de mi compañera, que la cuarentonada ha redondeado:

—Tenías razón… La tal cómoda no cabía aquí.


Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.
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