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Y por eso, y sólo por eso, conservaba en su establecimiento Berándiz al peligroso dependiente, con el cual no ganaba para sustos, dada su facilidad en enviar a las casas estuches con joyas a granel y dejarlos allí media semana sin reclamar.
—¡Qué un día tenemos un disgusto, Cordero! —advertía incesantemente, con el entrecejo fruncido y el rostro preocupado, el patrón—. ¡Que la gente anda muy lista!
—También andamos listos por acá... —respondía Avelino con su alegre ligereza—. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.
Sólo a medias se tranquilizaba el judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! —murmuraba, rascándose suavemente el ala de la nariz—. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien pesetas...».
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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