El pintor que quisiese crear un Sileno típico y entonado, encontraría modelo incomparable en Antón de Caneira. Sileno no es un alcohólico, sino un vinoso, y ambas cosas no pueden confundirse. Sileno tiene los cachetes abermellonados, los ojos chispeantes y alegres, no la lívida palidez y las atónicas pupilas del alcohólico habitual. Sileno siente despertarse su instinto viril ante las carnes sólidas de una ninfa o de una bacante desgreñada, y el miserable esclavo del aguardiente ya ni nota el aguijón de que se quejó San Pablo… Antón de Caneira, el Sileno aldeano, no bebe «perrita». Su beodez es clásica. Pámpanos y racimos… El vino… El vino, sí. El vino en todas sus formas, jovial y juvenil en el mosto, confortador y sabroso al rehacerse, fragante y recio en su vejez… Hasta el vino malo, aguado, anilinado, de las tabernas, encontraba en Antón de Caneira un admirador, cuando no podía trasegar entre pecho y espalda algo más legítimo. Sólo empezaba a despreciar el peleón, ante el Borde añejo. Lo malo es que éste era muy raro, muy caro, y Antón no siempre guardaba en el raído bolsillo una peseta.
Carpintero de aldea, de manos ya algo torpes para la labor, iba poco a poco descendiendo a tareas que hubiesen humillado su amor propio, si no lo tuviese embotado. Gracias a no pecar de soberbia, iba viviendo, y a veces podía darse el placer de traerse a su casa, agasajado bajo la chaqueta, un jarro del tinto, que apuraba con delicia, puestos los ojos en el techo festoneado de telarañas, y alzado el codo poco menos que a la altura de los ojos. Cuando, viéndose ya el fondo de la jarra entre escurriduras color de granate, caía Sileno al pie de la mesa riendo y tartamudeando, entre explosiones de felicidad, y las moscas, impunemente, se posaban en su cara, picándole con furia, sin que les opusiese mayor resistencia que farfullar un «¡idevos, ladronas, non amoledes!», solía asomarse a la puerta tal vecino, y exclamar algo semejante a esto:
—¡Carafio! ¡Hoy tomola buena!
He aquí que un día le encomendaron a Antón cierta faena, para la cual hubiesen convenido dos o tres hombres vigorosos, en lo mejor de la edad y en la plenitud de la robustez. Fue el mayordomo del señor de la Lage, aquel Moraina cazurro y torpe a un tiempo, quien le confió tal misión, sin parar mientes en si podía o no desempeñarla. Allá él que se las arreglase. Dos pesetas para «un trago», si sacaba de la bodega la cuba y la cargaba sobre el carro que había de llevarla a la feria, donde se despacharía con lucro, a jarros colmos y morenas infladas, para las meriendas de los feriantes.
Caneira permaneció en la bodega durante un rato, suspenso, meditando en la extensión de sus fuerzas y en la resistencia de la cuba, y tratando de resolver la ecuación. Él no le llamaba así seguramente, como a la cuba no le llamaba cuba, sino «isa condanada»; y de sus fuerzas, lo que entendía —equivocándose probablemente— era que si le permitiesen dar a la «condanada» un tiento, crecerían sus ánimos, en razón directa de la disminución del contenido de la cuba… Fascinado, miraba a su alrededor, devorando con la vista las hileras de panzudas «condanadas», que surgían de la fresca semioscuridad, imponentes, con las entrañas repletas de sangre de cepa, gloria líquida. El tesoro de deleites y de venturas que encerraban los profundos vasos, se le presentaba a Caneira con tal viveza, con tal ilusión, que se abrazó a la primera de las fustallas, la que más cerca tenía, la que justamente debía transportar, y la cubrió de caricias, suspirando:
—¡Quén [sic] te catase! ¡Quién te sacase las tripas, cubiña mora!
Era más fácil decir chicoleos a la cuba que moverla: y esta verdad se puso de realce apenas Caneira probó a obligarla a que oscilase sobre el tablado que la sostenía a distancia del suelo. No había más que un medio de desquiciar la pipa y obligarla a que bajase: la tradicional palanca, intentó empujar con un palo de hierro, y vio que no apalancaba bastante. Harían falta tres gañanes, con tres palos. Entonces Caneira acabó por donde debió empezar. Fuese al monte del mismo señor de la Lage, y cortó un árbol nuevo para palanca, y otros para los rodillos. La palanca conmovería la cuba, hasta precipitarla al suelo; y por los rodillos, se deslizaría luego, en veces, hasta la puerta, donde el carro, con el eje erguido en el aire, aguardaba a que la cuba fuese izada para que, uncidos los tardos bueyes, la arrastrasen adonde los bebedores agotarían su vientre rojo…
Y comenzó la labor hercúlea. Gruesas gotas de sudor caían por el rostro de Caneira. Su pecho velloso jadeaba. De cuándo en cuándo se pasaba el revés de la mano por la frente y sacudía las gotas. Juraba entre dientes, rezongando. Al fin, la pipa se tambaleó, cabeceó y, rápidamente, de un modo impensado, se precipitó de su plataforma al piso. Caneira se lanzó a su vez, palanca en mano. Quería empujar a la cuba hacia los rodillos, justamente al centro. La había visto desviarse… Adelantó el cuerpo, y la cuba, pesadamente, vino a coger debajo, de refilón, la pierna derecha del Sileno.
Al pronto, no pudo ni gritar. Desvanecido de dolor y de susto, yacía como una cosa sin alma, como un insecto preso por el borde de un vaso, con medio cuerpo fuera y medio dentro. Nadie andaba por allí. Le habían dejado sólo con su bárbara empresa. ¡Qué se menease! Al fin, el mayordomo, empuñando un jarro, acudió a sacar el vino de la meridiana comida, y vio a Caneira exánime. Tuvo que decidirse a gritar, a llamar a los jornaleros, a uno de sus hijos, y entre todos, libertaron del suplicio a la víctima. En poco estuvo que le cortasen aquella pierna. Cojo, con muletas, tenía que quedar para toda la vida. Tal fue el dictamen del «componedor». Descansaba en su camastro fementido el Sileno, cuando apareció por allá el hidalgo de la Lage, el amo, que había venido a pasar un par de días en su bodega, a ver cómo andaba «aquel choyo».
—Y tú —interpeló furioso, dirigiéndose a Moraina, que se le presentó muy gacho de orejas—, y tú, camueso, bodoque, ¿cómo dejaste que manejase la cuba un hombre solo? ¿A quién se le ocurre barbaridad igual?
—¡Bah! —se excusó flemático el mayordomo—. Caneira está todos los días trabajando en cosas así… una «cuaselidá», que pudo suceder igual si otros le «audasen».
—Vamos a verle ahora mismo —ordenó el señor, echando a andar.
No era muy del gusto de Moraina la expedición; pero rabiando siguió a su dueño.
Canera quería incorporarse al ver al señor; éste le contuvo con la mano, y con palabras de áspera bondad:
—Quieto, burro, quieto… Mereces no levantarte de ahí en toda tu vida… Mira que ir tú solo a mover la vasija… ¡Pues no es nada!… No sé cómo no te dejó en el sitio…
—Pudo, pudo dejarme —contestó el Sileno—. Fue Dios y nuestra señora del Estaño… si me coge la barriga en vez de la pierna…
—Yo sí que estoy por coger una estaca y hacerte cisco. A ver, so babión: tú necesitas dinero, no hay que decir. Toma veinte duros; y te mandaré esta tarde a la tía Ramona de Cimás para que te cuide. Yo pago a la tía Ramona. Pago todo. Y oye otra cosa: ya sé que te hace chiste el vino de mi bodega. ¿En el Borde hay otro mejor? ¿Eh?
—¡Qué ha de haber! —contestó Caneira, con el rostro iluminado de éxtasis.
—Pues mira: he dispuesto que la «metá» de la cuba que te ha partido la pata sea para ti. Si quieres, se te dará lo que valga en venta; si no, cuando estés bueno, tú mismo sacarás lo que te regalo. Te prestaré unos barrilillos…
—¡Señor! —tembló la voz de Caneira, debilitada por el sufrimiento—. Señor, dinero no me dé más… Mande usía los barrilitos… ¡y que Dios le conceda cien años de vida y la santa gloria!
Riose el señor de buena gana. Conocía la fama de Caneira, sus aficiones, y por eso había acertado con el mejor lenitivo a su desgracia. Era el paraíso lo que le ofrecía…
De pronto, Caneira volvió hacia el cosechero la cabeza, ya que el cuerpo, sujeto por tablillas y vendajes, lo tenía inmovilizado.
—¡Ay, señor, amo querido! —gimió, alzando las manos, suplicantes—. Ya sabe que me queda una pierna sana. ¡Me la rompan si quieren, y «déame» por ella la otra «metá» de esa «condanada» cuba!
—¡Te lleve el demonio! —fue la respuesta gruñida, con represión de carcajadas, del señor de la Lage, que tampoco era enemigo personal, ni mucho menos, del caldo almacenado en su bodega—. ¿Lo hay mejor en el Borde? ¿Eh?