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Mujeres existen que ya a los sesenta parecen agobiadas por la decrepitud. La cordonera, si tenía los cuatro duros, los llevaba tan bien, que al teñir sus mejillas de rosa cualquier emoción —el enojo del regateo de una mercancía, por ejemplo— semejaba, de golpe, rejuvenecida.
La cordonera tenía su leyenda, casi puesta en olvido. Rara vez, con movimiento espontáneo de curiosidad, alguien, generalmente un forastero —porque en provincias las leyendas se conservan para contárselas a los forasteros y asombrarlos—, se acercaba a la tiendecilla y contemplaba un momento aquel rostro marchito, de líneas aún bellas. Era que le habían contado cómo, en otro tiempo, por la cordonera, un hombre se mató...
La mayor parte de los que entraban en el establecimiento ni pensaban en tal cosa; era un cuento del pasado, también marchito, sin importancia alguna. Sería curioso calcular qué suma de fuerza psicológica representaron las pasiones desvanecidas, las penas disipadas, las esperanzas fallidas y los dolores que fueron... Así como los cuerpos de los humanos desaparecen sin dejar acaso huella, disueltos en la materia, incorporados al todo, sus anhelos y sufrimientos pasan y se desvanecen, borrados a cada instante por el indiferente destino. Caen como gotas en el mar de la vida universal, y si para un individuo fueron lo infinito, lo inmenso, para el conjunto ni aun llegaron a existir...
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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