La Dama Joven

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección



Prólogo

Si esta colección llevase al frente un título significativo, podría ser el de Apuntes y miniaturas, porque se compone de dos clases de páginas: unas trazadas libremente, como los apuntes en que los dibujantes fijan impresiones ó tipos del natural, otras empastadas con esmero, prolijamente trabajadas, como las miniaturas del tiempo de nuestras bisabuelas.

Resulta de la diversidad en los procedimientos la de los estilos. Apenas parecen hijas de una misma pluma Bucólica y La Gallega, El Rizo del Nazareno y Fuego á bordo. Y consiste en que Fuego á bordo, por ejemplo, es la propia narración que oí de labios del cocinero del incendiado buque; quién, por más señas, me refirió la catástrofe de tan expresiva manera, con tal viveza de colorido y tan gráficos pormenores, que ojalá tuviese yo allí á mano un taquígrafo para que sin omitir punto ni coma, conservase en toda su pureza el original del interesante relato, muy perjudicado, de seguro, en mi traslación, por más nimia y fiel que sea. Juzgo imperdonable artificio en los escritores, alterar ó corregir las formas de la oración popular, entre las cuales y la idea que las dicta ha de existir sin remedio el nexo ó vínculo misterioso que enlaza á todo pensamiento con su expresión hablada. Aun á costa de exponerme á que censores muy formales me imputen el estilo de mis héroes, insisto en no pulirlo ni arreglarlo, y en dejar á señoritos y curas de aldea, á mujeres del pueblo y amas de cría, que se produzcan como saben y pueden, cometiendo las faltas de lenguaje, barbarismos y provincialismos que gusten. Menos comprometido, pero menos honroso también, sería dictar á los párrocos de Boan y Naya, á las comadres del Indulto, períodos cervantescos y giros usuales en el centro de España, y jamás usados en este rincón del Noroeste.

Mucho se ha debatido esta cuestión del estilo y forma, y tiene su más y su menos, y á mí me da en que pensar á veces. Suele acontecer que un estilo, por decirlo así, nielado y repujado; un estilo correcto, terso é intachable, lejos de ayudar á que el lector comprenda y vea patente lo que intenta mostrarle el autor, se interpone entre la realidad y la mirada como un paño de púrpura ó un velo de gasa de oro (paños y velos al fin), y fatiga al espíritu ansioso de percibir lo que el rico tejido encubre. No es imposible que debajo de esas sedas y joyas retóricas que neciamente estimamos, perezca ahogada una hermosura superior, invisible por culpa de tanto adorno. Y no obstante, si van los autores al opuesto extremo de desdeñar el primor artístico en el desempeño de sus obras, cayendo en cierta flojedad y perezoso desaliño, el lector de gusto delicado no goza ni distingue el libro del periódico, en cuanto á sabor literario.

Por donde yo me hago mi composición de lugar, y es como sigue: cuando habla el autor por cuenta propia, bien está que se muestre elegante, elocuente y, si cabe, perfecto: á cuyo fin debe enjuagarse á menudo la boca con el añejo y fragante vino de los clásicos, que remoza y fortifica el estilo; pero cuando haga hablar á sus personajes, ó analice su función cerebral y traduzca sus pensamientos, respete la forma en que se producen, y no enmiende la plana á la vida. Este método mixto siguió Cervantes; en El Quijote alternan trozos de prosa acicalada, culta entonces y ahora, con rústicas y soeces razones de fregonas, arrieros y villanos.

Bajando de las alturas cervantinas á las pequeñeces de mi libro, digo que en apariencia le falta unidad, siendo heterogéneas y diversísimas en tamaño y asunto las partes que lo componen. Con todo, guardan entre sí estrecha conexión: su conjunto, mejor que ninguna de mis obras, revela mis variados gustos y aficiones, ó copia lugares donde he vivido y escenas que he presenciado. Chico mérito es; sin embargo hay quien lo aprecia, gustando de encontrar en los libros algo de la personalidad del autor.

Bucólica y también Nieto del Cid son apuntes de paisajes, tipos y costumbres de una comarca donde pasé floridos días de juventud y asistí á regocijadas partidas de caza, á vendimias, romerías y ferias; tierra original del interior de Galicia, que he recorrido á caballo y á pié, recibiendo el ardor del sol y la humedad de su lluvia, y ha dejado en mi mente tantos recuerdos pintorescos, que no cabían en el breve recinto de Bucólica y fué preciso dedicarles otro lienzo más ancho, al cual doy ahora las últimas pinceladas. Han transcurrido dos lustros, y parece que era ayer cuando mi tordo, jadeante, con una gota de sudor en cada pelo, se detenía bajo la parra de algún Pazo de Limioso, después de vencer, á desatinado galope, las cuestas del camino real. Aún pienso estar bajando, con el credo en la boca como suele decirse, por el abrupto sendero, orillado de precipicios, que conduce al románico y derruído Priorato, y sentir temblar, bajo el casco de la montura, las podridas tablas del puente de madera, casi anegado por el ímpetu de la corriente. Todavía engaña mi memoria á los sentidos, y trae al olfato el virgiliano perfume de las colmenas suspendidas sobre el río Avieiro, ó el olor de la madura pavía y racimo almibarado, y al paladar el dejo de la miel y de las azucarosas castañas, y al oído el són de la gaita triste, de la dulce flauta y el hinchado bombo, y á los ojos el verdinegro matiz de los pinares contrastando con la fresca verdura ó el rojo tostado de las parras... Reminiscencias más vivas para mí que las de países muy celebrados, verbigracia Suiza y Venecia: y no porque estas lindas comarcas del riñón de Galicia superen en hermosura, como erróneamente suele decirse, á Helvecia y á Italia, sino porque poseen el hechizo inestimable de la virginidad, y aún no se poblaron de hoteles, ni las ensalzaron Guías, ni las desfloraron pacíficos viajantes en trenes de recreo, ni andan en cosmoramas, ni apenas en Ilustraciones.

El Indulto no es más que un sucedido, como diría Fernán Caballero: sucedido que me contaron en Marineda y yo apunté sin quitar una tilde. Apenas vió la luz en la difunta Revista Ibérica, fueron atribuídas al Indulto intenciones trascendentales, afirmando que tenía mucha miga y planteaba toda especie de problemas sociales, morales y jurídicos, y ponía en tela de juicio no sólo el derecho de indulto, sino la indisolubilidad del matrimonio. Celebro esta ocasión de protestar. Tendrá El Indulto esa miga que dicen; entrañará un problema ó media docena de ellos; pero en Dios y en mi ánima declaro que no lo hice adrede, ni es culpa mía si me refieren un drama popular, y me impresiona, y lo traslado á las cuartillas, sin comentarios. Surgirán acaso del hecho en sí esas cuestiones pavorosas y terribles: los hechos suelen jugar malas partidas á las teorías, y conflictos hay en la pícara realidad que el diablo que los resuelva, cuanto más el artista, obligado únicamente á no eliminar de sus obras ningún elemento importante, como, por ejemplo, lo que llaman trascendencia.

En El Rizo del Nazareno y La Borgoñona me he desviado del camino de la observación, pagando tributo á mis perennes inclinaciones místicas, al deleite difícil de expresar, y entretejido con dulces melancolías, que me causa la contemplación de objetos donde se revela y encarna el sentimiento religioso. Cierta noche del Jueves Santo, estuvo á punto de sucederme lo que al protagonista del Rizo; quedarme cerrada en la iglesia, por embelesarme en mirar la severa y dolorida y sublime imagen del Divino Nazareno, que jamás he visto sin sentir devoción profunda, tal es el poder de sus mansos ojos y lo patético de su actitud. Esta efigie y la de la Virgen de los Dolores, que en el mismo templo se venera, gozan del privilegio de moverme á contrición en grado muy subido, y como son aquí las más amadas del pueblo, la atmósfera de la capillita y del camarín llamado de Dolores parece que está palpablemente saturada de oraciones fervorosas, en los días de Semana Santa. Y ríase quien se ría, que esto es tan real como El Indulto.

Al consultar los libros indispensables para mi San Francisco de Asís, encontré el asunto de La Borgoñona, con otros muchos semejantes, que se destacaban de la monotonía de las crónicas, lo mismo que las letras mayúsculas de color descuellan sobre los negros y uniformes caracteres góticos de un viejo libro de coro. Ya es una doncella prometida á Dios, á la cual obligan á tomar marido y al ser conducida al altar se cubre de lepra; ya la momia de una abadesa muerta en olor de santidad, que se levanta del sepulcro y viene á presidir el rezo de maitines; ya una cortesana que se convierte ante el cadáver de su amante cosido á puñaladas; ya un fraile que trueca las zarzas en rosas con el contacto y la pureza de su cuerpo... Á este tenor pude recoger un rosario de leyendas agiográficas, apiñadas como flores en vara de azucena, y embalsamadas con el vaho de incienso que comunica La Borgoñona á este profano libro: aroma del éxtasis y de la bienaventuranza, despertador de las mismas ideas ultraterrestres que el claustro franciscano de Compostela, donde todo es paz y silencio.

De otras aficiones bien distintas, harto platónicas y malogradas, se muestra el juguete titulado Una pasión. Mi inteligencia curiosa, ávida de abarcarlo todo, limitada en su afán por la imposibilidad práctica de conseguir nada de provecho en ciencias que reclaman la vida entera del que aspira á profundizarlas, ha intentado jugar con el martillo del geólogo, el compás del astrónomo y el soplete del químico, y los ha soltado con desaliento, como suelta el niño un arma grave, convenciéndose de que le faltan fuerzas, no ya para manejarla, sino para empuñarla un minuto. La gran poesía de la ciencia positiva la siento yo allá en serenas regiones intelectuales, á semejanza de los que sin saber latín perciben armonía maravillosa en los versos de Virgilio, y con eso me contento, dejando á la poco numerosa hueste de los Bruck la gloria de romperse los huesos en obsequio de nuestra madre la tierra.

Respecto al Príncipe Amado, diré que es el único cuento para niños que he escrito en mi vida, y á la vez el único escrito que ha hecho vacilar un tanto mis firmes convicciones estéticas. Al trazarlo, pensaba que quizás es vano orgullo este que nos lleva á desdeñar por completo el fin útil y perseguir tan sólo la hermosura, mirando con tedio géneros y ramos de la producción literaria, cuyo cultivo acreditaría nuestra destreza y honraría nuestro corazón. En España no existe una colección de cuentos para la infancia que reuna al carácter nacional la acabada maestría de la forma y la enseñanza alta y pura. Tenemos, eso sí, un rico tesoro de fabulistas, tesoro casi enterrado, pues hoy las fábulas han caído en injusto olvido y descrédito; mas por lo que toca á narraciones, á novelas y leyendas infantiles, vivimos de prestado, dependiendo de Francia y Alemania, que nos envían cosas muy raras y opuestas á la índole de nuestro país, y en vez de nuestras clásicas brujas, hadas, gigantes y encantadores nos hacen trabar conocimiento con ogros, elfos y otros seres de la mitología y demonología septentrional: aparte de que el color terrorífico de algunos cuentos de Grimm y Andersen, por ejemplo, más es para poner espanto en el ánimo de los chiquillos, y apocarlos y llenarles el cerebro de telarañas, de ahorcados y espectros, que para darles un rato de solaz y una disimulada lección. Sería muy de desear la aparición de un tomo de cuentos de niños, hechos con el primor literario y limpieza de estilo que distingue á los grandes fabulistas castellanos, con la sencillez necesaria para que los niños los entendiesen, y en suma con los requisitos indispensables, á fin de que la obra remediase una urgente necesidad y tapase un hueco en nuestra bibliografía. El libro alcanzaría, de seguro, extraordinario éxito y repetidas ediciones.

Voy á poner punto. En estos párrafos de introducción he rehuído hasta nombrar el naturalismo. No quiero prevalerme de las cortas batallas reñidas y de los escasos servicios prestados á la renovación de nuestras letras para aburrir al público exponiendo otra vez principios ya conocidos y programas siempre enfadosos. Presiento y adivino lo que de este libro dirán críticos y lectores: que hay en él páginas acentuadamente naturalistas, al lado de otras saturadas de idealismo romántico. Yo sé que todas son verdad, con la diferencia de darse en la esfera práctica, que llamamos de los hechos, ó en otra no menos real, la del alma. Vida es la vida orgánica, y vida también la psíquica, y tan cierta la impresion que me produce un Nazareno ó una Virgen, como los crudos detalles de La Tribuna, ó las rusticidades de Bucólica. Reclamo todo para el arte, pido que no se desmiembre su vasto reino, que no se mutile su cuerpo sagrado, que sea lícito pintar la materia, el espíritu, la tierra y el cielo.

Para explicar cómo esta teoría no es un eclecticismo de ancha manga, que admita y sancione y dé por buena toda cuanta literatura existe en el orbe, necesitaría yo ahora doblar el tamaño del prólogo, y... tengo compasión del discreto leyente, que de puro bien criado no se atrevería á interrumpirme.

Emilia Pardo Bazán.

La Coruña, Setiembre 5 de 1884.

La Dama Joven

Aún ardía el quinqué de petróleo, pero con qué Tufo tan apestoso y negro! Para alimentar la carbonizada y exprimida mecha, quedaban sólo, en el fondo del recipiente, unas cuantas gotas de aceite mineral, envueltas en impurezas y residuos. La torcida, sedienta, se las chupaba á toda prisa.

Renegando de la luz maldita, subiéndola á cada momento, cual si, á falta de combustible, pudiese mantenerse del aire, las dos hermanas trabajaban con ardor. En medio del silencio de las altas horas nocturnas, se oía distintamente el choque metálico de las tijeras, el rechinar de la aguja picando la seda y tropezando contra el dedal, el crujido de la tela á cada movimiento de la mano. ¡Qué lástima que se apagase el quinqué! Estaban en lo mejor de la faena; mas la luz, que no gastaba miramientos, parpadeó, y con media docena de bufidos y chisporroteos avisó que no tardaría en cerrar su turbia pupila. La hermana menor levantó la cabeza, respirando, y escupiendo para soltar una hebra de seda que tenía enredada entre los dientes.

—Dolores?

—Qué?—murmuró la mayor, sin interrumpir la costura.

—Que nos quedamos á oscuras, chica.

—Si no me das otra noticia...

—Pero es que yo á oscuras no coso. ¿Hay petróleo?

—Ni miaja.

—¿Cabos de vela?

—Tampoco. ¡Echa cabos!

—Pues entonces, ¿qué haces ahí, tonta? Á dormir. Á mí ya me duele el cuerpo de estar doblada.

Suspiró Dolores, y el quinqué, suspirando también estertorosamente, dió principio á su rápida agonía. Apenas tuvieron tiempo las costureras de echar la labor sobre un sofá inmediato, cubriéndola con un lienzo: tal fué de pronta la muerte de aquella angustiada luz. Al quedar en tinieblas, el primer movimiento de las dos muchachas fué soltar la risa. ¿Acertarían con la cama? Á tientas y con las manos extendidas avanzaron en busca de sus lechos, tropezándose en mitad del camino, lo cual las puso de mejor humor si cabe.

—Ahora no te equivoques y por acostarte en la cama te acuestes en el sofá—exclamó Dolores.

—Mujer... lo peor será si cojo la almohada para los piés.

Se percibía ruido de corchetes desabrochados, resbale de sayas, música de enaguas con almidón: le siguió la estrepitosa caída del calzado, y el gemido de los jergones bajo el peso del cuerpo. De una de las camas salió también un rumor confuso, como de voz que mascullaba muy bajito oraciones diferentes. La otra cama no chistó, dando motivo á una interpelación de la rezadora.

—Concha?

—Eh?

—¿No rezas hoy, ó qué te pasa?

—Mujer... tengo más gana de dormir que de rezar.

—Vaya que un credo y una salve, no te privarán el sueño.

Concha obedeció, y después del rezo dió varias vueltas en la cama, lo mismo que si alguna inquietud la desvelase. Volvió su hermana á interrogarla. ¿Qué tenía?

—No tengo sueño. Me he despabilado.

—Pues mañana ya sabes que hay que madrugar.

—Madrugar! ¿Tú qué hora piensas que es?

—Qué sé yo... ¿Las dos y media?

—Las cuatro, chica. En el reloj de la Intendencia las acabo de oir.

—¡Tú estás loca!

—Sí, sí, descuídate... Las cuatro.

—Ea, pues chitito y á dormir.

Callaron ambas, pero la excitación de la afanosa vigilia producía su efecto, y aunque rendidas y deseosas de sueño, no podían conciliarlo. Era el instante en que se piensa en todo, recordando lo pasado, evocando con terror ó ilusión lo futuro. Mientras los ojos ven en la sombra abrirse un círculo de lívida luz, una especie de foco trémulo y oscilante, verde, violado y amarillo, la imaginación exaltada acumula cuidados y memorias, un tropel de deseos, esperanzas, dolores muertos que renacen, figuras y escenas ya borradas que vuelven á tomar cuerpo al calor de leve fiebrecilla.

Dolores, la mayor, cavilaba. Tenía doce años más que su hermana, y contaba apenas trece cuando quedaron huérfanas. Se veía tan chiquilla aún, calentando el biberón por la mañanita, antes de salir para el taller donde trabajaba, y metiendo el pezón artificial, tibio y blando, en la boca del pobre angelito, para que no llorase. Los domingos era dichosa, porque podía tener en brazos todo el día á la nené. Por fin, el rollo de carne con patas echaba á andar, y Dolores, hecha ya una mujer, un tanto relevada de sus tempranas obligaciones maternales, empezaba á dejarse tentar, alguna vez qué otra, á ir á los bailes de los Circos. En Carnaval asistía á tres seguidos, con flores en el pelo y guantes prestados. Después... un episodio que Dolores no quería recordar, pero cuyos menores detalles tenía grabados, como en bronce, allá en no sé qué rincones del cerebro donde habita la memoria de las cosas tristes... Unos amoríos breves, la seducción, la deshonra, el desengaño... Historia vulgar y tremenda. La enfermedad trajo de la mano la miseria; el fruto de las entrañas de Dolores, mal nutrido por una leche escasa y pobre, languideció y sucumbió pronto, dejando contagiada á la niña de cuatro años, á Concha, con la horrible tos ferina, tos que arrancaba de sus tiernos pulmones estrías de sangre. No tuvo Dolores tiempo de llorar á su hijo: era preciso cuidar á su hermana, hacerla mudar de aires en seguida... Y no poseía un céntimo, y había empeñado hasta sus botas de salir á la calle y su único mantón. No olvidaría, no, la tarde en que á cuerpo, tiritando de frío, entró en la iglesia de San Efrén, á rezar una salve á la Virgen del Amparo. Al lado del camarín clareaba la reja de un confesonario: tras de la reja un sacerdote. Arrodillada, con inexplicable consuelo, refirió todas sus cuitas. Al otro día la visitaban dos socias de san Vicente de Paul: al final de la semana le daban bonos de pan, chocolate y carne: de allí á medio mes le colocaban á Concha en casa de una lechera que vivía á dos leguas, en una aldehuela alegre y sana: al mes y medio, la niña regresaba robustecida, curada de su tos y acostumbrada á comerse una libra de pan de maíz en un cuartillo de leche. Dolores la adoraba: ya no tenía más pensamiento que aquella criatura. Anhelaba borrar lo pasado y proteger á Concha. Aborrecía á los hombres: que no la hablasen de bailes ni de jaleos. Confesábase primero cada mes, luégo cada domingo. Ya no necesitaba el socorro de los paúles, y se había apresurado á decírselo, redimiéndose, no sin cierto vanidoso contentamiento, de una protección que el artesano laborioso juzga siempre humillante, por lo que trasciende á limosna. Mas le restaba el auxilio moral, la recomendación de las socias, que jamás la consintió carecer de trabajo. Prefería las casas al taller, porque en las cocinas le permitían dar de comer á Concha, y aun le rogaban que la llevase, enamorados de la hermosura y despejo de la rapaza. Así que ésta fué creciendo y pudo coser también, se hizo preciso mudar de sistema y volver á los talleres: no era fácil que en las casas facilitasen labor á dos modistas á un tiempo, y antes se dejaría Dolores cortar una mano, que apartarse una pulgada de su chiquilla, alta ya y formada, tentadora como el fruto que empieza á madurar. ¡Eso sí que no! Para desgraciada bastaba ella: á Concha que no la tocase ni el aire: corría de su cuenta defenderla con dientes y uñas. Todo cuidado era poco en aquella ciudad de Marineda, donde chicos del comercio, calaveras y señoritos ociosos no pensaban más que en seguir la pista á las muchachas guapas. Temía Dolores, en particular, á los señoritos: ¿por qué no se dedicaban á las de su clase? ¡Tanta señorita sin novio, y las artesanas obsequiadas, perseguidas, cazadas como perdices! Mirando lo que sucedía, era cosa de temblar: ¡cuántas chicas preciosas, que serían buenas si no hubiesen encontrado con un pícaro, y que se veían perdidas, desgraciadas para siempre! Unas, teniendo que mantener dos y tres criaturas; otras, descendiendo poco á poco desde el primer desliz hasta caer en la vida airada... Daba compasión. ¡Y el lujo! Eso, eso era lo que ponía á Dolores fuera de sí. ¡Bailes, chaquetas de terciopelo, disfraces en Carnaval, bolitas de á cuatro duros! ¡Muchachas que ganaban una peseta y cinco reales diarios, dígame usted por Dios de dónde lo han de sacar! Ya se sabe: teniendo un oficio de día y otro de noche. ¡Malvadas!

No eran tales soliloquios nuevos en Dolores, sino tan antiguos como las inquietudes respecto á su hermana; mas lo curioso del caso fué que, sin que un solo día dejase de hacer semejantes reflexiones, á medida que Concha se desarrollaba y empezaba á celebrarse su linda presencia, despertábase en la hermana mayor esa vanidad característica de las madres, y á costa de privaciones y escaseces la emperejilaba y componía, para que no quedase por bajo de las demás, y por el delito de mantenerse honrada, no pareciese la puerca Cenicienta. Con este motivo sufrió Dolores alguna fuerte reprimenda de su confesor, jesuíta sagaz, que le decía:—Si tú misma fomentas en la chiquilla la presunción ¿cómo quieres que no te dé á la hora menos pensada un disgusto? Pónla de hábito, anda. ¿No has aprendido en tu cabeza?

¡De hábito! Dolores lo usaba hacía muchos años, desde su desgracia: pero... cubrir con aquella estameña burda el gentil cuerpo de Concha! Prefirió confesarse menos, y se retrajo algo de sus devociones, á fin de no ser reñida por su inocente vanidad maternal. Redobló, eso sí, la vigilancia, y se hizo centinela asiduo, infatigable, alerta siempre. Concha era fácil de guardar: no quería salir sola: á los bailes, á los temibles bailes, prefería el teatro, su única afición. Tomaban dos entradas de cazuela, y la niña, colgada de la barandilla, gozaba lo indecible. Al regresar á casa, se sabía de memoria trozos de verso, fragmentos de escenas. Semejante gusto no parecía peligroso: mas el diablo la enreda, y he aquí cómo vino á resultar alarmante. Dolores conservaba una casa, donde cosía desde tiempo inmemorial, y cuya dueña era cuñada del vice-presidente del Casino de Industriales, la sociedad más floreciente y numerosa de Marineda. Acababa esta sociedad de organizar una sección de declamación, dirigida por un ex-actor, y menudeaban en el teatrillo del Casino funciones de aficionados. La parte masculina no estaba del todo mal, ni faltaban aprendices; en cambio las mujeres escaseaban. Al saber las disposiciones dramáticas de Concha, tramóse en casa del vice-presidente un pequeño complot; comprometieron á Dolores, que no pudo desenredarse, y su hermana hubo de tomar parte en algunas piececillas.

Nuevo disgusto con el confesor, que censuró agriamente la debilidad de Dolores. Esta, bajando la cabeza, reconoció toda su culpa. En efecto, con el tal teatro se había introducido en la existencia de las dos hermanas un elemento de desorden: se trasnochaba, se pasaban las horas muertas discurriendo trajes y adornos: Concha no pensaba más que en estudiar y ensayar su papel; á los ensayos, por supuesto, la acompañaba Dolores, cosida á sus enaguas; con todo, era muy arduo vigilar, en la confusión de entradas y salidas al vestuario y escenario. Prueba de ello fué que una noche, al regresar á su casa, Concha sacó del bolsillo un papel blanco dobladito, y echándolo en el regazo de la hermana, le dijo desenfadadamente:

—Mira eso.

Dolores lo cogió palideciendo, con dedos ávidos. Era una declaración amorosa, y al través de las frases, tomadas indudablemente de algún libro de fórmulas epistolario-amatorias, de los volcanes que ardían en el corazón, las amorosas llamas y otras simplezas por el estilo, percibió Dolores así como un olor de honradez, que se exhalaba de la gruesa letra, del tosco papel y sobre todo del párrafo final, que contenía una proposición de casamiento y una afirmación de limpios y sanos propósitos. Respiró. Al menos, no era un señorito, sino un artesano, un igual suyo, resuelto á casarse. ¡Casar á Concha, ante el cura, con un hombre de bien, era el ensueño de Dolores! Creyó no obstante que su dignidad le imponía el deber de enojarse un poco, y de exclamar:

—¿Y cuándo te han dado este papelito, vamos á ver?

—Hoy... Cuando pasé al cuarto para vestirme, allí detrás de la decoración me lo dió.

—¡Valiente papamoscas! ¿Y tú, qué dices?

—Mujer... ¿y qué he de decir? Si me pide que le conteste, le diré que hable contigo antes.

—Eso es, eso es, las cosas derechitas—murmuró Dolores del todo satisfecha.

Y así sucedió. Dolores no cabía en sí de júbilo. Fué á contar al confesor el caso, y le ponderó las prendas del mozo, un chico honrado, formal, ebanista, que tardaría en casarse lo que tardase en poder establecer por cuenta propia un almacén de muebles. Nadie le conocía una querida: ni jugador, ni borracho. Vivía con su madre, muy viejecita. En fin, sin duda la Virgen del Amparo había oído las oraciones de Dolores. Otras andaban tras de los señoritos, de los empleaditos, de los dependientes de comercio: ¿y para qué? Para salir engañadas, como había salido ella.—Cada oveja con su pareja, hija, confirmó tranquilamente el Padre.—¿Sólo que... á pesar de todas las bondades del novio... conviene no descuidarse, eh? Tu obligación es no perderlos de vista, hasta que tengan encima las bendiciones.

¡Buena falta le hacía á Dolores el encargo! ¡Perderlos de vista! Nunca estuvo más adherida á su hermana. Los novios se veían al salir del taller; él las acompañaba hasta su casa. Veíanse también en el Casino, los días de función ó ensayos, sólo brevísimos instantes, pues Dolores no quería dar que hablar allí. ¡La gente es tan maliciosa! Dando una vuelta en su cama, Dolores pensaba en el día de la boda, el día de la tranquilidad completa, porque desde entonces las dos hermanas coserían en su propia casa, poniendo un tallercito modesto. ¿Cuándo llegaría tan apetecido instante?

Mientras la hermana mayor soñaba en bodas agenas, la presunta novia estaba á dos mil leguas de acordarse de semejante suceso. La juventud suele vivir sólo en lo presente, ó al menos en lo futuro inmediato. ¡Casarse! ¡Bah! Claro que se casaría: ¿pero qué prisa corría eso? El caso era lo que se le preparaba para mañana, mejor dicho para hoy, pues ya no distaba mucho el amanecer. ¡Era fatalidad que, justamente durante la época más ahogada de costura, cuando se acercaban los carnavales, los bailes, los trajes, para las mascaradas y comparsas, y no podía ella faltar del taller donde desempeñaba las importantes funciones de aparejadora, se le ocurriese al Casino de Industriales dar una gran función de teatro, para redimir á un socio de la suerte de quinto! Y se ponía en escena una obra de Ayala, Consuelo, muy famosa según decía don Manuel Gormaz, el director de la sección; y á ella le había tocado en el reparto el principal papel, cosa que no dejó de lisonjearla, porque añadía el señor Gormaz, que era obra de prueba, digna de una artista... ¡Artista! ¡qué bien le sonaba á Concha el nombre! Ser artista era pertenecer á una clase aristocrática, superior á la humilde condición de costurera... ¡Artista! En los días de beneficio de las actrices, Concha había leído versos de esos que se arrojan desde las galerías, impresos en papeluchos azules y amarillos, donde tras del epígrafe «á la eminente artista Fulana» ó «á la célebre artista Mengana» venía una serie de calificativos y epítetos, entrelazados como guirnaldas de flores, y se las llamaba huríes, ruiseñores, ángeles y otras mil cosas así. ¡Una artista! Concha repetía en voz baja, cuando estaba sola, la fascinadora palabreja.

¿Cómo saldría ella de aquel apuro? ¿Se cortaría? ¿Se le olvidarían los versos? Jamás le había sucedido tal cosa; es verdad que al pisar el escenario le latía el corazón muy de prisa; pero luégo recobraba todo su aplomo. Sólo que aquella función era diferente de las demás: tratábase de una comedia en tres actos, y ella nunca pasó de sainetes y piececillas en uno; además, como el beneficiado era hijo de un portero de la intendencia, el intendente, persona sociable y bien quista en Marineda, había repartido las localidades todas entre lo más lucido del vecindario, y se susurraba que la función estaría brillante: lleno completo. En fin, un compromiso gravísimo. ¡Y los trajes! Para Consuelo se precisaban tres diferentes, elegantes todos: el del último acto, descotado y con cola. ¡Qué de mañas, ardides y cálculos representaba la conquista de esos trajes! Vamos, á no ser por la señorita del intendente, tan franca y tan amable, no acertaba Concha cómo se las habría compuesto. Afortunadamente la señorita fué su providencia: desde zapatos blancos de raso hasta flores artificiales y brazaletes, todo se lo prestó. Cierto que eran cosas bastante usadas, y hubo que refrescar, lavar, planchar, alargar ó encoger... Y aún no estaba terminada la faena, y quedaba un día solo, y no podía faltar al taller, ni al ensayo general... ¡Imposible que alcanzase el tiempo para todo! Si el maldito quinqué no se hubiese apagado, ya tendría listo el traje! ¡Cuánto iban á apretar las uñas al día siguiente! ¿Amanecería pronto? Cavilando así, sintió Concha un estremecimiento de frío y se arropó. Se unieron involuntariamente sus párpados y con indecible bienestar se quedó dormida.

Apenas comenzaba á saborear el dulce reposo, la sacudieron y zamarrearon sin misericordia. La fría luz del alba se colaba por las rendijas de los ventanillos, y Dolores, de bata ya, con una toquilla de estambre muy enrollada al cuello, se disponía á enristrar la aguja, y tocaba diana para que la ayudasen. Concha entreabrió los ojos, borracha de sueño, de ese sueño de la primera mocedad, tan parecido al de la niñez en su intensidad reparadora. Fué preciso repetir la sacudida: entonces, de no muy buen talante, echó fuera una pierna para calzarse las babuchas.

Tentadora ocasión de describir, en tan indiscreto minuto, á la futura Consuelo, cuando sus carnes tibias conservan aún la suave morbidez del sueño, y la breve camisa descubre mucha parte de su gallarda escultura. Los brazos blancos y puros, los piés rosados por la frialdad del piso, los senos recogidos y breves como capullos de flor, hacen honesta por extremo aquella semi-desnudez juvenil, que la claridad del amanecer baña con delicados matices opalinos. Remata el cuerpo una cara oval, sanamente pálida, algo pecosa hacia el contorno de las mejillas; el pelo, rubio como la harina tostada, nace copioso en la nuca y frente, y desciende en patillas ondeantes hasta cerca del lóbulo de la oreja: entre los labios gruesos y cortos brilla como un relámpago la nitidez de la dentadura. Los ojos, aunque hinchados de dormir, no encubren que son garzos y candorosos todavía.

Para despejarse, necesitó Concha pasar agua fría por la cara. Dolores entretanto abría las maderas, aseaba un poco el cuartito abohardillado, y encendía en la cocinilla próxima seis carbones para calentar el puchero de cascarilla y la correspondiente leche. En un santiamén se desayunaron. Concha, bien despierta ya, consagraba toda su atención á los trajes. Al lado de la ventana, sobre el quebrado sofá, lleno de hernias de crín que se salía, reposaban las galas de la noche. Concha se acercó á la fiel aliada de la modista, la máquina, que dada de aceite, limpia, con su carrete enarbolado, con la mesilla reluciente de barniz, aguardaba lo mismo que un centinela, arma al brazo, las órdenes de su jefe. Dolores se aproximó también, exclamando:

—Tú á los volantes y yo al cuerpo.

Salió el famoso vestido de baile. Era de seda azul bajo, algo verdoso ya y por muchas partes salseado; pero merced á la buena idea de Concha, de velarlo con infinitos volantes de tarlatana del mismo color, parecería nuevecito de allí á poco. La cadencia de la máquina se interrumpía á cada volante, y el vestido giraba, giraba, como una peonza, todo hueco, y cada vez más vaporoso. Al cabo brotó la falda fresquita, soplada como un buñuelo, y fué á ocupar su puesto en el sofá al lado de otros pingos también remozados y disfrazados hábilmente, con recogidos, lazos y encajes. Dolores pegaba al cuerpo el último corchete y orlaba de tul blanco las cortas manguitas. Terminado lo grueso de la labor, empezaron mil menudencias, mil accesorios. Pendían de una cuerda, tendida de un lado á otro de la pared, dos guantes blancos, largos, muy tiesos, con las puntas de los dedos amarillentas y arrugadas; y mientras Concha los soplaba con ardor para despegar aquellas malditas puntas, que delataban el paso ineficaz de la bencina, Dolores, por medio de una plancha caliente, estiraba varios cintajos lácios como tripas de pollo, dedicándose después á frotar con miga de pan los zapatos de raso, y á pegar con goma una varilla del abanico. Las cosas que iban estando dispuestas, pasaban á una cesta, cuidadosamente colocadas; de pronto Concha se dió una palmada en la frente.

—¿Qué te pasa?

—¡Las medias! Que se nos olvidaban las medias!

—¿Qué más da? Llévalas blancas.

—¡Mujer... son tan cursis! ¿Tienes agua caliente?

—La pondré á calentar.

—Anda, que se lavan y se secan pronto... á la noche están sequitas.

En tanto que Dolores jabonaba el par de medias azules, Concha, cosiendo el dedo de un guante, preguntaba á sí misma en voz alta:

—¿Tendrán que hacer esto las cómicas el día que representen?

—No, mujer...—murmuró Dolores.—Esas lo tienen todo arreglado.

—Dichosas ellas. Á mí me venía bien ahora repasar el papel.

—Pues no te descuides, que pasa ya de las ocho y media. ¡Cuándo se acabarán estos jaleos de teatro! me duele la cabeza ya, de discurrir para refrescar vejestorios.

Quedábales aún algo por hacer, pero el tiempo urgía, y el taller aguardaba. Convinieron en que, á la hora en que Concha fuese al ensayo, Dolores volvería á casa, terminaría todo y llevaría la cesta al Casino, donde Concha aguardaría ya para vestirse. Por excepción, una vez nada más: que eso de dejar sola á Concha, no estaba en el programa.

—Mujer, no hay remedio—exclamó Concha.—Desde el taller al Casino, no me saldrá ningún perro rabioso.

—No me dan á mí cuidado los perros de cuatro patas, sino los de dos—murmuró Dolores guiñando un ojo.—Con que mucho juicio, ¿eh? Si sale Ramón á acompañarte, le dices que se vuelva á su casa ó que te espere en el Casino.

—Bien, bien.

¡Bastante pensaba Concha en Ramón! Todo el día en el taller estuvo repasando su papel mentalmente. Don Manuel Gormaz le había encargado tanto que se fijase y que tuviese alma en algunas escenas! Tener alma... ¿sería gritar mucho? No, porque se reirían de ella... ¿Sería pronunciar recalcando, como la que hacía de graciosa? No, eso tampoco... Procuraba recordar las inflexiones de la actriz que había representado Consuelo el año anterior, en el Teatro Grande... Lástima no acordarse punto por punto! ¡Si ella supiese que, con el tiempo, le tocaría representar ese papel! Mientras arreglaba los pliegues de una sobrefalda, ó sacaba un patrón por el figurín, Concha repetía entre dientes las redondillas de Ayala, bien agenas de ser pronunciadas en semejante sitio.

Al salir del taller, se separaron las dos hermanas, tomando cada una en opuesta dirección. Iba Concha distraída, andando rápidamente, cuando alguien emparejó con ella.

—¡María Santísima... qué susto me has dado!

El novio se sonrió afablemente, no sin mirar á todos lados, convenciéndose por fin de que Concha iba sola, hecho singular y extraordinario. Manifestó su admiración, diciendo:

—¿Y Dolores? ¿Qué milagro es éste?

—No pudo hoy acompañarme... Tenía que acabar de alistar unas cosas. Viene después.

No puso Ramón cara compungida al oir la nueva, y siguió andando al lado de Concha por la calle Mayor, donde algunos comercios empezaban ya á encender su alumbrado. Concha se volvió de pronto toda alarmada.

—Mira, vete, vete... No me acordaba ya... No puedes acompañarme hoy.

—¿Por qué, chica?

—Porque voy sola... No me hizo otro encargo Dolores.

—¡Vaya con la ocurrencia!—exclamó él súbitamente enojado, deteniéndose ante un escaparate en que brillaba ya el gas.—¡Pues me gusta! ¡Sólo eso faltaba! No seas tonta; yo te acompaño. ¿Qué necesidad hay de que se lo cuentes á tu hermana?

Concha le miraba con sorpresa, viéndole de levita. Era una levita negra arrugada y floja en los sobacos, que caía mal, amén de relucir demasiado, conociéndosele las dobleces de las prendas guardadas mucho tiempo en cajones; no obstante, la negrura del paño y la blancura de la pechera limpia realzaban la varonil presencia de Ramón, mocetón arrogante y guapo, aunque tosco: de ancho pecho, oscura barba, pelo rizoso y grandes y vigorosas manos. Concha se sonrió.

—¿Por qué vienes tan elegante?

—¿No sabes que tengo que cantar en el Orfeón? Ayer toda la noche hemos estado ensayando la Barcarola nueva.

Ella bajó la cabeza, dándose por convencida; de repente volvió á ocurrírsele lo que diría Dolores.

—Anda, lárgate, que no tengo gana de fiestas... No quiero oir sermones por causa tuya.

—¿Quieres que me vaya? Corriente—pronunció él con despecho—pero también es mucha ridiculez... Seis meses que somos novios, y aún no hemos podido hablar en paz y en gracia de Dios un cuarto de hora.

Díjolo con tal rabia, que Concha, cediendo á un movimiento compasivo, le llamó.

—Bueno, ven... Pero no hay que contarlo ¿eh? Silencio.

Siguieron su camino, él satisfecho ya, ella un tanto envanecida, allá en el fondo del alma, por llevar de acompañante á su novio, un novio de levita que podía confundirse con un señorito. Callaban, preocupados por la misma novedad de la situación, y sin despegar los labios salieron de la calle Mayor al paseo público, á la sazón desierto. Hacía frío. Los árboles sin hojas y las farolas apagadas se perfilaban sobre el gris ceniza del crepúsculo invernal; un pilluelo pasó corriendo, dando un empujón á Concha, que llamó á su acompañante.

—¡Ramón! ¿tú qué tienes?

En efecto, parecía pensativo. Con voz algo dura, contestó:

—No tengo nada.

—Nada, ¿y vas ahí que pareces un mochuelo? ¿Después de que te dan gusto, llevas ese gesto?

—No tengo obligación de estar hoy tan contento como tú.

—¿Y yo por qué he de estar contenta hoy?

—Porque vas á lucirte, á ponerte muy maja y muy bonita para salir á las tablas.

Echóse á reir la muchacha.

—No te rías—articuló él con acento opaco...—Haz el favor de no reirte, que yo no hablo de broma.

—Pero hombre... no me he de reir! Te enfadas porque me presentaré en las tablas muy compuesta... ¿Pues no vas tú también con el fondo del baúl encima? Vamos—añadió viendo la fisonomía contraída de Ramón—no seas majadero; ya sabes que trabajo por compromiso con el Vice-presidente y por complacer al señor de Gormaz... Buenos apuros me ha costado la tal función: hace tres noches que no duermo casi... Maldito el chiste que...

—Sí, sí, dices eso, pero otra te queda... Si no te gustase no irías allí de muestra, no irías.

—¿Tienes gana de armarla hoy? Pues para eso, pude venir sola.

—No—replicó él con más blandura—no te digo nada, Dios me libre, haz lo que quieras; pero tengo que advertirte una cosita, eso sí: no te parezca mal.

—Vamos á ver qué sale después de tanto aparato.

—Cuando nos casemos...

—De aquí allá!

—Cuando nos casemos—reiteró con firmeza el mozo—yo no consiento que vuelvas á representar, aunque se empeñe Dios del cielo... ¿Te has enterado?

—Bien... De aquí á que suceda eso...

—¿El qué?

—Lo del casamiento.

—Yo me entiendo... Cuando menos se piensa... En fin, vé acostumbrándote á la idea, por si acaso. No me gusta á mí, ni á ningún hombre blanco, queriendo á una mujer como te quiero á ti, oir que dicen en las butacas estupideces y barbaridades... al lado de uno mismo, con la poca crianza que tienen esos brutos de señoritos, Dios me perdone...

—¿Y qué dicen?—preguntó curiosamente Concha.

—Mil desvergüenzas... Que si tienes buen éste, y buen aquél, y... Calla, calla, que yo paso las de san Patricio... Un día hago un disparate.

Concha, muy colorada, bajaba la cabeza; por fin articuló entre enojada y vergonzosa:

—¿Y á ti qué te importa lo que digan? Déjalos, hombre.

—De otra ya pueden decir pestes... Pero de ti... que te quiero tanto como á mi madre!

Lo pronunció con tal fuego y sinceridad, que á pesar suyo la modista se sintió conmovida y le miró dulce y amorosamente. Entraban en el jardín público, que seguía al paseo, y en el cual la oscuridad era mayor, y completa la soledad y el silencio, á menos que una ráfaga de vientecillo marino sacudiese los siempre verdes egonibus haciéndoles murmurar cosas tristes. Concha se apoyó en el brazo de su novio. Al hacerlo, su codo tropezó con algo que abultaba debajo de la levita.

—¿Qué llevas aquí?—preguntó.

—Nada.

—¿Cómo nada, y sobresale que parece un mollete de pan?

—Mujer... si no es cosa que te importe.

—Á ver, á ver?

De mala gana se desabrochó él y sacó un objeto elíptico de hojas de laurel engomadas, muy tiesas, y rematado en unas largas cintas blancas con flequillo de oro al extremo. Á pesar de la oscuridad, aún quedaba suficiente crepúsculo para que distinguiese Concha que era una corona.

—¿Y esto?—preguntó afanosamente, entre turbada y alegre.

—Ya lo veo.

—Una corona... ¿Para quién?

—¿Para quién ha de ser?

—¿Para mí? ¡Qué loco! ¿Y no me reñías antes por representar?

—Una cosa es una cosa, y otra es otra... Me dió rabia ver que en el beneficio del mes pasado le echaron una corona monstruo á esa tonta de Rosalía Cañales, y á ti porque tenías un papel más corto te conformaron con un ramito de mala muerte... Y pensé para mí: no, pues como represente otra vez, no se queda sin corona mi Concha del mar... No me hace gracia que tú quedes deslucida... Ahí tienes.

—Te lo agradezco... te lo agradezco mucho!—articuló cariñosamente ella, afirmándose más en el brazo que la sostenía.

Él la contempló con ansia, y después miró alrededor. Ni un alma en el jardín.

—¿Concha?

—¿Eh?

—¿Me quieres?

—Sí, hombre, sí.

—¿Te enfadas si te pido una cosa?

—¿Qué?

—Dame un beso.

Soltó Concha el brazo y se hizo atrás. Parecíale que el rumorcillo de los arbustos y el manso gotear de la fuente eran ecos de la voz de Dolores... Y tapándose la cara con las manos y retrocediendo, gritó alborotada:

—Eso no... Eso no... Estate quieto.

—No, si no quieres no... No grites, que pensarán que te mato...

Volvió á darle el brazo, en el cual ella se sostuvo con recelo, pero al verle triste y con la cabeza baja, se aproximó nuevamente. Una invencible curiosidad de virgen la impulsaba á desear la caricia que había rehusado. Estaban próximos ya á salir del jardín, y á corta distancia de él, comos unos cien pasos, resplandecía el iluminado portal del Casino. Inclinó un poco la frente sobre el hombro de Ramón, y éste, con arranque súbito y brioso, desprendió el brazo para rodearle la cintura, y la besó en la mejilla, con toda su fuerza, devorándola el cutis. Concha sintió una ola de caliente sangre que henchía sus venas, y percibió al mismo tiempo, con extraña lucidez, un olorcillo á alcanfor y pimienta, que debía proceder de la levita guardada hacía tiempo.

Apresuradamente salieron del jardín, él radiante, ella aturdida y cabizbaja. ¡Si Dolores lo supiera! Las manos se le habían puesto frías, y una conmoción singular le imponía silencio. Su novio le parecía ahora, sin saber por qué, más amable y á la vez temible. Le miraba á hurtadillas, cual si no le hubiese visto bien antes. Como se aproximasen mucho al Casino, Ramón se inclinó hacia ella, y ella retrocedió instintivamente.

—Mira, Concha, mañana puede que tenga una gran noticia que darte...

—¿Qué?

—No, por ahora nada... Por eso no quería hablar, hasta llegar aquí... mañana te diré... Oye, antes que se me olvide: ¿dices que tienes que salir hoy escotada?

—Sí, hombre... En el último acto.

—Pues cuidado cómo te arreglas... El cuerpo altito... no quiero que nadie se divierta á cuenta mía.

—¡Jesús!—exclamó la modista.

Y diez pasos antes de llegar al portal, soltó el brazo de Ramón y echó á andar rápidamente, murmurando:

—Hasta luégo.

Penetró en el edificio. El recinto del teatro se hallaba todavía á oscuras, y en los pasillos, el conserje barría con afán las puntas de cigarro y los fragmentos de papel. En el escenario ardía un quinqué puesto sobre una consola, y dos ó tres candilejas, prevenidas para alumbrar el ensayo. Concha se adelantaba medio á tientas por el final del corredor, cuando un hombre le salió al encuentro, muy apresurado y afectuoso, y le dijo cogiéndole ambas manos y estrujándoselas en expresivo apretón:

—Hola, Conchita, hola... Bien venida, hija mía... ¿Qué tal? ¿Se ha repasado? ¿Hemos olvidado el papel? Por aquí, no tropiece Vd... Eso es... Ya estamos.

—El papel me parece que lo he de saber, señor de Gormaz—afirmó Concha, quitándose el mantón y el manto al entrar en el escenario. Hola, chicas—añadió saludando á dos mujeres que, sentadas en un sofá, repasaban en voz baja, con un rollo de papeles en la mano.

—Abur—le contestaron no muy cordialmente las interpeladas.

Gormaz, previa una fricción que hizo chascar sus palmas, se dirigió á las repantigadas actrices:

—Repasen, eso es, un poquito, mientras no vienen los caballeros... Siempre son los últimos.

Y llamando aparte á Concha, arrimándola á un bastidor donde no alcanzaba la luz de las candilejas, cuchicheó con misterio:

—¡Hoy hay que esmerarse, Conchita! ¡que esmerarse mucho! ¿No sabe Vd. lo que pasa?

—¿Que va á venir mucha gente?

—La gente... ¡bah! No; es que en cuanto ha sabido Juanito Estrella que dirijo yo esta función, como hoy no la tienen en el teatro, á pesar de que también ensayan, me ha escrito que vendría y... ¡ya ve Vd.! ¡Va usted á representar delante de un gran actor, una gloria nacional! ¡émulo de Romea y de Latorre!

Concha sintió un poco de recelo al oirlo, y al mismo tiempo, sin darse cuenta del por qué, la noticia le fué grata. Conocía de vista á Estrella, al director de la compañía que actuaba en el Teatro Grande; había oído mil veces hablar de su fama: lo cierto es que tenía un modo de representar que á ella, sin entender gran cosa, le parecía prodigioso: ¡qué bien sabía hacer que lloraba! ¡qué divinamente se fingía moribundo y muerto! ¡qué expresión en aquella cara! Representar delante de él... ¡Qué vergüenza!

Esto último fué lo que manifestó en alta voz. Gormaz la riñó, tosiendo como siempre que se acaloraba.

—No se me vaya Vd. á cortar, hija... Por lo mismo que Estrella es inteligente, es indulgente: él también empezó así, de aficionado, en teatrillos y en liceos, cuando era estudiante, hasta que se aficionó y dejó la carrera para dedicarse á la profesión artística... ¡Ejeeem! Con que ya ve Vd... Ea, que ya llegan: á ver cómo salimos del ensayo.

Arrastró casi á Concha al lado de la consola y del quinqué: en efecto, ya se agitaban allí dos ó tres sombras masculinas, charlando con las desdeñosas actrices Rosalía Cañales y Julia Marqué. Al ver á Concha, los hombres la saludaron galantemente, en especial el beneficiado, encargado del papel de Fernando, y que se creía comprometido por el texto del drama á mostrarse insinuante y tierno con ella. Todo el grupo rodeó apresuradamente á Gormaz, el cual extendiendo las manos á un lado y á otro trataba de restablecer el orden.

—¿Don Manolo, empezamos?

—¿Don Manolo, qué se hace?

—¡Ensayar, señores... bruuum!... si Vds. quieren: y ya saben lo que les he advertido: en los ensayos no hay que derrochar voz. Piano, pianísimo.

El apuntador comenzó á decir, sin entonación ni transiciones, el papel de cada uno, que los actores repetían paseándose con las manos en los bolsillos ó columpiándose en la silla. Las actrices, más cohibidas, no se atrevían, al recitar, á moverse del sofá, ni á descoser los brazos del cuerpo. Gormaz las tomó de la mano, suavemente.

—Hijas, accionen Vds. un poco...

—¿Lo mismo que después? ¿Como si ya fuese la representación?

—No tanto, no tanto! Un poco: si la escena ha de ser de pié, no se dejen Vds. ahí quietas... Y Vds., caballeros, no alcen tanto la voz; si ahora no hay público que atienda! Eso... á ese diapasón. Ya verán Vds. cómo después hay que decirles que se esfuercen, porque no les oirá ni el cuello de la camisa... Ejeemm! Háganse cargo de que ahora no deben malgastar sus fuerzas: matizar, pero bajito... Eh... chss! caballero López, ¿á quién le cuenta Vd. eso? ¿á la puerta ó á esta señorita?

Todo el mundo se rió. Gormaz en los ensayos se ponía nervioso, sudando, tosiendo de fatiga, pasándose á cada rato el pañuelo por la calva frente y por los turbios ojos. Quisiera él calentar aquellos cuerpos inertes, sutilizar aquellas mentes torpes, encender aquellas tardas y perezosas sangres con el fuego y la lumbre del entusiasmo artístico. Sólo que á la media hora de predicar, de espolear, de comunicar impulso, de serlo todo á un tiempo, galán, dama, barba y gracioso, de dar á éste el modelo de la expresión patética y al otro el de la indignación y al de acá el de la ironía y al de acullá el del desdén, su rostro se amorataba, el asma le subía en ronquidos y borborigmos á la laringe, se inyectaban sus pupilas, y, medio muerto, se dejaba caer en una butaca, diciendo: «Bruumm... Sigan Vds... sigan.» Cada cual seguía entonces yéndose por dónde le daba la gana.

Frisaba Gormaz en los sesenta; era coetáneo de Romea, pero más joven, y pertenecía á aquella falange de actores, ya casi extinguida, que amaba el arte y se preciaba de entender de letras; que se asociaba á la gloria de Hartzembusch y Zorrilla por la interpretación entusiasta de sus dramas, y que tras de cantar todo el verano, como la cigarra, ha concluído como ella, muriéndose de hambre y frío, porque la vejez del actor español es penosa cuanto alegre su vagabunda mocedad. La última etapa de Gormaz, inservible ya para las tablas, fué organizar aquella sección en el Casino de Industriales. Todo el mundo le quería bien allí, por su afable carácter y su vida arreglada y modesta, pues Gormaz no tenía nada de bohemio y sus costumbres podían pasar al través del más delgado tamiz de censura.

Lo que es la noche del ensayo de Consuelo, á Gormás debía sucederle algo raro. Estaba como vuelto al revés. Él, tan atento, tan deferente con todos los individuos de la sección, sin distinción de sexos ni categorías, apenas contestaba y sólo se dedicaba á ensayarle bien el papel á Concha. Las otras mujeres que tomaban parte en la representación no tardaron en notarlo, y en amostazarse. La encargada del papel de Antonia, Julia Marqué, catalana ingerta en gallega, hija de un almacenista, era una morena hombruna, con gruesa voz y no leve bozo, muy aplaudida por lo campanudo de su órgano, que daba tono profético y sentencioso á sus menores palabras; la que había de hacer la criada andaluza, Rosalía Cañales, era una estanquerilla redicha, delgada y chatuela, que giraba los ojos, apretaba la boca y manejaba mucho el abanico; teníanse ambas por dechados respectivamente del género trágico y cómico, y en los ensayos se apoderaban del director, crucificándole á preguntas y no dejándole respirar. Viendo que no les hacía caso, cuchichearon en voz baja y señalaron á Concha. ¡Qué tonta y qué presumida! Porque había atrapado el papel principal, estaba dándose una importancia! Mucho de salir hoy elegante y de cola, y mañana se casaría con un ebanista miserable, y calentaría las sopas en la trastienda sin más cola que la de pegar madera! Y ambas hacían un gesto desdeñoso, indicando que ellas no aceptarían seguramente por marido á hombre de tan poco fuste.

—Aún sabe Dios si se casará—silabeó en voz baja la estanquera.

—Pero mira don Manolo... No hace sino enseñarle, como si fuese á sacar de ahí una cosa que asombre á todo el mundo.

En efecto, á Gormaz todo se le volvía: «Conchita, ese brazo. Hija, repita Vd. esa frase. No, así no: un poquito de energía, ¿está Vd.? Esa escena hay que moverla... debe Vd. levantarse, volverse á sentar, mostrándose dudosa. ¿Á ver cómo escribe Vd. esa carta?... Bien, bien... así debe Vd. hacerlo después; no hay que olvidarse.

Concha, sorprendida también de aquel interés exclusivo, sentía que poco á poco se le comunicaba el entusiasmo de Gormaz, contribuyendo á su excitación el instinto femenino, el espectáculo de las dos rivales acurrucadas en el sofá, nerviosas como dos gatas que se disponen á sacar las uñas, y mirándola de reojo con pupila fosforescente. Un sutil calor empezó á difundirse por su alma, transformándole la voz, que con sorpresa de ella misma se timbró en notas penetrantes y apasionadas. Gormaz, observando esta favorable metamórfosis, aplicaba leña á la hoguera.

—Ya ve Vd. que en este acto está Vd. celosa... Hay que revelar esos celos en el acento, en la fisonomía... Su marido de Vd. la está engañando; Vd. no se ha de quedar tan fresca!

Á veces Concha, cuando decía una frase con vehemencia, avergonzábase un poco y soltaba la risa.

—Ay, Dios mío... Don Manolo, estoy exagerando, ¿verdad?

—No, hija, no... En esa situación hay que poseerse, así como en el primer acto debe Vd. más bien aparecer fría y coqueta... Bien dicho, bien! Ánimo... á la escena con la criada... Rosalía, hija, ¿me hace Vd. el favor?

—¿Eh?—murmuró Rosalía con displicencia.

—Pues ahora es la escenita de Vd... La carta.

—Ay... Vd. dispense... Como no se ha fijado usted nada en lo que dije antes, creí que...

Encogióse Gormaz levemente de hombros, y resignándose, prestó alguna atención al dejo sevillano contrahecho de la estanquera. Era preciso activar porque la hora de la función se aproximaba, y ya dos ó tres músicos, con sus instrumentos muy enfundados en bayeta verde debajo del brazo, se asomaban por la puerta de entrada, retirándose después de escuchar algunos minutos curiosamente. El último acto se atropelló un poco, pero Concha sabía al dedillo el papel y Gormaz, como de paso, pudo aún indicarle algunos toques maestros. Al final le apretó misteriosamente la mano.

—Hasta luégo... y á ver cómo nos lucimos!

Concha se dirigió al tocador, donde la esperaba su hermana vigilando la cesta de los trajes, mientras Rosalía y Julia, ocupando todo el hueco del espejo, se daban polvos de arroz por quintales, limpiándose después cejas y pestañas con la tohalla húmeda. Como no tenían trazas de hacer sitio, Dolores gritó á Concha en voz alta:

—Hija, arrímate al espejo... Estás sin peinar aún, acuérdate...

Las dos usurpadoras del tocador se desviaron con majestuoso paso de reinas ofendidas, y empezaron á calzarse en un rincón, secreteando y sin dejar su actitud hostil. El tocado de Concha fué corto; su juventud y su fresca tez no requerían gran afeite. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban algo sonrosadas. Al remangarse el pelo con unas agujas de azabache, recordó el beso de Ramón, y se enrojeció hasta la frente. ¡Qué poco había durado! ¿Lo sabría Dolores? ¡Bah! ¿Cómo lo había de saber? Esforzóse en desechar aquel orden de ideas, recordando que era preciso hacer un esfuerzo para representar bien y que don Manolo no se quejase de ella.

Cuando puso los piés en la escena, el corazón le latió, según costumbre, un poquillo, al ver el aspecto imponente del teatro. Sin que pudiese precisar quiénes eran los espectadores que llenaban las butacas, atestaban los palcos y se apiñaban en la galería, bien comprendió que estaba allí todo Marineda, la gente fina, el señorío; público inusitado en aquel local, donde por lo regular el elemento dominante eran los socios y sus familias. Veía vagamente, sobre el fondo granate del papel que reviste el teatro, agitarse una triple hilera de cabezas femeniles, adornadas con flores; los colores claros y ricos de los trajes hacían una decoración abigarrada; y de las butacas, subía hacia Concha, como una ola de curiosidad, el reflejo de los cristales de los gemelos instantáneamente clavados en ella, y el susurro de voces que muy quedito pronunciaban ó preguntaban su nombre. Zumbáronle algo los oídos, y se le apretó la garganta al articular las primeras frases del papel; pero recordando de pronto un consejo de Gormaz, alzó los ojos y fijó en el auditorio una mirada tranquila. Distinguió entonces con más claridad la concurrencia, y respiró. De pronto volvió á alterar su serenidad la cara de Ramón, que desde las primeras filas de butacas, acechaba una ojeada de su novia. Apartó la vista y se dedicó á recitar lo mejor posible el papel. Gormaz, asomando de tiempo en tiempo entre bastidores su cabeza sudorosa, recorría el teatro, fijándose en un palco entresuelo, el único vacío que quedaba ya; después hacía una señal de inteligencia á Concha, aprobando y animando.

El público, sin embargo, no daba más indicio de agradecer los esfuerzos de Concha que, por parte de los hombres, no quitarle los gemelos de encima. En conjunto se veía que la representación hacía reir disimuladamente á los que no fastidiaba. Dos ó tres carcajadas sofocadas habían resonado ya, una aguda y aflautadilla en un palco, otras más sonoras en las butacas. Por mucho que las señoras procurasen aparentar que se divertían y prestaban atención, notábanse los bostezos de á cuarta, mal encubiertos por el abanico. Sotto voce, los espectadores se comunicaban sus impresiones de aburrimiento. ¡Las tales funciones de aficionados! ¡Venir á ver lo mismo que se ve en el Teatro todos los días, sólo que echado á perder! Luégo, ¡qué programa tan largo, santo Dios! ¡Tres actos de Consuelo, el Orfeón, lectura de poesías y un sainete! No se salía de allí menos de la una. Y el caso es que no cabía marcharse dejándolos con la palabra en la boca, por compromiso con el Intendente, que se picaría, de seguro, si se le hiciese un desaire á su protegido... ¡Buen tipo tenía el protegido! ¡Vaya un galán para el papel de Fernando! Las patillas postizas se le estaban cayendo: por no saber en qué ocupar las manos, no cesaba de dar vueltas á la cadena del reloj... ¡Pues y las mujeres! ¡Qué modo de vestirse! Aparte de que no se les oía una palabra, y como estaban aguardando lo que dijese el apuntador para hablar, resultaba que el acto no concluía nunca... ¡Y qué acción! Lo mismo que esas muñecas, á las cuales se les tira de un cordelito y levantan los brazos... La Consuelo pronunciaba más claro; á esa al menos se le entendía bien: ¡pero qué trazas de descarada y pizpireta!...

En las butacas también se comentaba lo indigesto de la función, con otra salsa más picante, y sobre todo con tan unánimes elogios á la buena cara y simpática voz de Concha, que Ramón se volvió dos ó tres veces impaciente y sobresaltado, como si algún bicho le picase en la nuca. Sólo respiró el pobre novio, al caer con pausa el telón, tras la fuga de Consuelo.

Concha atravesaba los bastidores con su hermana para regresar al tocador y vestirse de nuevo, cuando su novio le cerró el paso. Llamóle la atención verle tan fosco y cariacontecido, y con la mayor inquietud le preguntó:

—¿Qué hay de nuevo?

—Nada—murmuró él repentinamente avergonzado, al ver á Dolores allí, de las ideas tontas que venían ocurriéndosele.—¿Vas á vestirte?

—Sí... abur, que después me cogen el sitio las otras.

Gormaz, que vagaba por allí como alma en pena, la empujó, dándole prisa:

—¡Vamos, hija... vamos!

Sacó después el ex-actor un cigarrillo y lo encendió, paseándose inquieto y con taconeo nervioso por la solitaria escena. De rato en rato pegaba el ojo izquierdo á un agujerillo del telón, y siempre veía, en el lleno completo y brillante de la sala, el hueco del palco vacío, como una mella en una hermosa dentadura. Al fin hizo un ademán de contento: la puerta del palco se abría, entrando por ella dos hombres, el uno de mediana edad, grueso, lampiño, de pelo negro y liso como el hule, fisonomía entre clerical y chulesca, que Gormaz reconoció por el gracioso ó primer actor cómico de la compañía: el otro viejo, de borbónico perfil, con una de esas caras inteligentes y castizas de pelucona rancia, que aún hoy se ven en aldeanos del centro de Castilla y en algún torero. Era un rostro movible, donde a intervalos se transparenta ya la ironía indulgente, ya la enérgica voluntad vencedora de los muchos años. La nariz y la barba, en demasía aficionadas á gastar conversación, se combinaban bien con el mondo cráneo, lleno de protuberancias color marfil. La apostura era mucho más firme y desembarazada de lo que la edad pedía, y el traje, severo y correcto. Así que Gormaz reconoció á Estrella, de algunos brincos estuvo en su palco.

—¡Manolillo!

—¡Juanito! ¡Ejeem! Se agradece, hombre, se agradece la venida. Á la verdad, tenía gusto en que hoy te dejases ver por aquí. Adiós, Gálvez.

—Pues no faltaba más. Aquí me tienes. Y le daré un aplausillo á tu gente, para que no se te desanime. ¿Eh? Ya nos entendemos.

Estrella sonreía: Gormaz le miró de un modo singular, y aquella ojeada que se cruzó entre los dos actores acostumbrados á declarar con la expresión tantas cosas, para Estrella fué equivalente á un discurso. Sin embargo, adivinó á medias.

—¿Qué?—pronunció.—¿Que hay algo bueno que ver, eh? ¿Una chica guapa? ¡Ay Manolo de mi vida! Si yo ya no sirvo de nada, hijo. Estoy para que me saquen en un cesto al sol.

Protestó Gormaz, no sin melancolía.

—¡Pues si tú dices eso! ¡Tú, que con doce añitos más que yo, te atreves con La Aldea de San Lorenzo y el repertorio de Cano y Echegaray! ¡Tú! ¡Pues si tú... eres un roble!

—Psh... Los pulmones y la garganta no andan aún del todo mal; pero, hijo mío, el resto... ¿Con que una chica guapa? Pues haz cuenta que yo... como si tal cosa.

—No le crea Vd., intervino Gálvez, que hasta entonces se había contentado con reir maliciosamente. Diga usted que no. Es muy taimado y nos engaña. Más travesuras es él capaz de hacer, que Vd. y yo juntos.

—Hombre, fíate en mí. Díle á esa damisela que llame á otra puerta... ó que se entienda con Gálvez.

—Yo no te revelo nada por ahora... Ya volveré en el entreacto, que van á subir la cortina.

Á pesar de todas sus protestas, por aquello de que los ojos nunca envejecen, apenas subió el minúsculo telón, Estrella sacó del bolsillo trasero de la levita sus gemelos, cuyos cristales limpió primorosamente, asestándolos después á la escena. La mujer que entonces se hallaba en ella, Rosalía Cañales, no le pareció tan bien como esperaba, ni siquiera la mitad; y con un fruncimiento expresivo de cejas, casi anudadas sobre su enérgica nariz, bajó los gemelos, limitándose á asistir á la función resignadamente, como persona fina convidada á un espectáculo que nada le importa. Familiarizado con torpezas y gazapos de principiantes, durante su larga carrera de actor y director de compañía, no alteraban su plácido reposo ni las salidas y entradas á destiempo, ni el modo de recitar, monótono como salmodia de breviario ó desmenuzado como picadillo, ni el acento duro, ni los brazos cosidos al cuerpo, ni las caras paradas, como hechas de cartón. Gálvez le pisó disimuladamente el pié, dos ó tres veces, por supuesto, con blandura. No dió señales de vida. Tal era su actitud cuando salió Concha.

Al verla, Estrella dijo con indiferencia indulgente:—Es bonita, hombre; cierto que sí.—Pero apenas hubo pronunciado algunos versos, cuando volvió á limpiar con rapidez los gemelos y á pegarlos á los párpados, enderezándose en la silla para mejor atender. De la atención pasó en breve al interés subido: sacó el cuerpo fuera, y en los palcos proscénicos empezaron á mirarle con sorpresa, mientras en las butacas se levantaban dos ó tres cabezas, que pronto, por comunicación eléctrica, hicieron erguirse otras muchas. Poco á poco todo el teatro se fijó en los movimientos de Estrella, y la gente aburrida, que no acertaba á entretener aquellos actos interminables, se dedicó á observar, pacientemente, como se observa en provincia,—donde la telaraña de la curiosidad se teje y se desteje cada día con las mismas mallas menudas—la cara del eminente actor. No cabía duda: lo que le llamaba la atención en la escena era la chica encargada del papel principal: bien: Y por qué? Por lo guapa? Estrella había sido un gran conquistador en otro tiempo: puede que aún le durase el humor... Tan viejo? ¡Quién sabe! Sin embargo, los gestos aprobadores de Estrella desmentían la presunción de un flechazo súbito. Más bien parecía—cosa inverosímil—que le agradaba el modo de representar de la chica. ¡Bah! Imposible. ¡Gustarle á un actor de tanto mérito una aficionadilla de tres al cuarto! Y con todo... La verdad es que la muchacha poseía una voz tan fresca, tan clara, de un timbre tan grato... El caso es que lo hacía mejor que las otras: á ella se le oía y entendía todo... Y no decía mal, no señor... Así, favorablemente prevenido, pudo ya el público interpretar con exactitud el pensamiento de Estrella; y todas las dudas se disiparon cuando, al decir Consuelo aquella frase fatal que trastorna la cabeza á Fernando, aquel femenil y pérfido no seas ingrato, el actor, ahogando un bravo! entre dientes, aplaudió con brío. La concurrencia vaciló un segundo, y por fin, subyugada y convencida, hizo coro al aplauso, y sordos rumores de aprobación corrieron por las butacas. Se daban unos á otros la noticia:

—¿Ha visto Vd.?

—Promete mucho esa niña, vaya!

—Cuando Estrella se entusiasma... eh? ¿Si habrá conocido actrices Estrella?

—Yo ya lo decía en el primer acto, esa chica vale... No sé cómo no se hicieron Vds. cargo desde el principio...

—Hombre, no nos jeringue Vd.! Vd. no dijo palabra; váyase Vd. al canario.

—Ta, ta, ta, yo no lo dije, porque me hubiesen ustedes comido; aquí todos Vds. son partidarios de la Julia Marqué y de la otra...

—Bah, bah! Lo cierto es que no nos habíamos fijado, ni Vd. ni nadie... ¿Y quién es ella? ¿Una modista?

—Sí; mis primas la conocen... Una modistilla, dicen que de buena conducta.

—Eso ya... averígüelo Vargas.

Ramón subió entre bastidores enojado y sombrío. Todo el teatro haciendo conversación de su novia! Aquella inesperada ovación le daba á él qué pensar. Que en Concha pudiese haber facultades artísticas suficientes para explicar el fenómeno, no se le ocurrió un instante: creyó sencillamente que Concha era bonita y los espectadores unos truhanes de marca. Encapotado y ceñudo llegó á donde estaba Concha recibiendo la felicitación calurosísima de Gormaz: el rostro de éste, sofocado por la asmática tos y dilatado por el placer, parecía un queso de bola de los más teñidos. Al ver á Ramón, aprovechó la coyuntura para escaparse al palco de Estrella, á quien halló en el corredor fumando y charlando animadamente con Gálvez.

—¿Qué me dices, Juanillo?

—¿Chico, de dónde ha salido eso?

—De un taller de modista. Y habrás notado que está enteramente por hacer. Diamante en bruto.

—Ssss! Ya se sabe: pero la madera...

—Soberbia. De patente. Hoy es el primer día que trabaja en tres actos. Nunca ha pasado de piececillas.

—Y dí, hombre: ¿hace tiempo que la enseñas?

—Medio año ó poco más; pero... Ejeem!

Aquí Gormaz entornó los ojos.

—Pero puede decirse que no la he enseñado nada... En el ensayo de hoy me he tomado algún trabajo, porque venías tú... Nada más, hijo...

—¿Pues cómo es eso?

—Te diré... Es que...—y bajó la voz, mientras jugaba con la cadenilla de oro de Estrella.—Es que aquí... mi posición... ya ves tú... tiene sus compromisillos, eh? Aquí todas aspiran á oirse llamar artistas, y á leerlo en los periódicos... Si distinguiese á esa y me parase más en darle lecciones... se me pondrían las demás como avispas... Una diablura... Que no se puede. Las otras tienen más amigos en la sociedad y en la Junta directiva: hay una que es cuñada del secretario; otra que es hija del contador... Ya hoy las tengo hechas un vinagre conmigo, por lo poco que me dediqué ayer á sacar partido de esa... Para darle el papel principal he tenido que urdir mil enredos, diciendo que el de Consuelo es insignificante, y que los verdaderos papeles trágico y cómico de la obra, son el de la madre y la criada... En fin, ya ves que si he de sostenerme en mi puesto, me conviene alguna prudencia...

—Ya estoy... Pero á mí en tu caso, me sería difícil... ¡Ay chico! En los tiempos que corremos, cuando se ve algo que promete valer alguna cosa... Porque la verdad es que no hay ni esto... Qué decadencia!

—Permita Vd., señor de Estrella... con todo el respeto que Vd. me merece...—articuló Gálvez, metiendo su cucharada.

—No hay respeto que valga...—exclamó Estrella relampagueándole los ojos y dilatadas las ventanillas de su borbónica nariz.—No hay hoy nada, nada, nada, y tres veces nada... Hay un par de galanes regulares... pero lo que se llama un actor de facultades y fuerza, un Carlos Latorre, un Julián Romea... ¿á ver, va Vd. á hacerme el obsequio de decirme dónde está? Un actor de corazón, de esos que crean papeles de tal manera que ya nadie puede hacerlos después, como el Sullivan de Romea por ejemplo? ¿Pues y las mujeres?... Ahí, ahí quiero yo que Vd. me replique... ¿Qué hay en mujeres, qué hay? Cuatro gatitas, que sueltan unos mayidos, que sacan unas colas de raso y están pensando en ellas toda la noche... ¡Ah! Los que hemos alcanzado á Bárbara y Teodora Lamadrid y á la pobre Matilde, con aquella gracia suya, y sobre todo á la Concepción Rodríguez, la sublime trágica... ¿Te acuerdas tú de Concepción Rodríguez?

—¡Que si me acuerdo!—exclamó Gormaz electrizado á su vez.—Aún me parece que la estoy viendo y oyendo, con su voz que llegaba al alma... Dí: ¿y no te parece á ti que esta chica tiene un metal de voz, que así que lo trabaje, podrá asemejarse algo al de Concepción Rodríguez?

—Estaba pensando en decírtelo... La voz de esta chica es un tesoro, cuando lo pueda explotar bien... Además, su figura es sumamente bella.

—Por ahí le duele á don Juan—exclamó Gálvez dándole una palmadita en el hombro.

—Quiá! hombre. Si á mí no me queda ya sino lo que les queda á los toreros viejos: el sentido. Una chica guapa... ps... por el hecho de serlo, si uno fuese muchacho, se le podrían decir cuatro cosas... Pero para el arte, qué tiene que ver la belleza... La fealdad puede vencerse: y sinó, diga Vd.: ¿le parezco yo á usted, bonito?

Echáronse á reir Gálvez y Gormaz, y el primero dijo llanamente:

—Lo que es bonito, señor don Juan...

—Pues nunca fuí mejor mozo, y aquí donde Vd. me ve, aún he conseguido y consigo á veces que el público llore, ó se ría... De eso se trata. No obstante, á esa chica no le estorbará su buen físico para los primeros tiempos de la carrera... Además, parece muy niña...

—De diez y ocho á diez y nueve años.

—Pues antes de que sea una gran actriz, por de pronto, será la primer dama joven de España... Que sí, hombre... La Boldún no fué nunca otra cosa sino una dama joven muy simpática y laboriosa... Esta será encantadora: se escribirán papeles para ella. Esa juventud, ese aire de candor, esa frescura, unidos al talento, ya verá Vd. lo que dan de sí.

Gálvez se sonreía, declarando no haber conocido nunca á don Juan tan entusiasmado, sin poder desechar la idea de que le agradaba la chica como mujer. En cambio Gormaz, cuya vista penetrante de actor machucho distinguía mejor de colores, estaba muy hueco, lo mismo que si le tocase alguna parte en el milagro. Corrió á participar á Concha la opinión de Estrella, y encontró á la modista muy alterada. Al principio del entreacto, había reñido con Ramón. ¿Pues no tenía éste la peregrina ocurrencia de exigir ahora, á la hora crítica, que no se presentase escotada, que se pusiese un cuerpo alto? Por más que le hizo mil observaciones, advirtiéndole que, según decía la comedia, el escote en aquel acto era de rigor, que además no tenía otra cosa que poner, que era ya imposible discurrir un traje diferente, él, con obstinación de mula manchega, con la cabeza baja y el gesto torvo, insistió en que, si salía escotada, romperían para siempre. Así es que cuando Concha entró en el tocador vestuario, llevaba los ojos preñados de lágrimas. Dolores la interrogó, y ella contó todo en voz baja, rabiosa, prendiéndose con mano febril un grupo de camelias en el pelo y dándose polvos á puñados, sin saber lo que hacía, temblando toda de despecho. Era la primera vez que disputaban Ramón y ella ¡y en qué ocasión! Dolores trató de conciliar, de sosegar la tormenta.

—Mujer, puedes echarte por los hombros una toquilla de encaje, la que sacó Rosalía en el primer acto... Yo se la pediré prestada... Á los hombres no les gustan estas escotaduras, y tienen razón: ¡moda más indecente!

—Déjate de cuentos—articuló furiosa Concha...—Es un tonto; bien sabía lo del escote, y no tenía para qué darme ahora este mal rato... Pues no señor, que he de ir lo mismo que pensaba. ¡Mire Vd....!

Y con un dedo impaciente, bajó el tul que rodeaba la línea del escote, como si quisiese aumentar el crimen. Salió á las tablas sofocada aún de haber llorado, con los ojos brillantes y las facciones animadas bajo la capa de polvos que las cubría, colérica, nerviosa, admirable en suma para aquel papel de Consuelo en el último acto, que es todo de celos y furia, primero sorda y luégo desatada. El público, advertido ya, la saludó á su entrada con un aplauso, y Estrella enarboló los gemelos. Ramón, deslumbrado por aquella aparición blanca y rubia envuelta en tarlatana azul, cegado por el brillo alabastrino de los hermosos brazos y desnudos hombros, espectáculo que hacía latir dolorosamente las arterias de sus sienes, azuzado por el rumor lisonjero que acogió la entrada de su novia, se levantó de la butaca tambaleándose y por la puerta más inmediata lanzóse al corredor. Iba tan ciego, que no vió á un caballero gordo, con melenas, que le detuvo.

—¿Eh... amigo, á dónde va Vd.?

—Ahí fuera... Vuelvo en seguida—contestó el ebanista reconociendo al director del Orfeón.

—No olvidarse... Mire Vd. que la Barcarola se canta en el otro intervalo.

Ramón salió del edificio como un loco. Al verse fuera, se paró un minuto. La corona le estorbaba allí, debajo de la levita, en el pecho. La cogió y la despidió, balanceándola por las cintas, á no sé cuantos metros de distancia. ¿Volver al teatro? ¿Oir de nuevo las voces que penetraban como lancetas en todo lo que él más quería, en la reputación, en la garganta, en la carne de Concha? Jamás. Y silbando, de puro desesperado, la Barcarola, desapareció.

Mientras tanto Concha experimentaba una sensación muy extraña. Aquel público, aburrido en el primer acto, vacilante en el segundo, ahora se volvía todo ojos y entusiasmo para la joven aficionada. Sólo el que lo ha presenciado puede darse cuenta de cómo se transmiten,—mucho más rápidamente que por el telégrafo,—las nuevas, en un teatro, paseo ó reunión de provincia. La muerte ó enfermedad repentina; la llegada del personaje notable; la disputa acalorada que puede parar en lance de honor; y hasta la plática amorosa, que naturalmente pasa sólo entre los dos interesados, todo corre y se sabe á los pocos minutos y es asunto de comentarios y aun suele publicarlo la prensa en velados sueltos. En el recinto donde Concha trabajaba, durante el corto espacio de un acto á un entreacto, había cundido como mancha de aceite la noticia del efecto producido en el célebre actor Estrella por la modista-actriz, y lo que decía de sus facultades; sólo que, como pasa á menudo en casos análogos, el cuento, al correr, engrosaba, engrosaba, se ponía hidrópico. Ya aseguraban sin rebozo que Estrella quería contratar á la chica, y que le ofrecía cantidades fabulosas. Y estas voces, circulando de un extremo á otro del teatrillo, picaban la curiosidad y hacían que el público, interesado en la representación, no se aburriese ya mucho ni poco. Aquel hervor, aquella vida psíquica, por decirlo así, del público, cuyo foco era Concha, se reflejaban en ella comunicándole no sé qué misteriosa animación, no sé qué hormigueo de fluido vital. Lejos de estorbarla, la atención de la concurrencia la estimulaba hasta el punto de que, excitándose al sonido de su propia voz, y al eco de los aplausos que ya fácilmente arrancaba, había olvidado por completo la riña con su novio, y embriagada y penetrada hasta lo más íntimo de su sér, sentía esas cosquillas indefinibles, esa corriente magnética que pone en comunicación, por un instante, el alma de un artista con muchos miles de almas; singular amor colectivo—pues no es posible darle otro nombre—que une al individuo con la multitud.

Entre bastidores estaba la serpiente del florido ramo que con tanto deleite respiraba Concha. Sus dos eclipsadas rivales, que en el tercer acto apenas tenían que salir á la escena, desquitábanse hablando fuera de ella á su sabor. En el corrillo inevitable que se forma en semejantes sitios, estaban los amigotes y los parientes de las desdeñadas: ¡y cómo se esgrimían allí las lenguas! Todo salía en la colada, la actitud de Estrella, la petulancia de la chica, la precipitada fuga de Ramón avergonzado de las cosas que oía en las butacas á causa del inconveniente escote de su novia, la disputa en el entreacto... Gormaz, arrimado á no sé qué accesorio, se roía las uñas, deseoso de intervenir en la conversación; pero impedíale hacerlo el temor de recibir alguna rociada, acusándole de haberlas deslucido, á ellas, Rosalía y Julia, poniendo todo su conato en ensayar á Concha solamente.

Hubo un momento en que el formidable corro calló de golpe: era que Dolores, deseosa de echar un ojo á la escena, rondaba por allí. Y entonces menudearon los codazos y los chsss! significativos. Resonó en el teatro una nueva salva de aplausos y su ruido dió al traste con la prudencia de las dos artistas postergadas. Dolores, haciéndose la distraída, lo oyó todo.

Al salir Concha de la escena, contrastaba el semblante de las dos hermanas, vertiendo satisfacción el de la menor, ceñudo el de la mayor. Concha, sin repararlo, se echó casi en brazos de Dolores, con alegría de chiquilla.

—¿Has visto cómo me aplaudieron? has visto?

—Anda, anda, ven á desnudarte—murmuró la hermana extendiéndole por los hombros una toquilla y empujándola al tocador.

Apenas estuvieron en él, al desabrocharle el cuerpo, le dijo en voz baja:

—¿Y Ramón? ¿Es verdad que no está en el teatro?

—Jesús, mujer... ¿qué sé yo? Aguarda... Sí, me parece que salió...

—¿Que salió? ¿Á dónde? ¿Cómo es eso?

—Siendo!! También es fuerte cosa que yo te lo he de decir!

—Concha, Concha! No te andes con guasas... Los hombres tienen poco aguante, y se cansan pronto de ciertas cosas... Hoy has llamado la atención de todo el mundo. ¡Dicen de ti primores!... ¿Qué tienes aquí?

—Un alfiler... Uy! Me has pinchado... No, lo que es hoy, entre el otro y tú...

Pronunció esto la niña medio llorando, impresionada, con esa facilidad con que las personas nerviosas pasan de la expansión del placer á la del dolor. Y casi en voz alta, á pesar de que Rosalía Cañales se desnudaba allí á dos pasos con el oído en acecho, afirmó que ya la incomodaban tales majaderías, que ella no había hecho nada de malo, y si Ramón no lo quería así, que lo dejase. También era tontería de Dolores disgustarse por eso: probablemente Ramón ya estaría de vuelta para cantar... Y sino, buen viaje... Así que se hubo desnudado, salió aprisa, y al amparo de un bastidor miró hacia la escena.

El Orfeón se alineaba ya en semicírculo al rededor del foso, ostentando en el centro su charro estandarte azul bordado de plata, sobre el cual se agrupaban coronas y premios ganados en certámenes, una lira de oro, una flor del mismo metal: el director, grave y solícito, recorría las filas, colocando bien á cada orfeonista: el aspecto era muy satisfactorio: casi todos vestían, con la desmaña peculiar del obrero, levitas negras y calzaban guantes blancos; no sabiendo cómo colocar los brazos, dejábanlos caer á lo largo del cuerpo, buscando por instinto un punto de apoyo en la decoración. El telón subió, y á la clara luz de las candilejas y del gas, vió Concha que su novio no estaba allí. ¡Valiente caprichoso! ¿Dónde se habría metido? Mientras ella cavilaba sobre el asunto, el Orfeón preludiaba la Barcarola con un suave mosconeo hecho sin abrir la boca, que remedaba el silbo del viento y el murmullo del oleaje. ¡Ya se lo diría de misas mañana! ¡Largarse así, dejándola en una vergüenza delante de todo el mundo, para que aquellas mal intencionadas se riesen de ella! No echarle siquiera la corona!

Entre tanto el Orfeón, sin interrumpir el acompañamiento imitativo, rompía en una melodiosa estrofa, que hablaba de la luna, las bateleras, de bogar, del barquichuelo; Concha oía maquinalmente; sus nervios se templaban y á la rabieta sucedía una tristeza vaga, un deseo de amor. ¡Pasarle hoy tales cosas! ¡Hoy precisamente, cuando debía su novio estarle tan agradecido! Columpiada por la música, el recuerdo del jardín acudía, dulce, embellecido por la memoria y poetizado por el acompañamiento de la barcarola soñolienta... La sacaron de su distracción dos ó tres socios que venían á felicitarla por su brillante triunfo, y el director de un periódico local, que le decía con aire de suficiencia:

—Ya sabemos, ya sabemos que tenemos aquí una insigne artista, llamada á dar días de gloria á la patria...

Estrella se había retirado de su palco, después de hablar breves instantes con Gormaz. Alguna gente de las plateas, alarmada por el anuncio de la lectura de poesías, desfilaba también, consultando el reloj y haciendo el menos ruido posible. En las butacas se abrían bastantes claros. Dolores y Concha, habiendo confiado la cesta al conserje, se escabulleron, arrebujadas en sus mantones. Encontrábanse cansadas, como gente que ha dormido en varias noches y ha trabajado siempre. Ambas guardaban silencio, porque tenían en qué pensar y sus pensamientos no iban acordes. Al recogerse, no hubo conversación de cama á cama.

Cualquier bicho extraño, cualquier alimaña inverosimil que viesen entrar por la ventana del tejado el día siguiente á eso de las ocho, les causaría menos sorpresa que la aparición repentina de Gormaz, previos dos golpecitos muy discretos á la puerta y un—¿dan ustedes su permiso?—de lo más respetuoso. Venía el pobrecillo ahogándose con el asma, por la subida á aquel cuarto abohardillado, no muy distante del cielo. Brindáronle atentamente el asiento de preferencia en el quebrado sofá, pero él, á fuer de cumplido caballero, lo rehusó, contentándose con una silla de rejilla bastante desvencijada. Su arenga salió entre toses, gargajeos sofocados, y angustiosos anhelos de la respiración. ¿Cómo no habían adivinado á qué venía? Pues era bien fácil de adivinar, conocidas las buenas disposiciones de Conchita, que no permitían ni por un momento dudar que Dios la había destinado á la gloria escénica. Él, sin embargo, retirado ya y fuera del movimiento teatral hacía tiempo, nunca se hubiese atrevido á tomar sobre sí la responsabilidad de darle tal consejo, ni de dirigirle semejante proposición; pero ahora que el eminente Estrella le daba el encargo... Estrella, sí señor, Estrella le ofrecía el ajuste de un año de aprendizaje con corto sueldo, comprometiéndose, al cabo del año, á contratarla con decentes honorarios, en calidad de dama joven...

Concha escuchaba, con sus breves labios entreabiertos, fijos los brillantes ojos en su interlocutor. Aún no había terminado Gormaz su discurso, cuando Dolores, alzándose del sofá tan impetuosamente que lo hizo crugir, se encaró de pronto con el mensajero, exclamando:

—Me extraña muchísimo, señor de Gormaz, que nos venga Vd. con esas proposiciones, Vd., que nos conoce y sabe que mi hermana es una chica honrada. Aquí no entendemos de eso... Mi hermana no ha nacido para cómica, no señor.

Una tos horrible, una tos de tercer grado impidió á Gormaz responder al punto. Sacó la lengua, y se le amorató desde el colodrillo hasta la nuez. Cuando al fin pudo respirar, con voz todavía estrangulada, declamó:

—Porque considero que Vd. no sabe lo que se dice, no la contesto aquí todo lo que pudiera, Dolores; con todo, entienda Vd. que eso que Vd. acaba de pronunciar es... ¡ejeeeem! un solemnísimo disparate... no sólo esta señorita, que vive de su trabajo (y hace muy bien y lo apruebo), sino las personas más elevadas, ejem, sí señor, más elevadas, se considerarían honradísimas con alcanzar la gloria escénica, ¿está Vd.? Ejemm! bruuum! ¿Vd. considera lo que es una artista? ¿Cree usted que hay profesión no digo yo más decente, sino más noble, ejeeem, más noble? ¡Que no ha nacido su hermana de Vd. para cómica! Vaya, vaya! Bruuum! ¡Qué cosas oye uno al cabo de sus años!

Dolores, avergonzada, comprendió que había cometido un yerro de monta. Trató de disculparse.

—Por Dios, señor de Gormaz, que no era mi ánimo ofender á Vd... Solamente quise decir que esa carrera (Vd. bien se hace cargo), las muchachas se exponen á... á...

—¿Á qué, á qué se exponen?—articuló Gormaz hecho un león.

—Á... nada—balbuceó Dolores recordando con rubor que ella no había sido actriz nunca.—Pero el caso es que mi hermana... tiene arreglada... una boda, con un chico de aquí...

—Lo que hay—recalcó Gormaz—es que ni Vd. ni yo somos quién para decidir este asunto... Su hermanita de Vd. se calla... Pues ella es la que debe hablar; está usted? Lo que ella quiera, ¡bruum! al fin se trata de su porvenir.

—Yo supongo que oirá consejos de su hermana—advirtió Dolores.

—¿Usted qué dice, Conchita?

Concha bajó los ojos y murmuró con voz trémula:

—Yo, qué quiere Vd.... así de pronto... Estas cosas hay que pensarlas... No sé; me ha cogido tan de susto...

—Ahora sí que ha hablado Vd. como un libro—dijo Gormaz levantándose.—No es puñalada de pícaro. Piénselo Vd., hija mía, piénselo Vd. todo el día de hoy. Esta noche á las ocho, que ya habrán Vds. salido del taller, vuelvo á saber la contestación; porque Estrella, que acaba muy pronto su compromiso aquí y se marcha á Zaragoza, necesita conocer lo más pronto posible su resolución de usted. ¡Con que hasta luégo, eh?

¡Y desapareció entre varios ejemm! ¡y no pocos bruuum!

Solas ya las dos hermanas, Dolores se cruzó de brazos, y con expresivo meneo de cabeza, se plantó delante de Concha, sin pronunciar palabra. Bien entendió Concha el sentido de la mímica, pero á su vez guardó silencio, un silencio que irritó más á Dolores si cabe, pues veía en él propósito de reservarse su opinión y aun de no consultarla con nadie. ¡Miren Vds. la chicuela! Dolores sentía fermentar en su alma una cólera reprimida, inmensa, la cólera de los que ven de repente al niño que han criado, educado, dirigido siempre, manifestar voluntad independiente, intentar trazarse á sí propio su destino. Para Dolores, Concha era aún la niña, más bien hija que hermana menor; una hija á quien había consagrado su juventud, su celibato, su trabajo todo. ¡Y ahora la chiquilla quería sublevarse, quería disponer de su persona, echarse á perder, ir á correr el mundo en busca de aventuras, con una compañía de cómicos! ¡Vamos, era para desesperarse aquello! Rompió á hablar por fin, en voz irritada:

—¿Qué haces ahí callando, como una tonta? ¿No tienes lengua?

Concha, como si no oyese nada, se levantó, tomó de encima de una silla su manto y empezó á prendérselo delante del espejo, preparándose á salir para el taller. Dolores se le atravesó delante nuevamente.

—¿No contestas? ¿tienes gana de broma?

—¿Pero qué quieres, mujer?—exclamó Concha con acento cansado, interrumpiendo su ocupación.

—Que digas lo que le vas á responder á ese... cómico—murmuró con afectado desdén.

—¡Mujer... caramba contigo! ¿qué sé yo lo que le contestaré? Tenemos todo el día para pensarlo, gracias á Dios, añadió con tranquilidad.

—¿Y aún estamos en eso? ¿Cabe duda siquiera? ¿Se te ocurre irte de mona sabia por esos teatros?

—¡No me marees!—murmuró Concha con sus bermejos labios muy contraídos.—Tenemos todo el día por delante; déjame en paz hasta la noche.

Las facciones de Dolores se descompusieron: reapareció en ella, bajo la devota sometida por catorce años de piedad, la hija del pueblo, con sus iras indisciplinadas y sus groseros arrebatos. Cogió á Concha por las muñecas, y zarandeándola rudamente gritó:

—¡Mira... no te doy un bofetón no sé por qué, desvergonzada!

Entornó Concha los párpados, apagando así dos chispas que brillaron en ellos: palideció su tez ya tan mate, y sin decir palabra, sacudió un poco las manos y siguió colocándose el manto. Cuando estuvo pronta, hizo ademán de salir, y Dolores, al verlo, prendióse el manto á su vez y la acompañó.

Silenciosas, con armado silencio, anduvieron el camino, y ya en el taller, las pocas palabras que cruzaron fueron de terca contradicción por parte de Dolores. Aquella manga no podía pegarse así, la costura estaba torcida; aquella espalda no ajustaba bien, era menester volverla á preparar... Lo que más la irritaba era el gorjeo de las modistas, que sin dar paz á la aguja charlaban de los sucesos de la víspera y embromaban á Concha, acerca de sus triunfos artísticos y de la rabieta que pasarían las otras dos, la estanquera y la del almacenista... Era casi una gloria para el taller haber derrotado, por medio de uno de sus individuos, á las representantes de otra clase social que acaso las desdeñaba. Concha, atenta á su trabajo, apenas contestaba más que con leves sonrisas, empuñando su tijera de pié y con el pecho todo claveteado de alfileres para sacar un patrón. Allá para sus adentros discurría, discurría... En medio de todos los elogios que había oído la víspera, á ella jamás se le pasaría por las mientes ser actriz de veras. Entre ambas categorías, la de aficionada y la de actriz de profesión, juzgaba ella que existía un abismo infranqueable, como si las tablas del teatro público fuesen de otra madera enteramente distinta de las del Casino. Desde la proposición de Gormaz, la valla ideal se borraba. ¿Y por qué no? Ella podía ser actriz... es decir, dominar aquel arte apenas entrevisto, ponerse en comunicación todas las noches con el público, volver á escuchar aquellos embriagadores aplausos, viajar á ciudades grandes, para ella nunca vistas... Un destino ancho, grande, hermoso... ¿Y por qué no quería Dolores? ¿ Por qué miedo de dejarla? ¡Bah!... Se la llevaría consigo... ¿Por temor de que se perdiese? ¡No parece sino que en Marineda no se perdían á cada paso cientos de muchachas, de allí, del mismo taller, sin necesidad de salir á las tablas á representar!

Echaba estas cuentas hincando alfileres y más alfileres, en la chillona percalina. El ruido claro y metálico de la tijera la traía á otro orden de ideas. Aquel destino desconocido le infundía, á la verdad, algún pavor. Hasta el día de hoy, gracias á Dios, aunque pobres, no les faltó nunca el pan: ella había oído decir que los cómicos, a veces, pasan hambre, que tienen días de apuro terrible; que salen á la escena muy majos, con mucho vestido de seda y coronas de reyes, y á lo mejor sin camisa... Sin ir más lejos, en Marineda se contaba que á Estrella le corrían mal los negocios, que le costaba trabajo pagar a su compañía, que en la fonda estaban algo recelosos... Una noche, recordaba haber encontrado á las cómicas y cómicos que salían del ensayo: ellas iban hechas unas brujas, envueltas en nubes de lana, con impermeables viejos, y todos mezclados, hombres y mujeres... ¿Si tendría razón Dolores?...

El taller, á la sazón, funcionaba activamente: Concha podía absorberse en sus meditaciones. Un pilluelo pasó por la calle, tarareando la Barcarola del Orfeón. Entonces Concha se acordó de su novio. ¿Qué diría su novio si ella se hiciese cómica? ¡Bah! ¿Y qué había de decir, después de su comportamiento de ayer? ¿No la había puesto allí en ridículo, delante de todo el mundo, dándola el desaire de marcharse y de no echarle la corona, precisamente el día que?... Por un momento interrumpió la clavadura de alfileres, conmovida á pesar suyo con el recuerdo del jardín. ¡Vaya un agradecimiento! ¡Sólo por eso se alegraba ella de que viese aquel majadero que no le necesitaba y que podía arreglarse de otro modo y buscarse otra vida! ¡Que rabiase Ramón! ¡Cuidado con el día que había escogido para darle un disgusto!

Dolores cosía con furor mientras su hermana preparaba. Sus dedos flacos volaban sobre la tela. Pero á eso de las cuatro, levantóse, dobló la labor, y se preparó á salir. Concha, viéndola descolorida, se le aproximó, preguntándole si estaba enferma. Dolores la rechazó con sequedad.

—No voy á casa, no... No tengo nada: ¡Jesús, qué cuidado te tomas! Déjame, déjame... voy á donde tengo que ir: yo volveré á buscarte al acabarse la costura... Y si por casualidad no vengo, sal y espérame en casa.

No paró Dolores hasta San Efrén. Al entrar en la iglesia, casi desierta á aquellas horas, y bastante oscura, experimentó algún alivio y su cólera amainó instantáneamente. Ya le pesaban los arrebatos de la mañana... No hay cosa más calmante que la reposada y aromática atmósfera de los templos. El agua bendita que Dolores tomó al entrar, le refrescó la frente y le sosegó las hirvientes ideas. Dirigióse á la izquierda, hacia la capilla de la Virgen del Amparo, cuya devota imagen, alumbrada por una lámpara sola, se destacaba misteriosa y galoneada de oro en el sombrío hueco del camarín. En un ángulo, al lado del confesonario, se acurrucaban dos seres vivientes, dos viejas, la una arrodillada, confesándose con voz sibilante, la otra sentada en un banquillo, aguardando su turno. Dolores se determinó á tener paciencia, é hincando á su vez la rodilla ante el camarín, ensartó algunas salves y ave-marías, para entretener el tiempo. Cuando las dos viejas salieron arrastrando los piés, apresuróse á tomar sitio al pié de la reja. El confesor se inclinó hacia la penitente: sólo se columbraba de él, al través de la apretada celosía, una punta de nariz afilada y ascética, y el cóncavo de una oreja inteligente, abierta para escuchar y entenderlo todo. Hablaba bajito, pero muy distintamente.

—Te he visto entrar... me ha parecido que venías de prisa, y he procurado despachar luégo á las que estaban...

Dolores tendió el manto para formar una especie de embudo que la protegiese contra toda indiscreción, y empezó el relato de los sucesos, los episodios de la víspera, la proposición de Gormaz, la actitud de su hermana, todo. Á medida que hablaba, su corazón se ablandaba como la esponja al humedecerla, y poco á poco las lágrimas, suaves como el flujo del mar, subieron á los ojos y resbalaron por las mejillas. La voz del confesor las detuvo.

—No hay que afligirse... ¡Pues apenas te apuras! Yo no veo ahí sino imprudencias tuyas y chiquilladas de ella. Bien te advertí que esas funciones y esos teatros eran peligrosos... hasta creo que te había aconsejado formalmente cortar de raíz todo eso... La mayor parte de culpa la tienes tú. Ya ves cómo existe el riesgo donde menos se piensa.

—Sí, sí señor, es muy cierto, pero qué quiere usted... Los malditos compromisos... ¡Quién había de pensar también que iban á buscar á mi hermana para cómica! El demonio sólo puede enredar una cosa así.

—¿Vamos, qué haces ahora con llorar? Cálmate, hija.

—Es que veo su perdición segura... La chica es bonita, y yo... en fin... es un mal pensamiento... Dios me perdone.

—Dí: ¿qué has pensado?

—Á mí nadie me quita de la cabeza que aquel maldito vejete del cómico lo que busca en mi hermana es una muchacha guapa, sana é inocente... Señor, en el teatro se la comía con los ojos... Yo no quiero, no quiero que mi hermana se pierda: para perdida,... basto yo.

—Eso que piensas—murmuró el confesor sonándose como si quisiese dejar expedita la nariz y el entendimiento—podrá ser un juicio temerario: lo cierto es que esa profesión es sumamente arriesgada, y sólo por favor especial de Dios... No, yo no diré que sea imposible vivir honestamente una actriz... Pero al cabo, el que anda con fuego...

—Se quema, sí señor, se quema: es mi matanza:—aseveró Dolores.

Transcurrieron breves minutos de silencio, durante los cuales sólo se oyó la respiración algo agitada de la modista. Por fin el confesor habló.

—Mándamela aquí—dijo.—Yo le haré ver...

—No quiere, señor, no quiere. Dice que la cartilla sólo manda confesarse una vez al año, y que ella se confiesa tres ó cuatro y que le basta bien... Que no peca tanto para tener que confesarse á cada hora... Que ni por tanta confesión es uno bueno... ¡Las muchachas de hoy en día tienen poca religión! Y como oyen mil disparates en los mismos talleres y los leen en los periódicos...

La punta de la nariz que Dolores veía al través de la reja se contrajo con severidad; pero dilatóse al punto, como si la llenase el aura de una idea bienhechora.

—¿Por qué no le encargas al novio que se lo quite de la cabeza? Á él de seguro le hará más caso que á ti.

—Señor, por desgracia, desde ayer están reñidos. Él se marchó del teatro furioso, porque ella salía escotada en el último acto.

—Bah... riñas de enamorados, y así por celillos, y niñerías, poco suelen durar. En fin... ¿Tú dices que ese chico es hombre de bien?

—¡Jesús! Pongo por él la mano en el fuego.

—¿Quiere á tu hermana mucho?

—Se le cae la baba con ella.

—¿Y... crees que se casará?

—Sólo aguarda por fondos con que poner establecimiento por su cuenta; y estos días le oí decir que le habían hablado de un comerciante que los facilitará, con no sé qué fianza ó qué garantía de una firma... Lo que es casarse,... no desea él otra cosa!

—¿Y... tu hermana... le profesa grande afecto...?

—Señor... yo qué sé... Estas chiquillas no conocen su bien... Quererle, sí, pero... no es allá una cosa extraordinaria.

—¿Ellos... se hablan así... con alguna libertad... eh?

—¡Quiá! En esa parte tengo la conciencia muy tranquila, señor... No me he desviado de ella un minuto nunca... Cuando él nos acompaña á la vuelta del taller, yo me coloco en medio, y ellos van como dos viejos, formalitos... no se han hablado bajo tres palabras.

—¡Mujer... bien hecho, bien hecho...! pero hasta en lo bien hecho cabe un poco de exageración... Se me figura que tú has exagerado algo, eh?... todo quiere su límite...

—Como Vd. me encargó tanto que la guardase...

La nariz se aguzó, y su fina punta pareció recalcar una suave ironía.

—Guárdala, sí, muy bien; sólo que ya tanto rigor... Para que el corazón se apegue, hay que consentir cierta honrada y lícita franqueza... Si ella estuviese más encariñada con su novio, ahora no la tentaría Satanás por el lado de las tablas.

Dolores miraba atónita aquella nariz severa por costumbre, y la desconocía viéndola tan tolerante, tan benignamente entreabierta. Sin embargo, no dudó: no había recibido allí jamás consejo alguno que no le probase bien seguir.

—Mi parecer es este, hija... No contraríes de frente á la muchacha... Si puedes, gana tiempo... Y que el novio procure disuadirla... hablándola... á... solas... es decir,... ¿con cierta libertad, eh? Y no te apures... ánimo.

Dolores se alzó como suele alzarse quien se postra al pié de un confesonario, confiada y serena. Aunque le extrañaba algo el consejo, fuerza es decirlo, su espíritu acostumbrado á ser allí dócil como el de un niño, reposaba en la opinión agena. Tomó en derechura el camino del taller, porque ya anochecía y el farolero, dejando un rastro de luz, corría por las calles enlodadas con la lluvia menuda. Acercóse á la puerta, y tropezó en ella con un bulto que interceptaba el paso, en las tinieblas del portal. Retrocedió asustada, mas la voz la tranquilizó.

—Soy yo, no hay miedo—dijo con alegre entonación el que era.

—¡Calla! ¡Ramón! ¿Está Vd. aguardando por Concha?

—Justamente... y por Vd. también... Porque tengo una noticia, una gran noticia que darles.

—¡Alabado sea Dios! ¿Con que ya le pasó á Vd. la ventolera de ayer? ¡Qué hombres! ¡Parecen locos, así Dios me salve!

Ramón bajaba la cabeza confuso, según pudo ver Dolores á la luz del farol que encendían enfrente.

—Y qué quiere Vd... No, yo conozco que tiene usted razón; hice bastante mal y estuve un poco acalorado y un poco imprudente. No tiene uno en su mano ciertos prontos, y Vd. bien conoce que cuando se harta uno de oir alrededor disparates, parece que le dan ganas de romperse, si pudiese, la cabeza contra la pared.

—Vaya, vaya, pues esas furias hay que moderarlas... Concha se disgustó bastante. Y luégo la gente, las envidiosas que están rabiando por coger tanto así donde clavar el diente...

—Pues, gracias á Dios—exclamó radiante de júbilo el mozo—ya no habrá por qué mordernos y se acabarán todos esos disgustos. Aquí donde Vd. me ve, ya tengo los cuartos para el establecimiento, y nos podemos casar, si Concha quiere, en Carnavales, y sino en Pascua... Por mí, cuanto más pronto...

Dolores, entre contenta y recelosa, le miraba fijamente. Un trabajo de reflexión muy activo se verificaba en su cerebro, estrecho y femenino, pero tenaz y aferrado á las pocas ideas que, nacidas allí, ó sugeridas, se aposentaban en él. Las palabras del confesor no se borraban de su memoria. Ganar tiempo... no contrariar de frente á la muchacha... que el novio procure disuadirla... Si ahora ella daba la fatal noticia al enamorado Ramón; si cuando venía á hablar de proyectos matrimoniales le participaba que se había perdido toda esperanza y que su novia se disponía á levantar el vuelo hacia regiones muy distintas de aquellas en que el humilde ebanista moraba, era fácil que éste, de desesperado ó de indignado, armase á Concha un escándalo tal, que el carácter vivo y entero de la niña se manifestase con nueva energía, afirmándose en su resolución. Dolores temía á la poca habilidad del novio. Además, era difícil decirle aquello al pobre hombre, cuando se mostraba tan contento con sus fondos y su próxima boda.

—Que se lo diga ella como pueda—pensó.—Quizás por no decírselo...

Y con determinación repentina, poniendo familiarmente la mano en el hombro del ebanista, exclamó:

—Bueno, pues me viene de perillas encontrarle, porque tenía justamente que hacer unas compras bastante lejos, y como Concha no vendrá de buena gana, voy yo sola, y Vd. la lleva á casa ¿eh?

Abrió el novio la boca, asombrado de tanta magnanimidad en la rígida cuñada que, cosida á las enaguas de Concha, había sido hasta entonces un perro de presa; y Dolores, que advirtió su asombro, se dió prisa á añadir en són de broma:

—Ya que trae tan buenas noticias, déselas Vd. mismo; no le quiero quitar ese gusto. Hágame el favor de llevarla... y espérenme los dos en casa, un momentito.

Aquí la sorpresa de Ramón se convirtió en pasmo. ¡Dolores encargaba que le esperasen los dos en casa! ¡Le permitía subir al cuarto de Concha, ella que jamás le consintió pasar del primer tramo de la escalera! Como el permiso era grato y cuadraba de todo en todo con los deseos de Ramón, guardóse bien de protestar, y murmuró haciéndose el resignado:

—Corriente.

Dolores se remangó el traje, apretó el manto y salió del portal. Al poner el pié en la calle, sintió un escrúpulo de devota, y medio volviendo la cabeza, dijo al novio:

—¡Que haya juicio! Vuelvo en seguida.

Echó á correr, lo mismo que si alguien la apremiase. Tomó por una calle retirada, la estrecha de San Efrén, y para entretener el tiempo y divertir la impaciencia, metióse en una tienda de zarazas y pañolería, é hizo que le enseñasen todas las variedades de madapolán, llagostera y grano de oro, distintas encarnaciones de un solo algodón verdadero. Frotó las telas á ver si tenían poca ó mucha cal; revolvió también las percalinas para forros, y escogió entre varias docenas de carretes, de hilo, todos del mismo número, uno que era idéntico á los restantes. Molió á la tendera pidiéndole agujas de las más finas, y retractándose después, eligió unas medianas. Se quejó del lodo y del agua, y acarició á un chiquillo sucio y mocoso que criaba la tendera. En todas estas ocupaciones no pudo invertir más de un cuarto de hora á lo sumo, y le parecía poco tiempo. ¿Para qué? Ni ella misma lo sabía. Otras veces se le figuraba, al contrario, que había transcurrido mucho. ¿Mucho? ¿Y porqué? No se lo explicaba tampoco. Sin embargo, esta última idea prevaleció, y envolviendo en un papel sus compras, tomó hacia su casa. Para llegar á ella tenía que cruzar por delante de la iglesia de San Efrén: allá en lo alto del pórtico, vió vagamente la figura de piedra del santo: recordó los consejos del confesor, y, tranquilizada, anduvo más despacio, y aun se paró en otro tenducho á comprar cera para la plancha y no sé qué otras fruslerías. Cuando llegó á su lóbrego portal habría pasado cosa de una hora.

Al empezar á apechugar con la escalera, que ya por costumbre recorría á oscuras, oyó, un tramo más arriba, el restallido de un fósforo, y le pareció que delante de ella subían dos personas. Aceleró el paso á fin de aprovechar la luz, y un ejemm! muy caracterizado le reveló inmediatamente la presencia de Gormaz, que solícito y quemándose los dedos, alumbraba aquellas tenebrosidades para que los setenta y pico de años del insigne Estrella no se estrellasen contra un escalón.

En seguida conoció Gormaz á Dolores, mas no había olvidado el episodio de la mañana. Dirigióse á la modista con dignidad, y procurando sostener la cerilla quieta un momento, le preguntó si estaba su hermana, como dándole á entender que sólo á Concha correspondía el honor de aquella visita. Fiel á su sistema de diplomacia, Dolores contestó que ya debía Concha estar de vuelta, porque era muy hora de que hubiese regresado del taller; y añadió unas cuantas frases de sentimiento por lo oscuro de la escalera, la molestia que se tomaban, y lo cansado que era subir tanto. Añadió por vía de consuelo:

—Ya faltan sólo dos pisos.

Subiéronlos como pudieron, á puñados, á fuerza de cerillas y de ejemm! cada vez más fatigosos por parte de Gormaz: Estrella no revelaba el peso de la vejez, sino en la resonancia del pié, tardo en volver á alzarse después de que se sentaba en un peldaño. Á la puerta de las modistas, Dolores dijo á Gormaz que buscaba la campanilla á tientas:

—No hay necesidad... Aún está puesto el llavín.

En efecto, la llave olvidada en la cerradura probaba una distracción notoria en la persona que había entrado primero. Bastó con hacer girar el picaporte para que pudieran entrar los visitantes, y encontrarse al punto en el único salón de aquel palacio modistil.

El quinqué, bien despabilado, ardía con clara luz sobre la mesilla de la máquina: la habitación arregladita, con sus dos camas limpias, revelaba cierto bienestar humilde; y en el sofá, libre á la sazón de todo estorbo de trajes, una pareja se hablaba muy de cerca, casi al oído, en esa estrecha proximidad que sólo origina un estado del alma; actitud elocuente, que con ninguna otra se confunde. Separáronse y levantáronse de pronto al ver entrar gente, ella confusa, encendida y casi sin habla, él serio y sorprendido. No era Gormaz hombre de pararse en tales fruslerías, ni menos Estrella; y ambos, en su agitada vida de comediantes, habían visto hartas cosas, para que les asustase un coloquio amoroso, así es que Gormaz, haciendo caso omiso de Ramón, se adelantó hacia la chica, y sin preámbulos.

—Conchita—dijo—aquí está el señor Estrella en persona, y viene á saber la respuesta de lo que hablamos esta mañana.

No sabía Concha qué cara poner, y se desvivía ofreciendo á los dos actores sitio en el sofá, y balbuciendo mil disculpas por recibirlos de aquel modo, como si ella pudiese recibirlos de otro. Gormaz cortó el hilo de sus cumplimientos, repitiendo:

—No se moleste Vd., hija... Estamos perfectamente... Sólo queremos saber la contestación, nada más.

—Eso es—añadió Estrella con su campechana cortesía...—Hable Vd., hija, porque sentiríamos mucho molestarla.

Concha lanzó á Dolores una mirada oblicua, implorando socorro: pero Dolores, firme en la senda emprendida, no pestañeó.

—Qué sé yo...—murmuró la niña.—Lo que quiera mi hermana.

Ramón, de pié, presenciaba la escena sin comprenderla.

—Tome Vd. asiento, joven—indicó Gormaz.

—Mil gracias, estoy bien.

Dolores, haciéndose la desentendida, contestó apaciblemente:

—No, hija, quien debe decidir eres tú... Yo no tengo vela en este entierro. Al fin se trata de una cosa para toda la vida... Me lavo las manos.

—Su hermanita de Vd. piensa muy acertadamente—afirmó Gormaz...—Con que Vd., Conchita, Vd. ha de resolver... Sea Vd. franca.

Concha miró al suelo, retorció la mano izquierda con la derecha, exhaló un leve suspiro, y al fin declaró:

—Pues yo... á la verdad... confieso que... que no me gusta, vamos, que no pienso... trabajar... para el teatro. No señor, he reflexionado, y no me resuelvo á eso.

Estrella y Gormaz se levantaron, á un tiempo, algo mohínos. Los dos comprendían que era ocioso y desairado insistir. Pidieron mil disculpas, como gente cortés que eran, y no tardaron en bajar la escalera que tan trabajosamente habían subido, alumbrándoles esta vez, con un encendido cabo de vela, Dolores, que no los soltó hasta verlos en el portal. Cuando ambos actores salieron á la calle, la hermana mayor, que acababa de murmurar un «vayan Vds. con Dios» muy melifluo, alzó la mano y les hizo enérgicamente la cruz, diciendo entre dientes:

—Y que nunca más parezcáis por aquí, amén.

Gormaz y Estrella caminaron silenciosos breves instantes: de pronto, volviéndose, se encararon el uno con el otro, seguros de expresar un mismo pensamiento. Gormaz meneó la cabeza:

—Con el novio hemos tropezado, Juanillo.

—No hay peor tropiezo—afirmó Estrella sacando la petaca...—¡Y qué lástima de chica! Decir que tiene la voz de Concepción Rodríguez! Voto á sanes! no se vería dentro de un año otra dama joven como ella! Juraría que se le pasaban ganas de venirse... Ahí se queda para siempre, sepultada, oscurecida...

—Bah!—murmuró Gormaz.—¡Y quién sabe si la acierta, hijo! Á veces en la oscuridad se vive más sosegado... Acaso ese novio, que parece un buen muchacho, le dará una felicidad que la gloria no le daría.

—Ese?—exclamó Estrella cortando con los dientes la punta del puro.—Lo que le dará ese bárbaro será un chiquillo por año... y si se descuida, un pié de paliza.

Bucólica

Sr. D. Camilo Jiménez.

Fontela, Setiembre.

Querido Camilo: ya ves si cumplo mi palabra, y eso que estoy dado á los demonios en este destierro, que me parecería menos horrible á poder salir de él libremente y cuando quisiese. Mucho vale la libertad. Hasta perderla no se conoce su precio.

¿Qué sacrificio hago yo, en realidad, con alejarme de Madrid unos meses, cazar, pescar y respirar aire sano? Protesto contra esta higiénica medida porque me la imponen, no porque en sí me desagrade. Tú me recordabas, para aplacarme, que cedo á la tiranía del cariño, lo cual no humilla: convenido; mamá me adora, me aparta de sí desgarrándose el alma, ha llorado como una Magdalena en la estación, y me decía, mojándome la cara de llanto, que ojalá fuese millonaria para costearme la invernada en Niza, ó en Alicante siquiera; pero que no poseía sino este palomar grieteado en el corazón de Galicia, donde yo pudiese beber leche fresca, dormir sobre un establo y reponerme... Que, no obstante, si me empeoraba ó me aburría, cuatro renglones; la familia hará un esfuerzo, te mandaremos á Italia... Ante las lágrimas y el besuqueo, ¿qué se hace un hombre, Camilo? Jurar que le entusiasma Fontela y venirse á escape. ¿He de consentir que el consabido esfuerzo desequilibre los presupuestos de mi casa? El sueldo de magistrado de mi padre y las rentitas gallegas de mi madre, sólo á fuerza de orden y parsimonia cubren los gastos y permiten atender á las exigencias del decoro. Hacen milagros los pobres papás.

Por eso, por eso me incomoda á mí no servir para nada, ser á los veinticuatro abriles abogado sin pleitos, y por eso te suplico no olvides mi pretensión y trabajes con ahínco para que suban al poder los tuyos y me hagan á mí siquiera juez de entrada; bien poco pido; se trata de sentar el pié en la carrera y dejar de ser miembro inútil, cero social.

El cargo á que aspiro es modesto; pero ya sabes lo bien que armoniza con mis gustos y carácter. ¡Oh! Yo seré un gran juez, de p y p y doble u, como tú dices que son las chicas del brigadier Robles! ¡Me agrada tanto la rectitud, la gravedad, la equidad; tengo tan elevada idea del oficio de administrar justicia; he estudiado con tanto cariño la hermosísima ciencia que se llama filosofía del derecho, y creo que está en general tan atrasada y que podemos prestar tan inmensos servicios á la humanidad los que la renovemos aplicándola prácticamente, sin pararnos en viejas rutinas y desarraigando inveterados perjuicios y abusos...!

Y además, los ejemplos que he visto desde la niñez me ayudarán á desempeñar dignamente la judicatura. Mi padre disfrutaría hoy una renta de 5 ó 6,000 duros si hubiese fallado de cierto modo ciertos litigios; prefirió su honrada estrechez, é hizo bien, puesto que sus hijos y herederos estamos conformes y orgullosos. Hasta Matilde... (no te sonrías, Camilillo), hasta la buena de Matilde, que se pasa la vida oliendo lo que guisan en casa de los modistos célebres, en el fondo prefiere su vestidito reformado de gró negro, á galas de sucia procedencia.

¡Á quién se lo cuentas! dirás tú. Es que es una excelente chica mi señora hermana, y Vd., caballero Tenorio, se guardará de insinuarle cosa ninguna con mal fin, ó nos veremos á la vuelta. Sin embargo, te permito dar á Matilde mil expresiones de mi parte. Tocante á la salud, particípale que ya voy mejorando. Y que le escribiré.

Lo raro es que ni yo mismo entiendo qué tengo, ni de qué vine á curarme aquí. Cansancio al subir cuestas; ligeros sudores en la cama; tosecillas rebeldes al clásico remedio casero de la leche de burra; opresión en el pecho, y, lo que más me molesta, una especie de vértigos que á lo mejor me obligan á apoyarme en la pared, y otras veces me producen la sensación de voces sepulcrales ó irónicas hablándome confusamente al oído: he aquí los síntomas que expuse al doctor Sánchez del Abrojo. Ya sabes la receta: echar la llave á los libros, campo, vida animal. Hay modas en todo, hasta en la medicina, y esto de convivir con la Naturaleza es el gran específico para los médicos de ahora.

¡Mamá se ha tragado que yo tenía principio de tisis! ¿Te acuerdas del día en que te llamó á su cuarto, con mucho misterio, para averiguar de ti en qué pasos andaba su hijo, y qué orgías y desórdenes, ó qué pasiones desatadas arruinaban mi físico? Todavía me río de la buena sombra con que le respondiste: «Señora, como no sea de excesos de virtud, ó de atracones de estudio, no entiendo de qué está malo Joaquín.» No, y tú eres voto en la materia. La única travesura de la temporada, fué aquel baile á donde me llevaste á remolque, donde me mareaste con el Málaga, el Champagne y el mal ejemplo, y desde el cual me fuí... Llámame soso, ó Catón, ó lo que quieras; pero es un recuerdo que no me gusta evocar. Jamás he comprendido cómo puedes lanzarte tras la primer ciudadana que se te presenta, recoger lo que anda rodando y empalmar cierta clase de aventuras. Está visto que nací para juez.

Volviendo al caso de mi salud, y dejando las causas que pueden haber influído en su deterioro, te diré que aquí, aunque me aburro por siete, espero mejorarme. Ya sudo menos en la cama; ya hace dos días que no me atacan vértigos; por consiguiente, sin que se entere mamá, vas á tener la bondad de meter en un cajón un par de docenas de libros; pídele á Matilde, que los tiene de su mano, el Laurent, la Enciclopedia jurídica de Ahrens, el Mackenzie, las obras de Leibnitz, las poesías de Becquer, y añade alguna novela nueva de Galdós ó Alarcón que haya salido. Córrete á ese despilfarro, que bien puedes. Adios; me canso y dejo para otro día la descripción de la Fontela.

Tu amigo entrañable.—Joaquín Rojas.

Del mismo al mismo

Octubre.

Me ha entrado pereza de escribirte la semana pasada, y es natural: ¿puedo contarte de este sitio algo que merezca la pena de leerse? No obstante, hoy me impulsa el mismo aburrimiento á ponerte una carta kilométrica.

No me has mandado los libros; dices que Matilde te negó la llave; ¡cualquier día me la pegáis tú y ella! estáis de acuerdo con mamá para que me convierta en momia viviente. Bueno, aguantaré hasta más no poder, y así que me sature de animalidad, tomo las de Villadiego y os encontráis ahí á Pachín el soso. Hablando formalmente, yo te suplico me envíes qué leer; las noches de invierno se echan encima, pronto anochecerá á las cinco, y no sé cómo voy á engañar tantas horas, aunque me acueste con las gallinas.

En un número de El Imparcial que vino de la villita próxima envolviendo arroz, veo el estreno del drama de Echegaray y la honda impresión que ha causado en el público; compadécete de este pobre aldeano, y remíteme por el correo ese drama.

Ahora te pintaré mi Tebaida. Fontela reposa en el hondo de un ameno valle, formado por las vertientes de dos montañuelas, entre las cuales pasa cautivo el río Avieiro. De este río es tributaria la fontela, ó fuentecilla, que mana en el huerto de mi propiedad y le da nombre. Á pesar de este aparato de montañas, río y fuente, la finca no es lóbrega, fría ni triste. Está enclavada en una de las mejores comarcas de Galicia, donde se tocan las provincias de Orense y Pontevedra; la temperatura (á lo que pude observar por ahora) es benigna, y según me aseguró ayer el albéitar de Cebre (que vino á prestar los servicios de su arte á una vaca enferma, y es de los alumnos finitos y resabidos de la Escuela de Veterinaria), el termómetro no desciende jamás á cero grados. En cambio el clima peca de lluvioso; cosa que me fastidia, pues suele aprisionarme entre cuatro paredes. Mucho siento hacerme caro, pero necesito de toda necesidad un buen impermeable: díselo á mamá.

La villa de Cebre, situada á tres leguas escasas, es el lugar habitado que tengo más próximo: compónese esta villa de dos calles y media, una iglesucha tamaña como un cobertizo, un mesón donde remuda tiro la diligencia y una destartalada casa-cuartel de la Guardia civil. Á cinco leguas, por el atajo, hállase Pontevedra; á veces pienso en montar hasta Cebre, meterme en el coche de línea, y pasarme en Pontevedra una semana; luégo reflexiono: ¿para qué? No conozco allí á nadie: el teatro está cerrado; vistos los dos ó tres edificios que lo merezcan, me pasearía por las calles hecho un tonto, aburriéndome más que aquí. Renuncio á las expediciones.

Á todo esto, aún no he descrito el palacio y jardines de mi real sitio. No ha debido ser mala, in illo tempore, la casa, construída á principios del siglo pasado por un bisabuelo ó tatarabuelo de mi madre. Como la mayor parte de las casas solariegas de aquí, tiene la escalera á la parte exterior, y se entra al piso alto por una larga solana ó balcón corrido, mientras el portalón de abajo, que domina una piedra de armas, da ingreso á la bodega, lagar, cuadra y establos. El piso alto—que es el habitable—consta de salón, cocina ancha y semiconventual, y un par de dormitorios en que caben tres salitas como la nuestra de Madrid. Por supuesto que todo se encuentra en lastimoso estado: la solana, desde donde se goza la deleitable vista del río, está alfombrada de habichuelas extendidas á secar, y en la esquina hay un montón de enormes calabazas; la sala se ha convertido en granero, y amenaza hundirse bajo el peso de ingentes montones de centeno y trigo, que muy á su sabor recorren las ratas; y en mi dormitorio había depositado la chica del casero cosecha de peros y manzanas tan abundante, que su fragancia no me dejaba dormir y hubo de retirarlas al cuarto contiguo, lleno ya de patatas y chirivías.

Excuso decirte que en las ventanas de la casa no se encuentra un cristal sano, y que las golondrinas (que ya se fueron) anidaban en las vigas del salón. Yo, para evitar el frío, tengo que vestirme con las maderas cerradas, á la luz que se filtra por las rendijas; es verdad que se filtra bastante, y aire también. Ya vestido, abro la ventana y entra con los rayos del sol la alegría del cielo puro, ó con las nubes una tranquila melancolía gris, que tiene su encanto, por ser muy característica de esta región. He reparado (los aburridos lo reparamos todo) que suelen las nubes oscurecerse y agruparse á la parte del Noroeste, sobre un manchón ó soto de magníficos castaños.

Comprenderás por lo dicho que la casa, más que vieja, se encuentra abandonada y se resiente del olvido en que la tienen sus dueños. La cal se ennegreció, y las vigas y pisos oscuros, que empiezan á apolillarse, aumentan el aspecto desolado de las habitaciones. Lo más curioso es ver aún esparcidas por estos destartalados aposentos algunas reliquias de opulencia señorial. Mi cama, por ejemplo, es salomónica, primorosamente torneada, incrustada de bronce, con monumental copete y dosel altísimo, de donde cuelgan pingajos de damasco ayer rojo y galón ayer dorado; es mueble que si se restaura quedará precioso, y cuando yo tenga un real y muchos cuartos lo compondré para ofrecérselo á mamá. He descubierto también unos bancos de respaldo pintado, una mesilla de tijera que acuerda al rey que rabió, y una Purísima en cobre, tan encubierta por el polvo, que sólo adiviné el asunto viendo blanquear la media luna. Del estado en que se hallan estos tesoros juzgarás si te digo que mi cama, antes que yo llegase, servía para tender castañas y nueces. Los colchones son prestados: creo que del Cura.

Sospecho que hasta mi venida, la familia del casero se permitía dormir y vivir en el piso alto, bien distante de imaginar que ningún Rojas la estorbase nunca el pacífico goce de su morada. Desde mi invasión se refugiaron abajo, no sé si en el lagar ó en la bodega; no he querido averiguar en dónde, porque necesito hacerme violencia para no mandarles que suban otra vez. Me consta que á papá no le agradaría, pues me encargó que me diese á respetar y guardase mi posición, no familiarizándome con los caseros; pero tú, que conoces mis principios, adivinarás cuánto me mortifica saber que á mi lado respiran cuatro ó cinco seres humanos y racionales como yo, amontonados en un lugar sombrío, húmedo, entapizado de telarañas, sin sábanas ni colchones, y al abrigo de una cuba vieja. Porque yo creo que dentro de las cubas vacías duermen todos, chicos y grandes. Aquí, antes del oidium, se cogía mucha cosecha, y hay cubas monumentales que hoy no se usan: las alfombraron de paja, y como Diógenes el cínico.

En tan extraños lechos presumo que duermen el padre, vejete marrullero, fisonomía inmóvil, ojillos relampagueantes de malicia; Maripepa, la hija mayor, que contará sus veinte; la pequeña, como de ocho; el niño, de cinco, y el mozo de granja, un bárbaro (exento del servicio militar por faltarle el pulgar y el índice de la mano derecha, que él mismo segó con la hoz). ¡Qué promiscuidad! dirás tú y dirá cualquiera. Así viven: como las bestias en el establo: peor quizás.

Paso á los jardines. Se componen de un cuadrado de coles, otro de patatas, un maizal que ahora está en rastrojos, y unos cuantos manzanos, perales y cerezos. En materia de flores, ya te contaría Matilde que no pude enviárselas disecadas porque no existen, á no ser tojos amarillos, malvas y unas campanillas blancas bien chiquitinas. Cuando cese de llover, bajaré á las orillas del río á ver qué tenemos de bueno por allí y si es posible coger alguna trucha; me convendría variar el menú, que se compone invariablemente de un caldo, un cocido y un asado de carne con patatas. Creo que Maripepa no sabe más condumios. Es verdad que por la mañana me tiro al cuerpo un vaso de leche... ¡qué vaso de leche, chico! Esto es beber leche: una leche mantecosa, fragante, rebosando la suave crasitud de la nata: un desayuno digno de un rey. Al despertar sudando y molido (porque esta máquina no quiere acabar de arreglarse, pero no se lo digas á los papás), aquel vaso de leche me vuelve el alma al cuerpo. Á las siete en punto entra Maripepa, y cla, cla... me bebo mi vaso, mejor dicho, mi escudilla ó cunca de barro del país, que no nos honramos con otra vajilla más preciosa.

Ya que he puntualizado lo que me sucede aquí, hasta lo más tonto, justo es que me enteres de lo que por ahí ocurre. ¿Habló ya en el Ateneo Gutiérrez Pelado? ¿Gustó? ¿Volvieron Ernesto y su novia de Andalucía? ¿Publicó Lena sus Ilusiones fugaces? ¿Le han dado algún palo los críticos? ¿Á qué altura estás con la rubia del Retiro? ¿Lo pescó Matilde? ¿Y de política? Que vengan los tuyos; amén, pero por turno pacífico, sin pronunciamientos. España necesita un poco de paz, si ha de reponerse. Me repugnan las explosiones brutales, hasta las más justificadas en su origen.

Á ti, en cambio, te entretienen. Dichoso tú. No te faltará diversión.

Ea, adiós; no te empereces, y escribe.

Del mismo al mismo

Octubre.

¡Camilo, Camilo, Camilo! ¡Que siempre has de ser así, empedernido y recalcitrante! Porque te dije en mi carta anterior que el casero tiene una chica, y esta chica me sirve la cunca de leche, ya pones mil tonterías, y afirmas que estoy aquí contentísimo y pinto el país y la casa con bellos colores. Piensa el ladrón... Ven acá, malicioso; ¿ignoras que no soy como tú, ni peco de inflamable, ni me vuelve loco el espectáculo de unas enaguas colgadas de una percha? Me gusta lo hermoso, me agradan las niñas guapas mucho más que las feas; sólo que no he menester, como tú, traerlas siempre al retortero, y supongo que cuando me enamore será de veras, y haré un marido tierno y amante, como Dios manda y debe ser todo hombre honrado.

Mi programa excluye los conatos de seducción. ¡Y por dónde querías que empezase la carrera de Tenorio! ¡Por Maripepa, la hija del señor Pepe de Naya! Antes de leer tu carta (que en algunos pasajes me hizo desternillarme de risa), ignoraba el color de los ojos de esta rústica ninfa, ó más bien faunesa. Hoy fué la primera vez que se me ocurrió desmenuzar su palmito. Cuando yo la consideré despacio, estaba Maripepiña en la actitud siguiente: arrollada á una muñeca la soga con que prendía á la vaca, y en la otra mano, que apoyaba en la cadera, reluciente y afilada hoz. Muchacha y vaca miráronme de soslayo cuando me acerqué al grupo, con mirada á un tiempo recelosa, arisca y humilde, como exclamando: «¿qué nos querrá éste?»

¿Y qué tal de estética? preguntarás tú de fijo. ¡De estética! Verás, verás. Maripepiña es de mediana estatura, tiene el cutis asoleado, sembrado de pecas, rojo el greñudo cabello, las manos oscuras y curtidas, con uñas cuadradas y romas, el pié muy ancho y plano, sin duda por la costumbre de no calzarse sino los días festivos, y de pisar cantos y asperezas. Tú, que te mueres por un pié bonito encerrado en elegante bota, tendrías para reirte un mes con la ancha base de esta criatura. Á fin de no desilusionarte por completo, añadiré que posee unos ojos entre verdes y azules, con pestañas muy cortas, espesas y rubias, que no por lo raros, ni por no contarse en el número de los ojos clasificados oficialmente como bonitos, dejan de serlo. Pero lo demás... ¡Si vieses qué semejantes en su colorido son la chica y la vaca! Rojas, morenas, las dos parecen hechas de tierra y teja molida.

Emprendí conversación con Maripepa, y no se cortó; dejó á la vaca mordiscar el campo, y me fué dando explicaciones de sumo interés; por dónde se encontraban las mejores lindes para el pasto; qué edad cuenta el ternero; cuándo será tiempo de venderlo en la feria; cómo era preciso traerle yerba tiernecita, si no el muy glotón no dejaría para mí gota de leche; todo en el dialecto del país, que me costaba trabajo entender, aunque voy acostumbrándome y ya sé el nombre de muchas cosas.

Sospechas que me habitúo á esta situación; te equivocas; me aburro resignadamente, hago de tripas corazón y de la necesidad virtud; duermo, como, paseo y trato de no echar de menos tu compañía, la familia, mis relaciones, el Ateneo y los teatros. No niego que me sucede un curioso fenómeno; deseaba mucho recibir el cajón de libros, y ahora que está aquí no me resuelvo á desclavarlo. La naturaleza me embebe, me absorbe la vida orgánica y me entrego dulcemente al placer de existir, de gozar sueños reparadores y digestiones insensibles, respirando un airete templado, que á veces trae olores resinosos del cercano pinar.

Otro síntoma: cuando llegué se me figuraba estar soñando, y que el único mundo real era Madrid; ahora me sucede lo contrario; penetrado de la realidad de cuanto me rodea, el Madrid lejano me parece una comarca fantástica: dudo confusamente de su existencia, y al recibir cartas me río de mis dudas. Cosas singulares observé también al despertar. El primer día que desperté aquí, me sobrecogió extraordinariamente la profunda calma, apenas rota por un rumor suave de brisa en la arboleda, por remotos quiquiriquís de gallo y por el argentino gotear del caño de la fuente. Contrastaba de tal modo esta paz con el ruido de los coches, que aún llenaba mis oídos, con el tableteo del tren y el carranqueo de la diligencia, que me puse á escuchar el silencio, gozando más que en el Real cuando la orquesta entona el solo de la Africana.

No niego el atractivo del campo. Desde que no llueve y está serena la atmósfera, recorro mis dominios, disfrutando de un apacible otoño. He visitado las orillas del Avieiro, festoneadas de olmos y mimbrales; en los recodos, ¡si vieses qué praditos de grama mullida, qué orlas de espadaña mezclada con lirios tardíos! Dará gusto leer á Becquer en sitios tan poéticos. Con todo, mi lugar favorito no son las orillas del río, sino el soto de castaños. Conservan éstos su frondosa hojarasca, pero sus flores secas y amarillentas alfombran el suelo y embalsaman el aire con un grato olor casi imperceptible; algún entreabierto erizo va cayendo, y se ve en su interior pardear la castaña. Me indicó Maripepa que el día de Difuntos se podrá hacer un magosto, es decir, asar las castañas en el mismo soto y comerlas regándolas con el mosto agrio y clarete del país. ¡Qué mosto, hijo! Me lo dieron á probar, é hice una mueca. Aseguran que asociado á las castañas es cosa exquisita; me figuro que siempre será vinagre.

¡Ah, gran acontecimiento! ¿Pues no se me olvidaba lo mejor? He tenido dos visitas, pásmate, dos nada menos. Y son gentes muy dispuestas á acompañarme y obsequiarme: el notario de Cebre y el señorito de Limioso. El notario, mozo robusto, colorado, gasta barba que le come las mejillas, pelo que se le junta con las cejas, y detrás de tanta maleza esgrime unos ojuelos vivos y joviales; el señorito, avellanado, escueto, grave y lacio, usa bigotes caídos, pantalones cortos y un chambergo anticuado, romántico, que está reclamando la flotante pluma. Tiene fama el notario de pirrarse por las mozas, el vino y la caza; el señorito es también gran cazador; pero respecto á otras pecaminosas aficiones, nada se murmura de él; es encogido, de pocas palabras, y no le falta cierta innata cortesía caballeresca. Este señorito de Limioso no salió jamás de su concha, y creo que sus viajes se reducen á ir algún año á Pontevedra para ver el fuego de la Peregrina; no le dieron carrera, fuese por falta de medios ó fuese por considerar más hidalga su ignorancia de mayorazgo pobre, y vive con su padre, chocho ya, y dos tías muy viejas y raras, en un caserón acribillado de goteras, que aquí llaman con gran respeto el Pazo (palacio) de Limioso.

Afirma el notario malignamente que el señorito mantiene á sus tres perros de perdices con aleluyas, y que en el Pazo se cuelga del techo el mollete de pan, á fin de que dure más tiempo y sea más difícil de coger. Es posible que tengan fundamento estas burlas; porque mientras el notario ha venido á verme caballero en una yegüecilla muy redonda, de ojo zaino y gordas ancas, el señorito cabalgaba en un penco trasijado y larguirucho, que casi desaparecía bajo la gran silla española con adornos de plata, mueble histórico del Pazo. Ambos visitadores me convidaron á salir con ellos á las perdices, y convinimos en que, si no se descompone el tiempo, recorreremos el monte y ellos vendrán á disfrutar el magosto aquí.

Ya te referiré cómo he obsequiado á mis nuevos amigos y á qué saben las castañas.

Del mismo al mismo

Noviembre.

No he contestado á tus últimas y cariñosas epístolas, porque sólo tuve ánimo para poner dos renglones á mamá, redimiéndola de la mortal inquietud en que viviría si no viese mi letra. Es el caso que he recaído: ¡silencio por Dios, y no se te escape la noticia ni con Matilde! Por otra parte, imagino que lo peor ya pasó, y que vuelvo á encontrarme fuerte. Merece contarse la historia de mi recaída y de las calaveradas que la originaron.

Á fines de Octubre y principios de Noviembre hizo un tiempo delicioso: ni en Niza, ni en región alguna del mundo se podía apetecer cosa más grata que esta despedida del otoño que llaman veranillo de San Martín. El día de Difuntos—tan triste en otras partes—daba aquí ganas, más bien que de llorar y morirse, de resucitar brincando; y cuando salimos para el soto el notario, el señorito de Limioso, el cura de Naya y yo, íbamos tan contentos y me sentía tan bien, que creí vencida del todo mi enfermedad. Convinimos en que haríamos el magosto nosotros mismos, y en que Maripepa nos traería la comida al soto. Apenas llegados á él, mis compañeros, que según costumbre llevaban escopeta, aseguraron que se oía el reclamo de la codorniz, chau, chau, en unas viñas próximas, y ya no hubo quien los contuviese. Quedéme solo, sentado en el cepo de un castaño que abatió el hacha, con el volumen de Becquer abierto en las manos, pero con gran pereza de leer.

Me distrajo ver cómo hacía Maripepa los preparativos del magosto, juntando ramas y hojas muy secas y reuniéndolas en montón en un claro del soto, donde el sol había requemado y dorado la yerba y el musgo. Preparada la hoguera, dedicóse la muchacha á recoger erizos y extraerles la fruta. ¿Con qué dirás, Camilo, que abría los erizos Maripepa? ¡Con los piés!! Juntándolos mucho, sirviéndose de ellos como de unas manos, manejando diestramente el pulgar, la planta y el talón, hacía estallar la cápsula y saltar la castaña fuera. No comprendo por qué milagro las púas del erizo no se le clavaban en la carne; es verdad que antes de abrirlo lo prensaba y estrujaba con un valiente talonazo. Reíme de tan peregrina faena, y la chica se rió también, enseñando entre sus labios gruesos unos dientes para dar envidia á los que padecemos del estómago. Intenté sepultarme en la lectura de Becquer, pero á poco, incitado por la quietud rumorosa del bosque, el sereno regocijo del cielo y las idas y venidas de Maripepa, tiré el libro y me consagré á ayudarla, haciendo torpemente con las suelas de las botas lo que ella á maravilla con la recia planta del pié. Compadecida de mi ineptitud, me dijo que en vez de abrir erizos recogiese castañas de los ya abiertos, quedándome sólo con la gorda del centro y desechando las dos mezquinas que suelen flanquearla. Y aquí me tienes de bruces, cogiendo castañas, limpiándolas con la manga y echándoselas á Maripepa en el delantal.

En semejante actitud me encontraron mis compañeros, que volvían locos de gozo con una codorniz y dos ó tres pajarillos asesinados. Soltaron la carcajada al verme, y me levanté algo confuso, alegando el aburrimiento y la soledad en que me dejaban. Cruzaron entonces miradas maliciosas: el notario guiñó el ojo izquierdo hacia Maripepa, dando un codazo al cura; el cura hizo ademán de tocar las castañuelas, y el señorito contempló de reojo, sonriendo, sus desmayados bigotes.

¡Búrlate de mí! Me puse frenético. ¿De manera que no sólo tú, sino también estos majaderos, me juzgan capaz de abrasarme en la hoguera del magosto? Porque te juro, Camilo, que las miradas, el guiño, el codazo, la pantomima y la sonrisa fueron, en su género, de lo más crudo y franco posible. No necesitaban traducción ni comentarios.

Como Maripepa se había marchado á buscar la comida, aproveché la ocasión para desahogarme, y con gran sorpresa mía, sólo conseguí aumentar la broma y las risotadas. No les pude hacer comprender que la honra de una chica que lleva á pastar las vacas y abre erizos con los piés, vale tanto como la de una emperatriz, y que la perla de la virginidad no pierde su hermosura por abrigarse en la concha de una cuba vacía, entre las telarañas de una bodega. ¡Sin embargo, es cosa bien clara á mis ojos! Hasta el cura me daba la razón á medias, sólo en el terreno especulativo: ante Dios todas las almas son iguales, y no hay distinción de categorías—decíame festivamente;—pero en la práctica vemos que la educación, lo que se aprende desde la niñez, la costumbre, influyen de un modo notable en la conducta y en el aprecio que el mundo nos otorga. Parecióme de componenda la teoría, y protesté algo enojado. La llegada de los manjares me forzó á desarrugar el entrecejo y atender á mis deberes de anfitrión.

¡Qué gustosa es una empanada de Cebre, fría, comida sin mantel ni trinchante! ¡Pues y las patatas cocidas, escarchadas en una corriente de aire, sobre un cesto de mimbres! El notario había traído su morena, bota capaz de doce ó quince cuartillos, y la empinábamos por turno, rociando el banquete con tragos de vino del Avieiro, muy análogo al Burdeos común. Entre tanto, Maripepa, arrodillada, activaba la hoguera del magosto, soplando con toda la fuerza de sus carrillos, mientras el notario, echando cerillas, las aplicaba á las hojas secas, que ardían chisporroteadoras. Así que el fuego se apoderó de las ramas y éstas se convirtieron en brasa encendida, las castañas comenzaron á estallar, y Maripepa á meter intrépidamente los dedos en la lumbre, sacándolas una por una y ofreciéndomelas después de limpiarlas á su justillo.

Empezó el mosto agrio á correr, y sus efectos hilarantes á percibirse. Hasta se le desató la lengua al señorito de Limioso con tan alegre vinillo, y azuzado por el notario armó discusión con el cura sobre política. Yo pensaba que los dos andarían conformes: ¡que si quieres! el señorito recibe El Siglo Futuro, el cura está suscrito á La Fe, y entre mestizo y nocedalino, pidalero y cesarista, se pusieron de oro y azul. Al cura se le sofocó y arrebató hasta la piel de la corona; al señorito parecía que se le enderezaban los bigotes, á guisa de espolones de gallo de combate. Lo gracioso fué que ambos apelaron á mí para dirimir la contienda, y yo no sabía qué decirles ni ellos me dejaban hablar; tales estaban de acalorados.

Mientras duró esta escaramuza, el notario, á pretexto de velar por el magosto, se había arrimado á Maripepa disimuladamente, y oí un chillido de dolor, á que él contestó con una carcajada sonora y larguísima. Me levanté furioso para contener á aquel mozo desvergonzado, y ví á Maripepa de pié, con una manga de la camisa remangada hasta el hombro, mirando tristemente la señal roja del bárbaro pellizco, en actitud algo parecida á la de un perro á quien pegó su amo. Por señas que es admirable que Maripepa tenga los brazos blanquísimos, teniendo la mano tan oscura.

No sé qué le dije al notario, sin descomponerme, pero con gran energía, que vino con las orejas gachas á sentarse en un tronco y á comer castañas por vía de consuelo. Yo también me harté de tan indigesta fruta, y mi estómago quedó fatigado y embutido. No obstante, atribuyo la recaída, más que al magosto, á la cazata de pocos días después.

Quedamos en que ellos pondrían los perros, el vino, las municiones, la caza, y yo la comida solamente. Ya el día empezó mal para mí, pues me hicieron madrugar; era noche cerrada cuando alborotaron el patio los ladridos del Chonito, del Pistón y de la Gineta, y apenas blanqueaba la aurora cuando bajé vestido, y temblando de frío, á recibir á mis huéspedes. Parecían tres facinerosos, con el sombrerón de anchas alas, la canana, el morral y la escopeta. Eché á andar en su compañía, y caminamos por la margen del Avieiro hasta mucho más allá del soto, desde donde tomamos monte arriba. ¡Ay, Camilo, qué piernas requiere el oficio de cazador! ¡Esto de que un sér racional ha de seguir el rumbo que le señala un bando de perdices, es mucha cosa! Que las perdices están allí... que no, que se corrieron á media legua, á la parte de Boan... Y salte Vd. portillos, cruce bosques, y vadee arroyos, y pise tojo, y suba cuestas ásperas para luégo bajar otra vez, por despeñaderos, á la cuenca del río.

Me sentía rendidísimo y no quise confesarlo, porque me avergonzaba de mi poco vigor ante la robustez del notario, la agilidad galguesca del señorito y la jovial ligereza del cura. Hasta los perros volaban delante, gozosos, en su elemento, volviendo de cuando en cuando sus cabezas inteligentes á ver si los seguíamos. De pronto el Pistón y la Gineta se pararon, con las patas de delante inmóviles y un leve y nervioso meneo de cola. Su piel se estremecía de impaciencia y de entusiasmo. ¡Entra, Pistón! ¡Entra, Gineta! ¡Ahí, Chonito! Entraron impetuosamente en el brezal, y salió la bandada con formidables aleteos; sonaron tres tiros, y luégo otros tres; por último salió rezagado el mío, y se perdió inofensivo en el aire, haciendo reir á mi costa. Los canes portaban las víctimas, desviando delicadamente sus dientes blancos para no deshacerlas, y aquí de las exclamaciones: «¡Un pollo! ¡ Un pollo! ¡Esta es una vieja, un macho viejo!» Y los cazadores apartaban con los dedos la abigarrada pluma, palpando la carne gruesa, tibia aún con un resto de calor vital.

¡Gracias á Dios! murmuré para mi sayo cuando nos recogimos á una robleda donde nos aguardaba la comida, y, sobre todo, el reposo. Maripepa y Manuel, el mozo de granja, nos esperaban allí; entregamos á Manuel la caza por aligerar los morrales, y él nos mostró con aire de triunfo un objeto que pendía de sus tres dedos sanos, y que al pronto me pareció un haz de helechos, hasta que ví entre las dentadas hojas verdes asomar unos cuerpos de pez argentados y húmedos. ¡Truchas soberbias, truchas de las famosas del Avieiro!

Manuel explicó que las había cogido tempranito, al rayar la aurora, por medio de la nasa, especie de cesto muy hondo. Con la alegría de verlas se me quitó el cansancio, y ordené á Manuel que fuese por unas parrillas á la rectoral de Naya, que estaba á un tiro de fusil; al oirme hablar de parrillas, Manuel se encogió de hombros, se eclipsó, y volvió á poco rato trayendo una ancha losa de pizarra que tendió en el suelo, y al rededor de la cual puso rama de pino, mucha rama, prendiéndole fuego después. Así que la rama ardió y se hizo brasa, colocó encima de la candente pizarra las truchas, que empezaron á asarse lentamente, soltando su grasa finísima. ¡Qué buenas estaban! El más exigente gastrónomo se chuparía los dedos.

Con la golosina de las truchas comí bien, y al volver á ponernos en marcha para buscar otro bando de perdices que debía encontrarse, según noticias, en un escarpadísimo barranco, cátate que empieza á caer llovizna menuda y á cerrarse la tarde en niebla, y yo, bastante desabrigado, á experimentar la penosa sensación del frío sordo y penetrante, que se nos cuela hasta los huesos. La terca lluvia no cesaba, y estábamos á legua y media de Fontela, y no me defendía, como á mis compañeros, una especie de coleto de badana, ni unas polainas de cuero. Llegué tiritando á casa y me acosté yerto; á poco se declaró la calentura, y aun creo que el delirio; por lo menos la incoherencia en el hablar. Yo me agitaba, quería destaparme, y después me quedaba postrado. Así corrieron dos semanas.

He conocido en esta ocasión que aquí es la gente muy buena y cariñosa; no sabes la compañía que me hicieron por turno el notario, el señorito y el cura; me trajeron al médico de Cebre, viejo practicón que me recetó friegas y sudoríficos (¡qué diría Sánchez del Abrojo si tal supiese!), y trabajo me costó impedir que el notario, á puros refregones, me arrancase la piel. Á falta de los amigos, Maripepa me asistía, velaba y daba bebistrajos y medicamentos ridículos: un huevo muy batido con azúcar y disuelto en leche, agua hervida con miel, mil porquerías.

Me acostumbraron mis enfermeros á jugar una partida de tresillo para entretener el forzoso encierro de la convalecencia, y todas las tardes lo jugamos en la mesa de la cocina, cerca del fuego del hogar, escuchando el ruido pausado de la lluvia y el medroso silbido del viento, pues ya el veranillo pasó y reina la invernada más húmeda y nebulosa que imaginarte puedas. Por no interrumpir la animada partida, sacamos el caldo del pote con nuestras propias manos, y cenamos al amor de la lumbre sin dejar de jugar. ¿De qué se habla? Generalmente, del codillo ¡de solo! que se mamó el cura, ó de la bola que le cortaron al señorito con el caballo de bastos. Á veces, de perdices, de codornices, de ferias ó de política; el notario es sagastino, porque tiene un tío que recibe de Sagasta instrucciones electorales; el señorito y el cura ya sabes de qué pié cojean; yo, que aspiro sólo al progreso y bienestar de España, les sermoneo á todos, y todos se ríen de mis utopias.

Te diré con franqueza que si por algo me desagrada esta tertulia campestre, es por ciertos desmanes del notario con Maripepa. No puede la pobre muchacha entrar en la cocina sin que la hostigue, la arrincone y la persiga de mil maneras indecorosas. Si los deberes de la hospitalidad y la gratitud que en el fondo me merece este gaznápiro no me atasen las manos, le daría una lección de la cual le quedase memoria. ¿Cómo he de consentir que á mi vista ofendan á una mujer, siquiera sea á la más humilde? Con la lengua defiendo á Maripepa calurosamente, reprendiendo las feas acciones del notario; mas es predicar en desierto, porque la idea de que en Maripepa hay algo acreedor á respeto no arraiga en el obtuso magín de este Don Juan de aldea.

Puede que tú también te rías viéndome metido á redentor; considera, antes de mofarte de mí, que aparte de mis principios humanitarios, le tengo ya á Maripepa cierto cariño desde que me asistió tan asidua. Por señas, ya que de esto se trata, que me sorprendió mucho la indiferente familiaridad con que me prestó toda clase de servicios. Yo bajaba la vista por instinto cuando me mudaba las sábanas, ó las estiraba, ó me arreglaba el colchón... y ella tan tranquila, sin entornar siquiera sus pupilas verdosas. ¿Será verdad que el pudor es relativo y depende de la posición social que ocupamos y de la educación que nos dieron?

Me inclino á pensarlo, porque esta chica me trató con más desahogo durante mi mal, me cuidó con menos escrúpulos que mi hermana ó mi propia madre. Y sin embargo, al través de su tosquedad, parece inocente y mansa como el ternerillo que zagalea.

Noticia á todos que estoy mejor, es decir, bien, y que mañana ó pasado les escribiré largo y tendido.

Del mismo al mismo

Diciembre.

¿Preguntas por mi salud? Magnífica, chico; he echado carnes, mi barba se cierra, mis piernas se fortifican, y vas á dignarte decirle á mamá que es razón sacarme de aquí, sino he de enfermar otra vez de murria y fastidio. Se acerca una época que me inunda el corazón de nostalgia: las navidades. ¿Quién no aspira, en Noche Buena, á cenar rodeado de su gente? Sepultado en el rincón de un valle, en el fondo de Galicia, yo me consumiré ese día clásico, y pensaré tristemente en los que me echan de menos. No respondo, Camilo, de no plantarme en esa el día 24.

¡Con qué placer celebraríamos la Noche Buena, yo restablecido, con el nombramiento de Juez en el bolsillo, y tú declarado novio oficial de Matilde! Mis padres, aunque temen algo á tu mala cabeza, estiman tu corazón, saben que eres chico listo y de porvenir, y no aspiran á mejor yerno. Pero eres incasable, está visto. Has de tropezar con una moza traviesa que te haga ver lo blanco negro. No te digo más, porque es algo desairado el papel de casamentero de mi propia hermana, máxime no teniendo ésta un ochavo de dote.

Podías imitar mi prudencia, y dejarme en paz con la chica del casero. Supongo que, después de saber que rabio por tomar el portante, no reincidirás en la chistosa bromita de que estoy prendado de esta ternera, como tú le llamas. Maldita la falta que hace estar prendado de nadie para profesar y sostener principios de elemental justicia. ¿Qué significan entonces nuestros ideales democráticos, si hemos de aprovechar la primer coyuntura favorable de escarnecer al pueblo en lo más digno de veneración, en la mujer indefensa y expuesta por su misma inferioridad á todo ultraje? ¿Hay cobardía como abusar de criaturas poco más conscientes que el ganado? ¿No es Maripepa un sér humano, un semejante que excita mayor interés por lo mismo que carece de escudo social?

Comprendo, Camilo, todo lo que se haga en ciertos sitios, en ciertos bailes y con ciertas mujeres. Ya barruntan ellas á lo que se exponen, y no les cogerá de nuevo cosa alguna; si la guerra es poco gloriosa, al cabo es franca y abierta. ¡Pero asechanzas á Maripepiña, á esta pobre Margarita salvaje que, por no saber, ni sabe dar al torno! Es igual que tirar á un conejo atado por las patas ó cazar pollos en el nido. ¿No se subleva tu generosidad natural con sólo pensar que yo lo consintiese á mi sombra y bajo mi techo?

Me indignó semejante proceder, y más en el notario, que al cabo no tiene la disculpa de juzgarse, como el señorito de Limioso, investido de una especie de poder feudal sobre las mocitas de la comarca. Es verdad que el notario se lo arroga, en virtud de los manejos de su tío, el sagastino cacique, y te aseguro que bajo el cetro de papel sellado de estos tiranuelos locales vive harto más oprimido el paisanaje infeliz que en tiempos de horca y cuchillo, pendón y caldera.

Da ganas de reir tu aserto de que me inspira celos el notario. ¡Celos de Maripepa... y de ese pedazo de atún! ¡Cuánto nos vamos á divertir este año en el Retiro, acordándonos de tales simplezas!

Mira, no te olvides de instar á papá para que me levanten el destierro. Tengo verdaderas saudades de Madrid; es decir, no sé si son de Madrid precisamente; el caso es que las tengo. Á medida que mis pulmones se saturan de aire puro y vital, parece que se me achica la respiración del alma y que me ahogo por dentro. Ansío no sé qué, doy largos paseos sin objeto ni fin, ó me estoy horas y horas sentado en el poyo de piedra debajo de la solana, sumido en una especie de ensimismamiento raro, que debe ser rezago de la enfermedad. Á veces salto del poyo, y por no saber cómo esparcir la sangre, trato de escalar la solana; y no estando muy hecho á este género de habilidades, á poco me rompo la crisma estrellándome en el patio.

Figúrate si me hierve el cuerpo en impulsos de actividad, que anteayer ayudé á Maripepa á segar, por entretenerme. La ví salir con la hoz y un aire tan animoso, que me dió envidia, y la seguí al prado. Es cosa muy linda el prado, sobre todo en este tiempo, cuando su frescura y color alegre contrasta con la desnudez de los árboles y la aridez del terreno labradío. Un prado es la infancia de la vegetación, y sin que uno sea borrico, ni mucho menos, la yerba convida á tenderse, revolcarse y palpar amorosamente su suave tez de felpa. Me tendí, pues, dejándome resbalar por el leve talud, mientras Maripepa esgrimía el arma de las druidesas y apañaba (es el término técnico) todo el verde posible. Al fin me resolví á servirle de algo, y estuve á punto de llevarme media mano con la hoz, que corta como navaja de afeitar. La chica se rió de todo corazón, pues nada le divierte tanto como mi torpeza en cosas rústicas. Me arrancó el instrumento, y pronto tuvo reunido un haz de yerba que colocó sobre su cabeza. Apenas se le veía la cara entre aquel marco de verdura, y al andar la rodeaban las hojas y tallos que iban soltándose y cayéndose, y quedaba en pos de ella un rastro de briznas de plantas, de simiente de gramíneas, de florecitas menudas. No dirás que no te doy la razón poetizando á Maripepa. El asunto merecía un acuarelista que lo fijase en el papel.

Se me figura que parte de este desasosiego mío, de este no saber cómo matar el tiempo, á la vez que lo engaño con las mayores niñerías y futilidades, consiste en que los tresillistas me han abandonado, aprovechando estos días apacibles en sus correrías y cazatas, que ya no me atrevo á compartir, escarmentado por el mal suceso de la primera. Si no me escabullo antes, en Enero estoy convidado á la famosa feria del 6, en Cebre. El notario hará el gasto, y por no llevarnos á su casa de soltero, que la tendrá sabe Dios cómo, nos obsequiará en la fonda. ¡Debe ser cosa buena la fonda de Cebre! ¿eh?

Contéstame á escape, dándome siquiera esperanzas de que saldré de aquí. Creo que el mar político se encrespa y la balanza se inclina del lado de los tuyos. Seré Juez... y ¡ay del notario fullero ó del cacique tortuoso é inicuo que me caiga por banda!

Del mismo al mismo

Enero.

Sí, ha llegado mi nombramiento; sí, no te acusé recibo; sí, me hago el muerto, y lo que es peor, deseo estarlo hace algunos días. ¡Ya soy Juez, Camilo! ¡Amarga ironía de los acontecimientos! ¡La justicia humana se pone en mis manos el día en que más merezco caer en las suyas... y acaso en las de Dios!

Camilo, si eres amigo mío de verdad, si quieres un poco á mi hermana, por ambos afectos te suplico seas discreto y reservado y no reveles á papás ni á nadie de este mundo palabra de lo que voy á contarte; porque necesito desahogo, y ya no sé callar más, y porque quiero que me aconsejes. Tú sueles ver más claro en asuntos de la vida práctica, aunque yo poseo... poseía, quiero decir, un fuerte instinto de rectitud moral que en cualquier conflicto me dictaba resoluciones dignas de mí.

Entraré en detalles y referiré cómo se encadenaron sucesos que acaso explican, sin disculparlas, mis locuras. ¡Maldita sea la feria de Cebre! Escucha, escucha, verás cómo empezó la broma que tan cara me cuesta.

La mañana del día 6 me vestí y acicalé para ir á Cebre, poniendo algún esmero en mi aliño, porque tras de una larga temporada de campo, en que el aseo se descuida y se anda sin corbata ni camisola, gusta volver por los fueros del hombre civilizado, y se experimenta cierto placer al cortarse las uñas y atusarse el pelo. Vestido ya de piés á cabeza, cabalgué en el jaco que me traía Manuel, y salí al camino. Estaba la mañanita fresca, y yo, sintiéndome sano y fuerte como nunca, respiraba con placer el airecillo picante, y conocía que empezaban á enfriárseme los pies en los estribos. De pronto oí una voz: «¡Adiós, señorito!» Miré hacia abajo y ví á Maripepa. Al pronto dudé si la era; tan diferente me pareció de la Maripepa acostumbrada.

¡También ella se había pulido y arreglado á su modo! Llevaba mantelo negro, liso y muy ceñido, con ancha cenefa de pana; dengue negro también, recamado de azabache y sujeto á la cintura con un broche de dos conchitas de plata relucientes; al cuello, pañolito de seda azul. Su pelo rojo, alisado con agua, tenía al sol reflejos cobrizos, y su tez, á fuerza, sin duda, de fricciones, ostentaba un brillo de juventud; las pecas satinaban á trechos el cutis tostado, y los ojos, verdosos, parecían de metal, vistos á la claridad del día. ¡Cosa más rara!—pensé para mis adentros.—Esta chica no es fea, al contrario. Reflexión que hice mientras echaba pié á tierra y emparejaba con Maripepa, cogiendo del diestro el jaquillo.

Ella también llevaba el ternero, destinado á venderse en pública subasta en la feria; de modo que ternero, jaco, ella y yo formábamos un grupo que, al ascender el sol en los cielos, proyectó sobre el camino una sombra grotesca y fantástica. ¿Por qué me fijé en la proyección de sombra, y recuerdo este incidente entre otros más dignos de memoria duradera? No sé: lo cierto es que el grupo, visto de aquel modo, resultaba muy extravagante, y me hizo reir.

Aumentó mi buen humor Maripepa, que me dijo á voces lo que yo me limitaba á pensar de ella por lo bajo. Con rústicas razones me aseguró que estaba muy guapo aquel día, y añadió en tono hiperbólico:

—¡Hoy las señoritas en la feria!...

No se explicó más, ni hacía falta, porque la risa y la mirada dijeron el resto. Homenaje más brutal, más resuelto, más sencillo y más provocativo á la vez, no se ha tributado á nadie. Un alma inculta, enterita y sin velos, se asomó á unos ojos del color del follaje, ojos que parecían espejos de la naturaleza agreste.

He leído que mujeres muy hermosas, entre ellas la célebre Mad. Récomier, la amiga de Chateaubriand, oían con gratitud y orgullo los piropos de los soldados ó de los saboyanitos deshollinadores, en la calle. No soy mujer, ni, como sabes, me he preciado jamás de chico lindo; pero soy de carne, y reconozco que es muy grato leer en una cara el placer causado por nuestra presencia. Y este placer apenas pueden ofrecérnoslo gentes cuya condición social supere á la de los deshollinadores. Una señorita, ó siquiera una mujer algo educada, cuando encuentra guapo á un hombre, procura á toda costa que no le salgan al rostro los pensamientos. Maripepa dió rienda suelta á los suyos, como el niño que ve dulces ó juguetes. Mirábame de piés á cabeza embelesada, repitiendo con una mezcla de envidia y codicia:

—¡Ay las señoritas hoy!...

Saboreé un momento aquella admiración candorosa, ó impúdica, ó como quieras, dejándome llevar á mi vez del gusto de contemplar á la chica y detallar en ella gracias no observadas hasta entonces: la delgadez de la cintura, realzada por la valentía de la cadera; la abundancia del pelo rojo, alborotado en las sienes; y la mucha frescura de la boca. Pero como no soy tan inocente que no sepa en qué paran observaciones de este jaez, y además, hasta Cebre, faltaban aún tres leguas, dije á Maripepa unas cuantas palabritas de broma, para que quedase satisfecha y pagada, y monté de nuevo á caballo, espoleando á mi jamelgo y perdiendo de vista á la pastora muy pronto.

Cuanto más me acercaba á Cebre, con más bueyes y cerdos tropezaba, teniendo á veces que pararme por no aplastar inhumanamente algún marranillo de rosado cutis y finas sedas. El campo de la feria de Cebre es una robleda frondosísima, que la carretera divide en dos. Cuando llegué, no se podía literalmente dar un paso: tal era el hervidero de cabezas humanas y cornúpetas que me rodeaba y oprimía. No he visto cuernos más inofensivos que los de estas pobres vacas gallegas. Enganchan á un hombre por la cintura, y él se vuelve muy tranquilo y los desvía con la mano. Sin embargo, como estaban tan apiñados, las astas y la gente me oponían una muralla casi infranqueable, y ya renunciaba á pasar, cuando ví de lejos al notario y al señorito haciéndome señas. Guié hacia la izquierda, y conseguí salir á sitio de más desahogo.

En un redondo campillo, donde clareaba la robleda, nos pusimos á pasear, después de que un chicuelo se llevó mi rocín para buscarle acomodo. Empeñóse el notario en darme de refrescar inmediatamente, y trajo de su casa, próxima al campillo, una botella de tostado, vino de pasa muy estimado aquí, y unas rosquillas exquisitas, que se conocen por melindres. Entre el mosto y el tostado se compondría un vino racional, pues lo que á aquel le falta de azúcar, le sobra á éste; bien que se asemejan en carecer ambos de alcohol, razón por la cual el tostado embotellado suele volverse, al cabo de algunos años, una bola de azúcar. No sé por qué te cuento tales menudencias; creo que los detalles del día fatídico se me incrustaron en la memoria; además, hace muy al caso referir todo lo que me dieron y pudo contribuir á embargar mis potencias.

Sin tener exceso de alcohol, el tostado me alegró y me infundió cierta animación desusada. Presentóme el señorito á tres ó cuatro señoritas que se paseaban por allí en pelo, con flores en la cabeza y vestidos que me parecieron, no sé explicar el por qué, anticuados y pretenciosos. Antes de mi presentación, las señoritas reían á carcajadas y se pellizcaban unas á otras; pero la llegada de mi madrileña persona les echó un jarro de agua, y quedáronse como en misa. Traté de reanimar su buen humor, envidiando de veras el tuyo, que me vendría de perlas allí; ¡esfuerzos inútiles! las niñas creyeron interesado su amor propio en aparecer graves y espetadas, y me preguntaron por las bodas de la Princesa de Baviera y otras menudencias cortesanas, como si yo fuese gentilhombre de casa y boca y anduviese metido en tráfagos palaciegos. Mi empeño de traer la conversación á un terreno más actual y menos elevado, sólo consiguió que languideciese; y después de convidar á rosquillas á aquella aristocracia montés, nos apartamos del grupo, no sin que el notario me diese al codo repetidas veces, señalándome maliciosamente á una de las señoritas, que tenía voz gruesa y presencia varonil.

Vagamos por la feria, admirando alguna yunta de bueyes superior, algún marrano de desmesurados lomos y corto y enroscado rabo (son los preferidos), y alguna vaca gran lechera; no se nos pegaron moscas de caballo, ni nos picaron tábanos, por ser invierno; pero nos empujaron sin compasión, oímos las disputas y el regateo encarnizado, y como iba aburriéndome más de la cuenta, oí con gusto la noticia de que era hora de comer.

Entramos en la fonda por la cocina, llena de gentío y ruido, con piso de tierra, y nos dieron arriba la mejor habitación, una salucha independiente, donde nos sirvió una moza sucia, desgreñada y fea, á quien el notario acribilló á bromas como suyas. Si estuviese yo de humor de descripciones largas, te diría la brutal abundancia del banquete, la compacta sopa de fideos azafranados, el cocido monstruo, con sus moles de tocino y carne y sus chorizos derramando por las brechas de la tripa roja grasa, el asado de lomo capaz de mantener á un regimiento, el océano de papas de arroz; dándote á conocer asimismo el plato clásico de las ferias, el pulpo curado y cocido, tras del cual se chupan aquí los dedos. Y no dejaría de divertirte si te refiriese nuestra conversación, donde entre bocado y bocado averigüé los fastos de las señoritas de la feria, y supe que la gruesa monta caballos en pelo y tiene á prevención el revólver debajo de la almohada, por si asaltasen ladrones el solariego palomar, mientras la chiquita es poetisa y hace versos á los estudiantes que pasan las vacaciones en Cebre, lo cual sugirió al notario y al cura, entre mil tonterías, algunas agudezas que me hicieron reir con toda mi alma.

Mas lo que importa á mi cuento, es que el notario trajo de su casa hasta media docena de botellas de tostado, que aunque suave y dulzón, unido al vino común, al ruido, a la risa y á los cigarros, me produjo inexplicable aturdimiento. Sentí crecer en mí la vida orgánica, y me ví libre de la eterna presencia del pensamiento, compañero serio y moderador al fin. Puse los piés sobre la mesa, me eché atrás en la silla, declamé y canté algunas canciones de zarzuela y trozos de ópera, todos tiernos y apasionados. Porque quítale el freno de la reflexión á un muchacho de mi edad, y claro está que se desborda el torrente amoroso que, más ó menos aprisionado, ruge en el fondo de todas las almas. Si la maritornes que servía tuviese rostro humano, creo que le abriría los brazos.

No los brazos, pero una ventana, abrió el cura, y el fresco empezó á calmarme y á recordarme que tenía que volver á la Fontela antes que anocheciese del todo. Ví el cielo gris, y me pareció que amenazaba lluvia. ¡Yo me había venido sin el impermeable! Al punto envió á su casa el notario por una prenda que aquí se usa mucho: la capa de paja. Estos impermeables rústicos dan excelente resultado, pues sobre la superficie de las pajas resbala el agua, sin que entre una gota: nada pesan, y aislan por completo de la humedad: tienen capucha y cubren todo el cuerpo.

Preservado de la contingencia de la lluvia, envié delante de nosotros á un chicuelo con mi jaco, sobre cuyos lomos iba terciada la famosa capa, y el cura, el señorito, el notario y yo emprendimos á pié la ruta, quedando ellos en acompañarme hasta cosa de un cuarto de legua de Cebre y regresar en seguida por si descargaba el aguacero. Poco nos alejaríamos del pueblo cuando observé que caminaba delante de nosotros una mujer, y conocí á Maripepa, libre ya de la compañía de su becerrillo, que había vendido de seguro. Entretenido en la conversación del cura, y algo aturdido todavía por los efectos del tostado, yo andaba descuidadísimo; pero noté que el cura y el señorito se hacían señas y se fijaban en un punto del horizonte, y ví con sorpresa que el notario no estaba con nosotros. Miré en derredor, y no le divisé por parte alguna. Todavía me parece estar contemplando el paisaje, teatro de la escena que sucedió después.

Teníamos á la derecha un barranco, en cuyas laderas crecían tojos y retamas, y cuyo fondo era una especie de cantera de pizarra, ahondada quizás por los peones camineros para acogerse allí ó para rellenar la caja de la carretera. Á la izquierda oscurecía sus sombras un pinar, plantado enteramente á orillas del camino, y del cual nos separaba tan sólo la zanja de una cuneta poco profunda.

De este pinar, á diez pasos de distancia, oí salir gritos, bárbaras risas, el tragín de una brega, algo como la corrida de una res por entre la hojarasca y la maleza tupida. Oirlo y lanzarme al lugar de la escena para mí invisible, fué simultáneo casi. Desvié arbustos, crucé zarzales, que me arañaron las piernas, y hallé en el mismo lindero del bosque á Maripepa, lidiando con el notario á brazo partido, protegida por los troncos, que le servían de parapeto, trinchera y burladero. Sin vacilar me precipité á defenderla, cogiendo del cuello de la americana al agresor y obligándole á hacerme cara; pero el demonio, ó el tostado, que será lo más cierto, le impulsó á descargarme una valiente puñada en la mandíbula izquierda, que me dolió, no allí, sino en el alma, con dolor desconocido hasta entonces. No era aquello un bofetón, ni por el propósito, ni por el hecho; mas, al fin y al cabo, era la diestra de un hombre en mi rostro, y todos los instintos bárbaros y cruentos, de los cuales he abominado mil veces en mis lucubraciones filosóficas, que he maldecido y anatematizado en nombre de la razón, se despertaron como una jauría, y me aullaron dentro con feroces aullidos. Sin acordarme de la diferencia de fuerzas físicas, arrojéme al notario, y él, echando fuego por ojos y mejillas, se abrazó también conmigo.

Maripepa entretanto gritaba, y yo oía sus gritos como en sueños, porque sólo atendía á saciar el repentino arranque de mi rabia. Sujeto entre los forzudos brazos del notario, únicamente me quedaba libre la cabeza, y me serví de ella de un modo singular; siendo más alto que mi adversario, le dí con la barbilla tan fuerte y traidor golpe en la vara de la nariz, que el horrible dolor le hizo aflojar los miembros, y pude, recobrado ya el uso de las manos, descargarle un bofetón que me alivió el pecho, vindicando mi honra, según supuse. La vindicación me apagó los instintos bélicos, y salí corriendo á la carretera.

Tras de mí, á manera de jabato perseguido, salió el notario; el señorito y el cura se metieron entre los dos para evitar que se enredase el lance. Al señorito todo se le volvía exclamar, consternado:

—Señores... señores... don Joaquín... á sosegarse... á sosegarse...

—Es que el señor... es que el señor me... me...—murmuraba con ahogada voz el notario.

Su lengua, trabada por el vino y la cólera, no acertaba á pronunciar más palabras. Su ademán de reto me trastornó la cabeza, y desasiéndome de los brazos del cura, fuí derecho á mi adversario. Éste tenía la corbata torcida, saltado el botón de la camisa y más encrespadas que de costumbre las cerriles guedejas. ¡Estaba tan feo, Camilo, que me olvidé de que era un semejante! Temí sus brazos de oso, su fuerte musculatura, la vergüenza de una derrota; me bajé y más pronto que la chispa eléctrica, cogí una piedra, quedándome con ella oculta en el hueco de la mano. Él cayó encima de mí como una pesada mole, y me impulsó al borde del barranco. Sentí acortárseme el aliento bajo la presión de sus vigorosos músculos, y recibí en la nuca una recia contusión. Descargué la mano donde pude, hiriéndole, según creo, en la clavícula. Se desplomó y rodó á tumbos hasta la cantera, empedrada de fragmentos pizarrosos.

Me quedé entonces súbitamente sereno, asombrado de mi victoria. Mi diestra se abrió soltando el arma, en mi entender homicida. Mis ojos dilatados registraban la cantera. Ya el señorito, medio á gatas, ayudado por su pericia de cazador, bajaba al fondo. Expuesto á matarme lancéme tras él, y el cura nos siguió buscando una veredilla practicable.

Mi víctima yacía de bruces, y tuve un momento de miedo y agonía, porque su postura era como de cadáver y su completa inmovilidad autorizaba la conjetura de la muerte. Pero al acercarme, al levantarlo, percibí su agitada respiración: el oso casi gruñía. Estaba imponente, con sus ojuelos cerrados, su negra barba llena de polvo y astillas de pizarra, su traje roto y manchado, y la poca epidermis que solía verse de su rostro y que siempre aparecía rubicunda y florida, más pálida ahora que la de un difunto. No obstante, fué inmensa mi alegría al cerciorarme de qué alentaba, al incorporarle y ver que se tenía de pié sin fractura de miembro alguno, al oir de sus labios, que se abrieron lánguidamente, estas frases inverosímiles:

—Usted me ha de perdonar, don Joaquín... Un pronto lo tiene cualquiera... No se moleste, me sostengo bien yo solo... ¡Ayyy!!

Te juro, Camilo, que no invento palabra. Las primeras de aquel bárbaro fueron así, ni más ni menos; puedes estar seguro de que no pongo ni quito un ápice. El ¡ayyy!! lo dió llevándose la mano á la clavícula, donde de fijo le mortificaba una horrible magulladura, dolorosísima por ser en parte semejante.

Si yo tuviese al notario por un gallina, no me sorprendería su conformidad. Lo raro es que he visto á este hombre dar indicios de valor, y he oído contar de él batallas electorales que prueban que no es manco. Me expliqué tan extraña sumisión, ó por el molimiento de la caída, ó por la injusticia de su causa, que le abatió el ánimo. El caso es que el orgullo de verme victorioso sin ser homicida; el placer de subyugar á un contrario que tiene diez veces más fuerza que yo; la novedad de la situación, dado mi carácter pacífico, todo ayudó á infundirme gozo y vanidad, sin que pensase en los recursos, no muy leales, á que debía el triunfo. Empecé á preguntar á mi vencido adversario, con insultante protección, si se había hecho mucho daño, y dónde le dolía. Saqué el pañuelo y le sacudí la tierra y los fragmentos de pizarra que tenía pegados al cabello y á la ropa; y mientras, ayudado por el señorito y el cura, subía trabajosamente del barranco á la carretera, yo trepé solo, animado, hecho un Cid.

¿Y la doncella, origen del formidable paso de armas? dirás tú. Miré á todos lados y no la ví, ni rastro de su persona: supuse que había huído aterrada con la presunta muerte del malandrín follón. Éste notó mi ojeada circular, y con sonrisa entre resignada é irónica, me dijo en voz flaca todavía:

—No se apure, don Joaquín, no se apure, que parecerá la chica... Al paso del jaco pronto la coge usted, aunque no tiene malas piernas... Ella esperará, esperará: así esperasen las liebres... Y otra vez...—añadió tendiéndome por despedida la mano—otra vez, cuando las cosas importen, avisar á los amigos... que es mejor que andar á trastazos!

—Eso es verdad—murmuró el señorito con silenciosa sonrisa.

—Cierto, sí señor, la amistad es lo primero; y ahora hagan las paces—exclamó cordialísimamente el cura, empujándonos á los brazos el uno del otro.

¿Qué había yo de contestar, ni á qué meterme en explicaciones ociosas, ni creíbles ni creídas? Estreché cariñosamente al que no hacía media hora trataba de ahogar, y terminó con un abrazo de Vergara la contienda que pudo parar en fratricidio.

Tú, que no ignoras mi horror al derramamiento de sangre, comprenderás si respiré libremente cuando, al trotecillo del jaco, y protegido por la capa de paja, me desvié buen trecho del teatro de la aventura. Iba declinando el día y caían unas gotas menuditas, présagas de otro aguacero más fuerte. De pronto pegó mi rocín una huída de costado, y se alzó de una piedra una figura humana. Conocí á Maripepa, refrené la montura, y por instinto busqué en el rostro de la muchacha la expresión del reconocimiento que debía inspirarle su salvador, y el gusto de verse redimida; pero ella, lejos de mostrar júbilo, con mucha tristeza empezó á decirme que estaba servida, que llovía y que hasta la Fontela iba á echarse á perder su traje nuevo.

—¿Quieres mi capa de paja?—le dije.

—¿Por qué no me lleva en el caballo?—contestó ella, oponiendo pregunta á pregunta, según costumbre del país.

—Pero ¿cómo, chica?

—Córrase un poco atrás, señorito.

Retrocedí en el ancho campo del albardón, y ella, apoyando en el arzón la palma de la mano, pegó un brinco y quedó sentada á mujeriegas, muy cerca del cuello del rocín. Sin soltar de la izquierda las riendas, la rodeé el talle con el brazo derecho, extendí hacia delante la capa de paja, para que la abrigase también, y bajo aquella improvisada choza, nos encontramos aislados y juntos.

Comenzó otra vez la caminata. El jaco, mohíno con su carga doble, andaba despacio, á trancos: anochecía, y el acompasado ruido de la menuda lluvia resbalando sobre la lisa superficie de las pajas, era lo único que turbaba el silencio de la vereda solitaria y el sopor de la naturaleza. El peso del cuerpo de Maripepa gravitando sobre el mío, el contacto de nuestras cabezas y del brazo con que por necesidad la oprimía un poco para sostenerla, comenzaron á marearme y á renovar pensamientos que antes creí debidos á la aromática embriaguez del tostado. ¿Qué misterioso atractivo, qué calor dulce, qué extraña electricidad se desprende de la mujer joven, que así nos turba y fascina, por más que resistamos? En vano intentaba sustituir la valla material que no existía entre Maripepa y yo con mil vallas morales, midiendo y aun exagerando la distancia que va de una aldeana tosca, zafia, ignorante, pastora de ganado, á un hombre que presume de culto, que ha leído, ha estudiado y meditado un poco, y aspira á ocupar decoroso puesto en la sociedad. Así como el muy sediento bebe ansioso aunque el vaso no sea de cristal fino, ni el agua fresca y purísima, yo, trastornado por la peligrosa proximidad, no conseguía representarme á Maripepa aborrecible ó repugnante. Bien dicen que el que quita la ocasión, quita el pecado. ¿Quién habrá discurrido, pregunto yo, este modo de viajar que aquí se estila?

Quiero abreviar, Camilo, y contarte aprisa lo poco que ya te falta por saber, ó mejor dicho, lo que habrás adivinado. No estaba la muchacha de humor de renovar las recientes proezas del pinar; antes parecía que, lejos de rechazarme, se pegaba á mí como la goma al árbol. Dos ó tres exclamaciones, una risa sofocada; á eso se redujo su protesta cuando empecé á perder pié familiarizándome. Entre tanto, el jaco, dándome ejemplo de formalidad, caminaba sosegadamente, pero seguidito, y puesto que era noche cerrada, me fié en su instinto seguro, y después de recorrer caminos hondos, tropezando en los altibajos y zanjas abiertas por las ruedas de los carros del país, paramos al cabo en la Fontela. Aún había salvación para mí si la puerta de la bodega se abriese y Maripepa se acogiese á sus cubas; por desgracia era muy tarde y de fijo dormían todos: no se oía ruído alguno, ni se veía luz; hasta ni ladró el perro, que olfateaba á sus amos, sin duda. Metí al jaco en el cobertizo, y como tenia la llave del piso alto en el bolsillo y el diablo en el cuerpo, hice subir á la chica.

Volví en mi acuerdo, cual suele ocurrir en situaciones análogas: pronto para sentir el yerro, y tarde para evitarlo. ¡Qué impresión experimenté! Vergüenza, remordimientos, compasión, horror de mí mismo, abatimiento profundo. Aunque mi mayor deseo sería quitarme de delante á Maripepa, testimonio viviente de mi caída, comprendí la inhumanidad de echarla, y huyendo del dormitorio me salí á la ancha sala, en cuyo oscuro recinto dí vueltas y más vueltas, tratando de recobrar un poco de sangre fría y adoptar alguna medida prudente. Por fin me alarmó el silencio que imperaba en el dormitorio, y, temeroso de que Maripepa se hubiese desmayado ó cosa parecida, entré. Á los piés de mi cama, tendida en el duro suelo, sirviéndole de almohada una cesta boca abajo, y de cabezal su negro dengue, Maripepa dormía á sueño suelto!

La miré atónito. No era aquella la primera vez que descansaba así; lo había hecho varias durante mi enfermedad. Entonces, como ahora, parecía un can doméstico, satisfecho del humilde lugar que ocupaba y ageno á pretender otro más alto; para ella eran iguales el pasado y el presente: ¡cuán distintos ya para mí! Al mirarla dormir con tan ciego descuido y abandono, se aclararon mis ideas y entendí lo villano de mi conducta. ¡Pensar que aquella tarde estuve próximo á hacerme reo de homicidio porque otro intentó lo que yo realicé después á mansalva, amparado en cierto modo por mi autoridad de amo de una pobre criatura! Es cierto que yo la encontré tan propicia como rehacia el notario; pero eso no me disculpa, pues debí respetar la sencilla inconsciencia de una paisana candorosa que deja transparentar en sus ojos lo que las señoritas del pueblo encubren á todo trance.

¡Qué modo de dormir! Y estaba casi bonita. Su cabeza roja relucía sobre el dengue, y sus hombros desnudos eran blancos y llenitos, contrastando con la garganta morena, tostada por el sol y el aire. El resto del cuerpo no se veía, por cubrirlo el extendido mantelo. Respiraba con igualdad; tenía la boca abierta, y su postura era natural y graciosa, á pesar de la dureza del lecho. Reparé que le colgaba del cuello un cordón, y del cordón una mano chiquita de azabache dando la higa: talismán ó amuleto muy usado aquí. Su rostro no estaba ni plácido ni descompuesto: estaba como cerrado á toda expresión por un sueño reparador y total.

No era cosa de despertarla ni de pasar la noche en pié. Me arrojé sobre la cama vestido, y apagué el velón de aceite. No pegué los ojos, y entre el silencio nocturno escuché toda la noche un soplo suave, la respiración de mi víctima. Al amanecer me levanté sin hacer ruido y salí á vagar por el campo.

Á la tarde vino de la cartería de Naya Manuel, que acostumbra traer el correo, y me entregó tu carta, por donde sé que ya soy juez y puedo administrar justicia!

Del mismo al mismo

Febrero.

No insistas, Camilo, no porfíes; es imposible que siga tus consejos cuando, cegado por el interés que te inspiro, te empeñas en que me porte indignamente á sangre fría. Si fuí delincuente una vez, me disculpan algunas cosas: el ardor natural de la juventud, el tostado, la ocasión y lo demás que sabes; pero en el día, después de reflexionar maduramente, de dar espacio al pensamiento, no puede ser que yo consienta en una infamia.

«Lárgate, vente á escape,» me dices y repites sin cesar. Pues yo te contesto que no sólo no me largo, sino que he resuelto quedarme aquí y reparar mi delito cumpliendo como hombre honrado y decente.

Más que te hagas cruces, más que me trates de imbécil, no puedo ocultarte que he determinado casarme con Maripepa. Ahórrame todas las reflexiones que adivino, que ya me hice á mí propio. Sólo te opongo á priori un argumento; ponte en el caso de que Maripepa fuese tu hermana ó tu hija: ¿qué me aconsejarías entonces?

Antes que tú lo digas, diré yo que esta unión es desigual con la peor de las desigualdades, la intelectual, la de educación, procediendo del azar que nos reunió como se reunen un segundo dos bolas de billar para una carambola; que disgustaré horriblemente á mis padres, sobre todo á mi pobre madre, tocada de la disculpable debilidad de creer que esta borrosa piedra de armas de la Fontela nos sube más arriba del nivel de la clase media y nos mete de patitas en la aristocracia; que la mitad del mundo se reirá de mí, y la otra mitad nos mirará á entrambos por encima del hombro. Ya sé todo eso, y mucho más. Lo he pesado, y lo he aceptado. Será mi expiación cargar con tan terrible peso; porque al dar á Maripepa mi nombre, no la he de esconder como se esconde una úlcera; la he de presentar donde yo me presente, y donde me reciban á mí habrán de recibirla á ella, y donde la echen, saldremos ambos por la puerta misma. Me arrojo á perpetua lucha con mi familia, con la sociedad; adelante: lucharemos, Camilo; sóbranme fuerzas para luchar con el universo, no con mi conciencia acusándome de la más fea alevosía.

¿Quién sabe hasta dónde llegan las consecuencias de mi atentado, y qué género de crueldad cometería yo si ahora volviese las espaldas á mi víctima?—¿No se te ha ocurrido, Camilo, esa idea? Á mí sí, y desde el primer instante. No hay más que un modo de solventar las deudas: pagarlas. Y puesto que me nombran juez, ¡qué diablo! lo menos que puedo hacer, es empezar á administrar justicia en mi propia jurisdicción.

Lo más difícil de mi tarea serán dos cosas: convencer á papás y educar un poco á Maripepa. Esta flor silvestre, que he pisoteado en momentos de alucinación, está pidiendo cultivo. Me consagraré á dárselo, así derroche toda mi paciencia en el fastidioso oficio de pedagogo. Respecto á mis padres, si algo me quieres, si algo puede contigo una súplica mía, empieza á prepararlos mañosamente, á dorarles la píldora (si cabe oro en píldora tan gruesa y amarga) y á inculcarles la rectitud que late en el fondo de mi desusado proceder. Jamás me atreveré á escribírselo redondamente. Conviene que vayan acostumbrándose poco á poco. Á Matilde, que es buena, dile tú que le ruego encarecidamente no se burle ni se avergüence de su cuñada, si no quiere hacer sufrir mucho á su hermano.

Nada he dicho todavía de mis planes á Maripepa. ¿Creerás que la pobrecilla vino dos ó tres noches á tenderse en el suelo al pié de mi cama, lo mismo que si hiciese la cosa más natural del mundo? Algo tembloroso y sin saber qué decir, la envié á sus cubas. Me pareció que iba triste, pero no enojada. Me miró con cándida sorpresa, y yo no pude menos de prodigarle algunas caricias.

Lo dicho. Prepara á mis padres, y entérame de lo que vayas adelantando.

Del mismo al mismo

Febrero.

¿Que estoy enamorado, ciegamente enamorado? No diré tanto, no; pero se me figura que voy interesándome un poco, justa recompensa de mi conducta. Si aborreciese á Maripepa, haría lo mismo que pienso hacer, no lo dudes; sólo que, naturalmente, me costaría más trabajo. La chiquilla se muestra tan dócil, se me arrima tan cariñosa como un perro manso, me escucha con tal atención y me obedece con tal pasividad, que mi alma, que no es de bronce, va ablandándose, y no me ruborizo de quererla.

De noche sabes que la envío á su bodega, pero de día correteamos por el campo. No le consiento que vaya descalza; le he dado dinero y le han traído de Cebre zapatos á pares y medias morenas y gordas; empiezo á civilizarla por los piés, y no es lo menos difícil. Así y todo, cuando tenemos que atravesar charcos ó trepar por altos, vallados y portillos, Maripepa da al diablo el calzado y reniega de las medias. En el soto, ella me busca setas comestibles, me trae plantas que yo diseco para enviar á Matilde, recoge leña menuda, y así que lía el haz, se viene á tumbar en la hierba y apoya la cabeza en mis muslos. Le revuelvo el pelo con los dedos, calculando qué efecto hará esta crin roja cuando Maripepa se vista de seda negra, modestamente, como conviene á la esposa de un juez. ¿Llegará Maripepa á ser una mujer medio presentable? Quisiera comenzar por el principio, enseñarle á leer y escribir; pero, ¿quién pone escuela en medio del monte? Ella me escucha gustosa cuando le explico (lo mejor que puedo) algo de los usos y costumbres del mundo que no conoce; veo, sin embargo, en la tenaz oscilación de su cabeza, en la dilatación de sus pupilas verdes, un vago asombro incrédulo que no sé cómo disipar. Maripepa se cree un juguete en mis manos, se presta al juego, pero no se deja embobar tomándolo por lo serio. Piensa que le digo todo al revés, que la engaño, que me divierto con ella; no se enfada, porque juzga que sólo sirve para eso, para entretenerme un rato; mas ni logro persuadirla ni hacer que se dedique á ningún estudio formal.

Un día, con un palito aguzado y poniéndole el modelo, le hice trazar letras sobre una peña entapizada de musgo. Llegó hasta la H, y no hubo quien la hiciese pasar de ahí. Le chocó la forma de la H, y estuvo haciendo haches un rato, después de lo cual alegó que no sabía, que no podía, que se cansaba. Y fué imposible convencerla ni sacarla de su salvaje obstinación.

Como hay un lenguaje que los dos entendemos, aunque lo hablamos de distinta manera, se distrae uno en las lecciones y falta la constante voluntad de aprender en el maestro y en la alumna. Además, la naturaleza es cómplice de esta falta de energía para el estudio. Nos vamos acercando á Marzo: días hace que en los linderos embalsaman el aire las violetas; un hálito templado corre á veces por el bosque; las aguas del río se estremecen blandamente, y á mí el corazón me da involuntarios saltos de alegría. Me encuentro tan sano, tan fuerte con esta vida silvestre y libre; la comida frugal me sienta tan bien; la respiración y la circulación son tan normales y concurren tanto al bienestar del cuerpo; la conciencia del deber cumplido me llena de tal modo el alma, que me entrego sin reparo á una felicidad inexplicable, instintiva, sólo turbada por el pensamiento de lo que dirán mis padres y la idea de que tú no acabas de resolverte á indicarles cuánto pasa.

Sólo los días de lluvia me abato un poco. Maripepa me agrada más por los montes, ágil como una cabra, en contacto con el aire y el sol, que en la cocina ó en el banco, á mi lado, pero aburrida, sin saber qué hacer de las manos y acabando por dormirse de bruces sobre la mesa. No hay de qué tratar, se acaba la conversación y viene el fastidio inevitable. Así es que procuro aprovechar el buen tiempo y gozar de la primavera cuando apenas asoma; voy con Maripepa al prado, al pastoreo; la veo amasar el pan de maíz, coger leña para el horno, y aun cavar la huerta y arrancar y trasplantar la legumbre. Sólo me opuse á que trajese un haz de tojo. Verle cortar los espinosos troncos, cogerlos con la horcada, hacerse tal vez mil heridas, me sublevó. Valiéndome de mi autoridad, dispuse que Manuel recogiese el tojo.

Aquel día también recuerdo que le pregunté á la chica:

—Maripepa, ¿qué dirías si yo me casase contigo?

Contestóme solamente:

—¡Ay qué señorito!!

Esta sencilla exclamación, y las inflexiones de la voz, acompañadas del mirar y del reir, me hicieron comprender que Maripepa creerá más fácilmente que el río Avieiro rueda vino, en vez de agua, que yo sueñe en darle mi nombre en los altares. Ni se le pasa tal cosa por las mientes. Para ella todo esto es una diversión, una especie de romería á que concurre, y en donde baila, sabiendo perfectamente que al otro día ha de volver á sus duras faenas y á su vida miserable.

Lo que casi me da vergüenza decirte, es que, en mi concepto, el padre se ha enterado de todo y se hace el desentendido. Apenas le vemos, pues anda en labores distintas de las de su hija, y va mucho á Cebre á vender centeno al menudeo y á llevar vino á la taberna; pero cuando por las tardes nos encuentra regresando de nuestras expediciones, su sonrisa parece más aguda y socarrona que de costumbre. Además ha venido, en dos ó tres ocasiones, á pedir rebaja del arriendo, pretextando las malas cosechas, el cultivo cada día más caro y difícil, el aumento de precio de los jornales, el coste del azufre que se emplea en sanear las viñas, etc., etc. Le prometí escribir á papá, y no lo hice; á fin de reparar mi deslealtad de algún modo, le he prestado treinta duros; un caudal para mí; con él comprará unos bueyes. ¡Mis ahorros de la temporada! Bien sabe Dios y sabes tú que en mi casa no se tiran, no se pueden tirar treinta duros. Ya adivino que no les veré el pelo. Es lo que menos me importa. He regalado además un vestidito de percal á la niña pequeña, y hasta al bárbaro de Manuel una navaja. ¡Pobre gente! Quiero tenerlos propicios, para que no mortifiquen á Maripepa ni vean en mí un señorito tirano, de los que aún creerían favorecerlos dignándose darles un puntapié.

Hará tres ó cuatro días sucedió un incidente, que al pronto me ha disgustado. Era por la tarde, hacía un día sereno y hermoso, aunque el cielo estaba encapotado; Maripepa y yo nos hallábamos en la era, bien agenos á que nadie viniese á perturbar nuestra soledad. Á un lado de la era, plazoletilla redonda y rodeada de un seto de zarzas y arbustos, se levanta el hórreo, sostenido en cuatro pilastras de granito y rematado por una tosca cruz de madera pintada de rojo. Súbese al hórreo por una escalerilla de mano, y Maripepa, bajando y subiendo, había sacado de él buena cantidad de habichuelas, que iba desgranando sobre un paño limpio. Yo, tendido en el suelo, me divertía en hundir las manos en las habichuelas, blancas, encarnadas ó caprichosamente pintarrajeadas de colorines. Después se me ocurrió la sandez de tirárselas á la cara á Maripepa, y ella, que primero se contentó con sonreir y llevar la mano al sitio donde el proyectil caía, fué animándose, y en el calor de la broma me lanzó dos ó tres al cogote, pues yo estaba panza abajo. Medio me incorporé y le sujeté las muñecas, parando en abrazo lo que empezó bombardeo. De repente me quedé frío, porque de detrás del hórreo salió una figura negra, aunque juvenil. ¡El cura!

Le ví de improviso y comprendí que nos había visto también, y que estaba entre cortado y burlón. Me puse de pié y le hice todo el agasajo compatible con mi turbación, que era grande. Hallábame realmente mudo y abochornado: Maripepa no sé, porque se aplicó á sus habichuelas. Me cogí del brazo del cura para disimular, y él empezó á darme disculpas de no venir en tanto tiempo á visitarme; había tenido un catarro, había ido á Pontevedra á buscar un pintor que le pintase el retablo; había hecho una novena. Yo le oía como en sueños, pensando en lo que pensaría él. Al fin, con una de esas resoluciones que solemos tener los tímidos, me lancé y abordé la cuestión de frente, narrándole todo lo sucedido y participándole mi propósito de reparar la cometida falta. Experimenté una especie de desahogo al confesarme así. Todo me animaba á ser franco: la profesión del oyente, su juventud, su carácter alegre y conciliador, su verdadera bondad infantil.

¡Asómbrate, Camilo! Esperaba del cura, no la absolución, que no iba yo tras ella, sino una palabra de estímulo, un caluroso apretón de manos, un «bien, procede Vd. como hombre honrado, así me gusta; si todo el mundo hiciese lo mismo, no andarían las cosas como andan.» No soy insensible á la opinión de mis semejantes, y hasta donde cabe busco su simpatía; además, parece que un sacerdote está obligado á alentar ciertas resoluciones, cuando no á inspirarlas. ¡Pues asómbrate, indígnate, mira lo que hacen de la moral de Cristo estos ministros suyos! Masticó, entre burlas y veras, dos ó tres frases que sonaban más bien á desagradable sorpresa que á otra cosa; y después, con reposados meneos de cabeza y muchos golpecitos de la palma de la mano en el bolsillo del chaleco, me dijo que no me resolviese tan aprisa, que estas cosas deben mirarse y pensarse despacio, que al fin el casamiento es para toda la vida, que la prudencia es una excelente compañera, que las determinaciones precipitadas se lloran después, que ante todo le parecía regular consultar á mis padres en persona, caso de querer dar un paso tan decisivo; y por último, que reflexionase.

—¿Hay otro medio de reparar mi falta?—le pregunté.

—Psh...—me replicaba él—falta, falta... eso de falta... Falta, sí... El diablo lo enreda, Vd. es muchacho, ella rapaza, y el fuego junto á la estopa... Ya se ve... Pero prudencia, amigo, prudencia, nada de determinaciones arrebatadas... No le ha de faltar tiempo para realizar ese acto de honradez que Vd. dice... Poco pierde usted con esperar.

—¿Y su honra comprometida?

—¡Bah! ya sabe Vd. que aquí en las aldeas no es como en los pueblos... Vd. acompaña á una señorita, pongo por caso, va con ella dos veces al paseo, la visita tres... cátala ya en lenguas de todos, y perdiendo, si se ofrece, una buena colocación... Pero estas rapazas, no señor. Lo mismo se casan teniendo una historia, que no teniéndola. En fin, D. Joaquín, Vd. no es ningún chiquillo... Piénselo...

El egoísmo, la flaqueza humana, las transacciones hipócritas y cobardes con el deber hablaron por boca de este hombre, que debiera fortalecerme y predicarme la moral más austera y pura. Casi llegué ¡qué bochorno! á sonrojarme de mi leal propósito y á juzgarme un ridículo Quijote. Afortunadamente, así que el cura se marchó, me rehice y de nuevo templé el alma para seguir la línea recta. He decidido quitarme á mí propio todo medio de proceder mal, adelantando la boda. Ea, Camilo, valor, y anúnciaselo definitivamente y sin rodeos á mis padres, pues es irrevocable mi determinación ya. Sólo así, de golpe, se realizan ciertas cosas necesarias.

Del mismo al mismo

Marzo.—Pontevedra.

¡Ah, Camilo! Hoy sí que te escribo corrido y avergonzado, y lo hago para que al llegar á esa no me hables ya palabra del asunto y olvides el contenido de esta carta. Á la menor guasa, al menor indicio de que quieres aludir á mi historia ó burlarte de ella, dejaríamos de ser amigos para siempre. Lee, pues, estas páginas y rómpelas, rompe ó quema toda mi correspondencia de este invierno.

Por la fecha de la carta comprenderás que ya no estoy en la Fontela. He venido aquí á tomar el billete para llegar á esa por la vía de Portugal. De modo que, veinticuatro horas después de leer mis letras, me tendrás á tu lado y calmaré el disgusto de mis padres, haciéndoles creer (cuento contigo para el caso) que todo fué una pesada broma que quise darte, y á la cual tú prestaste fe.

Abreviando. Has de saber que una semana después de la venida del cura tuve aquí lo que menos pensarás: máscaras. ¡Máscaras en la Fontela! Sí, máscaras. Era el domingo de Carnaval, y estaba yo acabando de comer cuando sentí en el patio grandísima algazara, risas, brincos, prolongados toques de cuerno y repique de castañuelas y panderetas, y asomándome á la ventana, ví con asombro hasta media docena de máscaras. Se les conocía que lo eran por unas groserísimas caretas de cartón y por ciertos detalles muy exagerados del traje que vestían, que no era otro sino el de los paisanos de esta localidad. Había tres hombres y tres mujeres: tres parejas muy cogidas del brazo. Las mujeres traían panderos y castañuelas; uno de los hombres una gaita, que tocaba áspera y destempladamente; otro esgrimía una vejiga de puerco hinchada y puesta al extremo de un cordel, con la cual sacudía vejigazos á sus compañeros y compañeras, y otro, por la abertura de la careta, soplaba un cuerno descomunal, arrancándole sonidos lúgubres y grotescos. En cuanto me vieron las máscaras, movieron un alboroto formidable, y corrieron al asalto, subiendo la escalera y penetrando en mi habitación, que asordaron con sus gritos y tocatas. En un momento me ví empujado, abrazado, vejigueado, pellizcado y sin saber qué cara poner ante la bulliciosa alegría de los que yo juzgaba aldeanos en día de jarana.

Recordé los deberes que impone la hospitalidad, y corriendo á mi alacena, saqué de ella cuantas botellas de vino y licor poseía, y las ofrecí á mis visitantes. Con gran sorpresa mía no las rehusaron ni se lanzaron á apurarlas, sino que aceptaron cortésmente algunas copas, y una de las máscaras femeninas pidió un vaso de agua. Llamé á Maripepa para que lo sirviese, y empecé á reparar que las máscaras, afectando el lenguaje y modales de los paisanos, mostraban en no sé qué pormenores pertenecer á otra clase social. La observación me interesó, y ya me divertía algo la mascarada. Una de las hembras, destapando la fiambrera que llevaba colgada del cuello, me ofreció con los dedos filloas, especie de tortilla delgada como una hoja de papel, redonda como una hostia y bastante grande, que aquí suele comerse en tiempo de Carnestolendas; y al ver el buen ánimo con que me eché al coleto media docena de aquellas porquerías, las otras dos damiselas (que ya me iban pareciendo tales) me sacaron, quieras que no quieras, al centro de la sala, y empezaron á bailar, meneando panderos y castañuelas y convidándome con muchas vueltas y mudanzas. Por no aparecer pedante me dejé embullar y dí cuatro brincos, con poquísima gracia de seguro, pues ya conoces la extensión de mis habilidades coreográficas. Después dos bailarinas se colgaron de mis brazos, pidiéndome que les enseñase la casa y la huerta.

Insistí para que se descubriesen, y no fué posible lograrlo; resistiéronse, pretextando que tenían una gran broma para mí y les importaba conservar la careta. En efecto, apenas llegamos á la huerta empezaron á darme una carga terrible, describiéndome, con más gracia y donaire del que yo esperaba, y en un chapurrado mitad castellano y mitad gallego, la linda figura que haríamos Maripepa y yo de bracero por Madrid, asombrando á la corte. Competían en chiste las dos máscaras, y á cada una se le ocurrían detalles risibles: ésta pintaba á Maripepa calzándose botitas de raso blanco para ir al besamanos del Rey: la otra recalcaba y la suponía metiendo trabajosamente las manos en los guantes y manejando el abanico al entrar en el cuarto de la Infanta. Por esta manía de considerarme á mí hombre que frecuenta el real palacio y tendría forzosa obligación de ir con su mujer á saludar á las augustas personas, y también por ciertos indicios de estatura, voz gruesa, etc., vine en conocimiento de que mis máscaras no eran sino las señoritas de la feria.

Un rayo de luz me iluminó, y comprendí quiénes debían ser dos, por lo menos, de los máscaras varones. Sin duda alguna el barbarote que soplaba en el cuerno era el notario; el inhábil tocador de gaita sería el señorito, y no me atreví á calcular cómo se llamaría el que con tal agilidad manejaba la vejiga de puerco, por no ofender con juicios temerarios su respetable carácter sacerdotal.

Al punto me hice cargo de las chanzas que iba á tener que sufrir, de todo lo que aquellas gentes se preparaban á decirme, é hice provisión de paciencia; porque, estaba visto, el cura les había informado de todo y venían dispuestos á divertirse conmigo sin misericordia. Poco me agradó la perspectiva; pero echando mano de la reflexión, me resolví á sufrir con resignación y exterior agrado cuánta matraca me diesen, apuntándola como primer partida en la cuenta del subido precio á que el mundo cobra el cumplimiento del deber. Echéme, por decirlo así, en brazos de las máscaras, y ellas comenzaron á zarandearme, unas llevándome á un rincón, otras á otro, y todas diciéndome, en sustancia, lo mismo.

Lo que me dijeron... Lo que me dijeron, Camilo, no fué lo que yo suponía, y aquí empieza la parte de confidencia que más debes olvidar de toda esta denigrante historia. Me dijeron... En fin, Camilo, yo pensaba que me atacarían por ser un Quijote, y resultó que estaba siendo un sandio; resultó que había caído en la más ridícula majadería; que juzgaba haber pisoteado una flor, y no había hecho sino recoger de la carretera la flor pisoteada ya... Y por qué piés, ¡Dios mío! ¡Por qué inmundos y villanos piés!

Sentí que toda la sangre me afluía al rostro, y bajé la cabeza, oyendo resonar en mi cerebro vacío carcajadas afrentosas; no supe qué contestar ni qué hacer; fingí serenidad y oculté la sorpresa, dándome por enterado, y ví con satisfacción acercarse la noche y á mis huéspedes prepararse á partir. Antes que lo hiciesen llamé aparte á uno de ellos, y cogiéndole la mano y oprimiéndosela con rabia, le dije:

—Si eres persona decente, asegúrame á cara descubierta eso que me acabas de contar con ella tapada.

El máscara apartó la careta y ví la faz lánguida, enjuta y grave del señorito de Limioso, que con un aire de sinceridad que hizo penetrar en mí profunda y humillante convicción, me contestó:

—Nos puede creer, Rojas, mire que no le engañamos; á fe, nos daba lástima verle tan equivocado, y nos animamos á venir hoy, más bien para sacarle las telarañas de los ojos que para pasar el rato... Ya sabíamos que se divertía con la chica; ¡cosas de la edad! adelante; nadie tiene que meterse en líos agenos; pero el cura me ha contado que Vd. le dijera que se casaba, y eso ya es gordo, amigo... ¡Ay! Déjeme limpiarme el sudor, que me sofoqué soplando en la maldita gaita.

No obstante, así que la comparsa desfiló, entró en mi ánimo la duda. ¿No podía ser aquello una cruel venganza del notario contra Maripepa? ¿No podían estar de acuerdo todos para burlarse del señorito madrileño? Y, por último, para colmo de rubor, ¿no sentía yo á Maripepa aposentada dentro de mi corazón, y no me traían los afrentosos celos, además de sangre á las mejillas, lágrimas de rabia á los candentes lagrimales?

Tiré, pues, mis líneas, tendí mis redes, esperé y observé. Me convertí en espía, me oculté y me envilecí hasta atisbar... ¡atisbar en un establo, detrás de un pesebre, recogiendo el aliento grueso y húmedo de la vaca, que rumiaba tranquila sus puñados de florida hierba! ¡Cuán poco tiempo necesité para convencerme! ¡Y yo me corría de que el notario me disputase á Maripepa! Ahora mi rival era Manuel, aquel bárbaro al cual la falta de los dedos de la mano daba un aspecto tan repulsivo.

Salí de mi escondrijo deseoso de ocultarme, á ser posible, bajo siete estados de tierra; hice la maleta y dispuse que me ensillasen el jaco para la mañana siguiente. Al traerme algunos objetos que le pedí, observé que Maripepa lloraba, limpiándose con la manga de la camisa el llanto. No pude contener un impulso de ira; la cogí por los hombros, la sacudí y la increpé. Lo confesó todo, como la cosa más natural del mundo, llorando franca y apaciblemente. Manuel es su prometido hace dos ó tres años. Si no se han casado ya, es que no hay cuartos para el grosero ajuar y la comida de boda. He desempeñado papel más lucido de lo que pensaba, pues realmente aquí el engañado fué ese bestia de Manuel. Metí la mano en el bolsillo y saqué todo el dinero que tengo, menos el preciso para el viaje; saqué también el reloj y se lo eché en el regazo á Maripepa. Después la empujé suavemente hacia la puerta. Me parece que esperaba alguna caricia de despedida; pero ya no me sería posible ni tocarle amorosamente al pelo de la ropa. La ví salir, y me quedé abismado. ¡Quién sabe lo que hubiera sido para mí esta mujer, nacida en distinta condición, educada no diré de otro modo, sino de algún modo! Tal vez la más leal de las esposas—de seguro una de las más amantes.

Al día siguiente (hoy), monté temprano, fuí al Pazo de Limioso á apretar la mano del señorito bajo unas parras que entoldan su blasonada puerta, pasé por Naya y seguí á Cebre, despidiéndome con sendos abrazos del cura y del notario, y llegué á Pontevedra á las cinco de la tarde. Estoy escribiéndote porque ya no he cogido el coche que sale á Tuy. Lo cogeré mañana, me detendré un día en Oporto, y veinticuatro horas después de recibir ésta, repito que puedes ir á esperarme á la estación.

Silencio, nada de alusiones, nada de burlas, al menos por ahora, que aún sangra la herida. Sé para mí un juez indulgente. Yo sospecho que lo he de ser con todo el mundo.

Nieto del Cid

El anciano cura del santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente sentado á la mesa, en un rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón señalaba las acentuadas líneas del rostro del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo tonsurado, pero revestido aún de blancos mechones, la piel rojiza, sanguinea, que en robustas dobleces rebosaba del alzacuello.

Ocupaba el cura la cabecera de la mesa; en el centro su sobrino, guapo mozo de veintidós años, despachaba con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, remangada hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme tazón de caldo humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.

Servía á todos una moza aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también cucharada, ya que no en los platos, en las conversaciones.

El servicio se lo permitía, pues no pecaba de complicado, reduciéndose á colocar ante los comensales un mollete de pan gigantesco, á sacar de la alacena vino y platos, á empujar descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con unto.

—Señorito Javier—preguntó en una de estas maniobras—¿qué oyó de la gavilla que anda por ahí?

—¿De la gavilla, chica? Aguárdate...—contestó el mancebo alzando su cara animada y morena...—¿Qué oí yo de la gavilla? No, pues algo me contaron en la feria... Sí, me contaron...

—Dice que al señor abad de Lubrego le robaron barbaridá de cuartos... cien onzas. Estuvieron esperando á que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria del quince, y ala que te cojo.

—¿No se defendió?

—¿Y no sabe que es un señor viejecito? Aun para más aquellos días estaba encamado con dolor de huesos.

El párroco, que hasta entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó:

—Qué defenderse ni qué... En toda su vida supo Lubrego por dónde se agarra una escopeta.

—Es viejo.

—Bah, lo que es por viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para Pentecostés y sesenta y seis hará él en Corpus, lo sé de buena tinta, me lo dijo él mismo. De modo que la edad... lo que es á mí no me ha quitado la puntería, alabado sea Dios.

Asintió calurosamente el sobrino.

—¡Vaya! Y si no que lo digan las perdices de ayer, ¿eh? Me remendó Vd. la última.

—Y la liebre de hoy, ¿eh, rapaz?

—Y el raposo del domingo—intervino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo.—¡Cuando el señor abad lo trajo arrastando con una soga así (y se apretaba el gaznate) gañía de Dios! Ouú... Ouú...

—Allí está el maldito—murmuró el cura señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada por las cuatro extremidades, una sanguinolenta piel.

—No comerá más gallinas—agregó la criada amenazando con el puño á aquel despojo inerte.

Esta conversación venatoria devolvió la serenidad á la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que sabía de la gavilla. El cura, después de dar las gracias mascullando latín, se enjuagó con vino, cruzó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo, y alargando á su sobrino un periódico doblado, murmuró entre dos chupadas:

—Á ver luégo qué trae La Fe, hombre.

Dió principio Javier á la lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó para sí del pote una taza de caldo y sentóse á comerla en un banquillo al lado del hogar. De pronto cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y prolongado. La criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla á la boca. Javier aplicó un segundo el oído, y luégo prosiguió leyendo, mientras el cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. Esta vez el lector dejó el periódico, y la criada se levantó tartamudeando:

—Señorito Javier... señor amo... señor amo...

—Calla—ordenó Javier; y, de puntillas, acercóse á la ventana, bajo la cual parecía que sonaba el alboroto de los perros; mas éste se aquietó de repente.

El cura, haciendo con la diestra pabellón á la oreja, atendía desde su sitio.

—Tío—siseó Javier.

—Muchacho.

—Los perros callaron; pero juraría que oigo voces.

—¿Entonces, cómo callaron?

No contestó el mozo, ocupado en quitar la tranca de la ventana con el menor ruido posible. Entreabrió suavemente las maderas, alzó la falleba, y animado por el silencio, resolvióse á empujar la vidriera. Un gran frío penetró en la habitación; vióse un trozo de cielo negro tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al mismo tiempo rasgó el aire un silbo agudo, se oyó una detonación, y una bala, rozando la cima del pelo de Javier, fué á clavarse en la pared de enfrente. Javier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose á su sobrino, comenzó á palparlo con afán.

—¡Re... condenados! ¿Te tocó, rapaz?

—¡Si aciertan á tirar con munición lobera.... me divierten!—pronunció Javier algo inmutado.

—¿Están ahí?

—Detrás de los primeros castaños del soto.

—Pon la tranca... así... anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... Trae también el Lafuché... ¿oyes?

Aquí el párroco tuvo que elevar la voz como si mandase una maniobra militar, porque el desesperado ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte.

—Ahora, ahí, ladrar... ¿Por qué callarían antes, mal rayo?

—Conocerían á alguno de la gavilla; les silbaría ó les hablaría—opinó el gañán, que estaba de pié, empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurrucada junto á la lumbre, temblaba con todos sus miembros y de cuando en cuando exhalaba una especie de chillido ratonil.

El cura, abriendo un ventanillo practicado en las maderas de la ventana, metió por él el puño y rompió un cristal; en seguida pegó la boca á la abertura, y con voz potente gritó á los perros:

—¡Á ellos, Chucho, Morito, Linda... Chucho, duro en ellos, ahí, ahí... ánimo. Linda, hazlos pedazos!

Los ladridos se tornaron, de rabiosos, frenéticos; oyóse al pié de la misma ventana ruido de lucha; amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, una imprecación, y luégo quejas como de animal agonizante.

—¡El pobre Morito... ya no dará más el raposo!—murmuró el gañán.

Entretanto el cura, tomando de manos de Javier su escopeta, la cargaba con maña singular.

—Á mí déjame con mi escopeta de las perdices... vieja y tronada... Tú entiéndete con el Lafuché... yo, esas novedades... ¡Bah! estoy por la antigua española. ¿Tienes cartuchos?

—Sí señor—contestó Javier disponiéndose también á cargar la carabina.

—¿Están ya debajo?

—Al pié mismo de la ventana... Puede que estén poniendo las escalas.

—¿Por el portón hay peligro?

—Creo que no. Tienen que saltar la tapia del corral, y los podemos fusilar desde la solana.

—¿Y por la puerta de la bodega?

—Si le plantan fuego... Romper no la rompen.

—Pues vamos á divertirnos un rato... Aguarday, aguarday, amiguitos.

Javier miró á la cara de su tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba señalando un bando de perdices oculto entre los retamares. Por lo que hace á Javier, horrorizábanle aquellos preparativos de caza humana. En tan supremos instantes, mientras deslizaba en la recámara el proyectil, pensaba que se hallaría mucho más á gusto en los claustros de la Universidad, en el café ó en la feria del quince, comprándoles rosquillas y caramelos á las señoritas del Pazo de Valdomar. Volvió á ver en su imaginación la feria, los relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste pelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casildita del Pazo, que le decía con el arrastrado y mimoso acento del país:

—¡Ay, déme el brazo por Dios, que aquí no se anda con tanta gente!

Creyó sentir la presión de un bracito... No, era la mano peluda y musculosa del cura, que le impulsaba hacia la ventana.

—Á apagar el velón... (hízolo de tres valientes soplidos). Á empezar la fiesta. Yo cargo, tú disparas... tú cargas, yo disparo... ¡Eh, Tomasa!—gritó á la criada;—no chilles, que pareces la comadreja... Pon á hervir agua, aceite, vino, cuanto haya... Tú, añadió dirigiéndose al gañán, á la solana. Si montan á caballo de la muralla, me avisas.

Dijo, y con precaución entreabrió la ventana, dejando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de una escopeta y el ojo avizor de un hombre. Javier se estremeció al sentir el helado ambiente nocturno; pero se rehizo presto, pues no pecaba de cobarde, y miró abajo. Un grupo negro hormigueaba; se oía como una deliberación en voz misteriosa.

—¡Fuego!—le dijo al oído su tío.

—Son veinte ó más—respondió Javier.

—Y qué!—gruñó el cura al mismo tiempo que apartaba á su sobrino con impaciente ademán; y apoyando en el alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó.

Hubo un remolino en el grupo, y el cura se frotó las manos.

—¡Uno cayó patas arriba... quoniam!—murmuró pronunciando la palabra latina, con la cual, desde los tiempos del seminario, reemplazaba todas las interjecciones que abundan en la lengua española.—Ahora tú, rapaz. Tienen una escala: al primero que suba...

Los dedos de Javier se crispaban sobre su hermosa carabina Lefaucheux, mas al punto se aflojaron.

—Tío—atrevióse á murmurar—entre esos hay gente conocida; me acuerdo ahora de que lo decían en la feria. Aseguran que viene el cirujano de Solás, el cohetero de Gunsende, el hermano del médico de Doas. ¿Quiere Vd. que les hable? Con un poco de dinero puede que se conformen y nos dejen en paz, sin tener que matar gente.

—¡Dinero, dinero!—exclamó roncamente el cura.—¿Tú sin duda piensas que en casa hay millones?

—¿Y los fondos del santuario?

—Son del santuario, quoniam, y antes me dejaré tostar los piés como le hicieron al cura de Solás el año pasado, que darles un ochavo. Pero mejor será que le agujereen á uno la piel de una vez y no que se la tuesten. ¡Fuego en ellos! Si tienes miedo, iré yo.

—Miedo no—declaró Javier; y descansó la carabina en el alféizar.

—Lárgales los dos tiros—mandó su tio.

Dos veces apoyó Javier el dedo en el gatillo, y á las dos detonaciones contestó desde abajo formidable clamoreo: no había tenido tiempo el mancebo de recoger la mano, cuando se aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y destrozándolas: componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampido de trabucos y tercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina cayó al suelo.

—¿Qué tienes, rapaz?

—Deben haberme roto la muñeca—gimió Javier, yendo á sentarse en el banco casi exánime.

El cura, que cargaba su escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y á la dudosa luz del fuego del hogar vió un espectro pálido que se arrastraba á sus piés. Era la criada, que silabeaba con voz apenas inteligible:

—Señor... señor amo... ríndase, señor... por el alma de quien lo parió... señor, que nos matan... que aquí morimos todos...

—¡Suelta, quoniam!—profirió el cura lanzándose á la ventana.

Javier, inutilizado, exhalaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo; la criada no se levantaba, paralizada de terror; pero el cura, sin hacer caso de aquellos inválidos, abrió rápidamente las maderas y vió una escala apoyada en el muro, y casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó á boca de jarro y se desprendió el de abajo; alzó luégo la escopeta, la blandió por el cañón y de un culatazo echó á rodar al de arriba. Sonaron varios disparos, pero ya el cura estaba retirado adentro, cargando el arma.

Javier, que ya no gemía, se le acercó resuelto.

—Á este paso, tío, no resiste Vd. ni un cuarto de hora. Van á entrar por ahí ó por el patio. He notado olor á petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Yo no puedo disparar. Quisiera servirle á Vd. de algo.

—Viérteles encima aceite hirviendo con la mano izquierda.

—Voy á sacar la Rabona de la cuadra por el portón, y á echar un galope hasta Doas.

—¿Al puesto de la Guardia?

—Al puesto de la Guardia.

—No es tiempo ya. Me encontrarás difunto. Rapaz, adiós. Rézame un Padre nuestro y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres!

—¡Haga Vd. que se rinde... entreténgalos... Yo iré por el aire!

La silueta negra del mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la pared del hogar, y luégo se hundió en las tinieblas de la solana. El tío se encogió de hombros, y asomándose, descargó una vez más la escopeta á bulto. Luégo corrió al lar y descolgó briosamente el pesado pote que pendiente de larga cadena de hierro hervía sobre las brasas. Abrió de par en par la ventana, y sin precaverse ya, alzó el pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido inmenso, y como si aquel rocío abrasador fuese incentivo de la rabia que les causaba tan heróica defensa, todos se arrojaron á la escala, trepando unos sobre los hombros de otros; y á la vez que por las tapias se descolgaban dos ó tres hombres y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el cura, que aún resistía á culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse á la luz del velón que encendieron, al viejo, tendido en el suelo, maniatado.

Venían los ladrones tiznados de carbón, con barbas postizas, pañuelos liados á la cabeza, sombrerones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada catadura. Mandábalos un hombre alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos hizo cerrar la puerta y amarrar y poner mordazas al criado y la criada. Uno de sus compañeros le dijo algo en voz baja. El jefe se acercó al cura vencido.

—Eh, señor abad... no se haga el muerto... Hay ahí un hombre herido por Vd. y quiere confesión...

Por la escalera interior de la bodega subían pesadamente conduciendo algo; así que llegaron á la cocina vióse que eran cuatro hombres que traían en vilo un cuerpo, dejando en pos charcos de sangre. La cabeza del herido se balanceaba suavemente; sus ojos, que empezaban á vidriarse, parecían de porcelana en su rostro tiznado; la boca estaba entreabierta.

—¡Qué confesión, ni!...—dijo el jefe.—¡Si ya está dando las boqueadas!

Pero el moribundo, apenas lo sentaron en el banco, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y su mirada se reanimó.

—¡Confesión!—clamó en voz alta y clara.

Desataron al cura y lo empujaron al pié del banco. Los labios del herido se movían como recitando el acto de contrición; el cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una espuma color de rosa que asomaba á los cantos de la boca. Alzó la mano y pronunció ego te absolvo en el momento en que la cabeza del herido caía por última vez sobre el pecho.

—Llevárselo—ordenó el jefe.—Y ahora diga el señor abad dónde tiene los cuartos.

—No tengo nada que darles á Vds.—respondió con firmeza el cura.

Sus cejas se fruncían, su tez ya no era rubicunda, sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera, y sus manos, lastimadas, estranguladas por los cordeles, temblaban con temblequeteo senil.

—Ya dirá Vd. otra cosa dentro de diez minutos... Le vamos á freir á Vd. los dedos en aceite del que usted nos echó. Le vamos á sentar en las brasas. Á la una... á las dos...

El cura miró alrededor y vió sobre la mesa donde habían cenado el cuchillo de partir pan. Con un salto de tigre se lanzó á asir el arma, y derribando de un puntapié la mesa y el velón, parapetado tras de aquella barricada, comenzó á defenderse á tientas, á oscuras, sin sentir los golpes, sin pensar más que en morir noblemente, mientras á quemarropa le acribillaban á balazos...

El sargento de la Guardia civil de Doas, que llegó al teatro del combate media hora después, cuando aún los salteadores buscaban inútilmente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del jergón, y hasta en el Breviario, los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver de éste no tenía forma humana, según quedó de agujereado, magullado y contuso. También me dijo el mismo sargento que desde la muerte del cura de Boán abundaban las perdices; y me enseñó en la feria á Javier, que no persigue caza alguna, porque es manco de la mano derecha.

El Indulto

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de Marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento; á veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, á media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios: nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y á los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fué asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro; nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según ésta misma declaraba, añadiendo que desde mucho atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos ó tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fué tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató á la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como la que los matachines dan á los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo, no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó á infundir sagrado terror, cuando fué esparciéndose el rumor de que su marido se la había jurado para el día en que saliese de presidio, por acusarle. La desdichada quedaba en cinta, y el asesino la dejó avisada de que, á su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo; tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban; y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho, dieron de mamar por turno á la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

¡Veinte años de cadena! En veinte años (pensaba ella para sus adentros), él se puede morir ó me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía. La hipótesis de la muerte natural no la asustaba; pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban, indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, ó, como decían ellas, se volviese de mejor idea: meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

—¿Eso él? ¿de mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro...

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.

En fin, veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces, figurábasele á Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, ó que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no lo devolvería jamás; ó que aquella ley, que al cabo supo castigar el primer crimen, sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora, mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que á sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido, y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.

¡Singular enlace el de los acontecimientos! No creería de seguro el rey, cuando vestido de capitán general y el pecho cargado de condecoraciones, daba la mano ante el ara á una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuento á una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:

—Mi madre... ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!

El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó

á Antonia; algunas se dedicaron á arreglar la comida del niño, otras animaban á la madre del mejor modo que sabían. Era bien tonta en afligirse así. ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había gobierno, gracias á Dios, y audiencia, y serenos; se podía acudir á los celadores, al alcalde...

—¡Qué alcalde!—decía ella con hosca mirada y apagado acento.

—Ó al gobernador, ó al regente, ó al jefe de municipales; había que ir á un abogado, saber lo que dispone la ley...

Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar á su marido para que le metiese un miedo al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó á quedarse todas las noches á dormir en casa de la asistenta; en suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió á intentar algo, y sin levantar la sesión, acordóse consultar á un jurisperito, á ver qué recetaba.

Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo á preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba á la hija de la víctima á vivir bajo el mismo techo, maritalmente, con el asesino!

—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran!—clamaba indignado el coro.—¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?

—Dice que nos podemos separar... después de una cosa que le llaman divorcio.

—¿Y qué es divorcio, mujer?

—Un pleito muy largo.

Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acababan nunca, y peor aún si se acababan, porque los perdía siempre el inocente y el pobre.

—Y para eso—añadió la asistenta—tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.

¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado á la madre? ¿Eso no era mal trato, eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?

—Pero como nadie lo oyó... Dice el abogado que se quieren pruebas claras...

Se armó una especie de motín; había mujeres determinadas á hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contra-indulto; y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, el tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fué la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.

Después de este susto, pasó más de un año y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada á sus humildes quehaceres. Un día, el criado de la casa donde estaba asistiendo, creyó hacer un favor á aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole cómo la reina iba á parir, y habría indulto, de fijo.

Fregaba la asistenta los pisos, y al oir tales anuncios soltó el estropajo, y descogiendo las sayas que traía arrolladas á la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. Á los recados que le enviaban de las casas, respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos á labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó á esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué le había de coger el indulto á su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; matar á la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía á presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pié del catre.

Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah! si habían de matarla, mejor era dejarse morir.

Sólo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.

—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?

Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros, y tomando un lío de ropa sucia, echó á andar camino del lavadero. Á las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.

¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida é iba á retirarse? ¿Inventóla alguien con fin caritativo, ó fué uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos ó los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oirlo, se llevó instintivamente la mano al corazón, y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.

—¿Pero de veras murió?—preguntaban las madrugadoras á las recién llegadas.

—Sí, mujer...

—Yo lo oí en el mercado...

—Yo en la tienda...

—¿Á ti quién te lo dijo?

—Á mí, mi marido.

—¿Y á tu marido?

—El asistente del capitán.

—¿Y al asistente?

—Su amo...

Aquí ya la autoridad pareció suficiente, y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en vísperas de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza, y por vez primera se tiñeron sus mejillas de un sano color, y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría justa. Las lágrimas se agolpaban á sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había quedado cortada, es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido, que á la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.

Aquella noche, Antonia se retiró á su casa más tarde que de costumbre, porque fué á buscar á su hijo á la escuela de párvulos, y le compró rosquillas de ginete, con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver á tomar posesión de ella.

Tal era el enajenamiento de Antonia, que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño, entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía á los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.

Era él; Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que aterrado se le cogió á las faldas. El marido habló:

—¡Mal contabas conmigo ahora!—murmuró con acento ronco, pero tranquilo; y al sonido de aquella voz, donde Antonia creía oir vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo á su hijo en brazos, echó á correr hacia la puerta. El hombre se interpuso.

—¡Eh... chst! ¿Á dónde vamos, patrona?—silabeó con su ironía de presidiario.—¿Á alborotar el barrio á estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!

Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente; ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía, pero al fin era su padre! Levantóle en alto y le acercó á la luz.

—¿Ese es el chiquillo?—murmuró el presidiario. Y descolgando el candil, llególo al rostro del chico. Este guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase á su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.

—¡Qué chiquillo feo!—gruñó el padre, colgando de nuevo el candil.—Parece que lo chuparon las brujas.

Antonia, sin soltar al niño, se arrimó á la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas al rededor, y veía unas lucecicas azules en el aire.

—Á ver, ¿no hay nada de comer aquí?—pronunció el marido.

Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó á dar vueltas por el cuarto, y cubrió la mesa con manos temblorosas; sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba, sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentóse el presidiario y empezó á comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pié, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con ese barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más, y la convidó.

—No tengo voluntad...—balbució Antonia; y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.

Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla; ella, después, cerraría á cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Sólo que, probablemente, le sería imposible á ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vió saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.

—¡Chst!... ¿Á dónde vamos?—gritó, viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta.—Tengamos la fiesta en paz.

—Á acostar el pequeño—contestó ella sin saber lo que decía; y refugióse en la habitación contigua, llevando á su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre: pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió á la muerte de la vieja, obligó á Antonia á vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba á desnudar al niño, que ahora se atrevía á sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.

Antonia le vió echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja, y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar; si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizás que mostrando tan horrible sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.

—¿Y tú?—exclamó dirigiéndose á Antonia.—¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?

—Yo... no tengo sueño—tartamudeó ella, dando diente con diente.

—¿Qué falta hace tener sueño? ¿Si irás á pasar la noche de centinela?

—Ahí... ahí... no... cabemos... Duerme tú... Yo aquí, de cualquier modo...

Él soltó dos ó tres palabras gordas.

—¿Me tienes miedo ó asco, ó qué rayo es esto? Á ver cómo te acuestas, ó si no...

Incorporóse el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba á desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y el niño fué quien, gritando desesperadamente, llamó al amanecer á las vecinas, que encontraron á Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció á las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía, echó á correr como un loco.

Fuego á bordo

Cuando salimos del puerto de Marineda—serían, á todo ser, las diez de la mañana—no corría temporal: sólo estaba la mar rizada y de un verde... vamos, un verde sospechoso. Á las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose á sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos á alta mar, dió en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida, nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer hablar al pinche, un negrito muy feo: y nos reíamos como locos, porque el negro con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen stewarts, se llega á mí.

—Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

—Pues vaya Vd. al ropero y cójalas, hombre.

—Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado... Dios me perdone, el infeliz del camarero lo dejó encendido, arrimado á los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban á la cintura de un hombre. Por fuerza el cabo se quedó pegadito á alguno de ellos, ó cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin, era nuestra suerte, que estaba así preparada.

Yo no sé qué cosa me daba á mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me hace falta alguna broma con los amigos, y la familia. Pues de esta vez... tan cierto como que nos hemos de morir... tenía yo atravesado algo en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije á mi esposa:

—Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir limpio á bordo.

Por la mañana entró con la camisola, y le dije:

—Mujer, tráeme el pequeño que mama.

Vino el chiquillo y le dí un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía á la garganta. También la víspera fuí á casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la familia á la mesa; y la madre, que es así una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:

—Tome Vd. esta yema, Salgado.

—Mil gracias, señora, no tengo voluntad.

—Pues lléveles éstas á los niños... ¿Y qué le pasa á usted, que está qué sé yo cómo?

—Pasar, nada.

—¿Y qué le parece del viaje, Salgado?

—Señora, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.

—No, pues Vd. no las tiene todas consigo... Le noto algo en la cara.

Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio: por cierto que en la compra se me fué lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco, ya se sabe: le dan á uno buena batería de cocina, grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres á patadas: pero ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me guste sobresalir en mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fué mi perdición cuando sostuve restaurant abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, ó solomillo mechado, ó jamón en dulce, ó chuletas bien panadas y con su penachito de papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban á oler, nos los comíamos por recurso: mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el restaurant no sé qué sería de mí: de manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fué todo uno. Pensaba yo para mi chaleco:—Ánimo, Salgado: de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce ó quince á la familia. No es la primera vez que te embarcas: vámonos á Manila: ¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil ó mil quinientos reales mensuales y eres un señor? Lo dicho: la suerte, que arregla á su modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé, y volver á Marineda.

¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo: faltaría hora y media para la comida, cuando nos pareció que salía humo por la puerta del ropero. El que primero lo notó no se atrevía á decirlo: nos mirábamos unos á otros, y nadie rompía á gritar. Por fin, casi á un tiempo, chillamos:

—¡Fuego! ¡Fuego á bordo!

—Mire Vd., no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que suceden cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la dirección imponiéndose, y aislasen el fuego en las entrañas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha empezaba á anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez más recio, aumentaban el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde nadie se entendía, ni obedecía á las voces de mando.

El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que dar cuenta á Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuánto estuvo en su mano, pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos á alguno para que los demás aprendiesen: bueno, no lo hizo: él fué el primero á pagarlo: ¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia tenía el incendio: y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso tal columna de humo y tal velo de llamas, que apenas tuvimos tiempo á retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados y á medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:

—Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro á la parte de proa.

Él daría la orden á cualquiera de los que andaban por allí atortolados: puede que al tercero de á bordo: no sé: lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, á toda prisa, nos dedicamos á refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso á las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor: mas al oir que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos á la cubierta.

Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel: eso, los que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron en el suelo, ó se metieron á arrancarse el pelo por los rincones ó se quedaron hechos estatuas, como el tercero de á bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó, ni soñó en ayudarnos.

Á las dos horas de notarse el fuego, la máquina se paró. Si no se para tenemos la salvación casi segura: ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho: abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema:

—Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no explosión.

Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos si cabe más aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya: comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido, sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.

—¡Barco perdido, don Raimundo!—dije al capitán.

—Barco perdido, Salgado.

—¿Y nosotros?

—Perdidos también.

—Esperanza en Dios, don Raimundo.

Y él se echó las manos á la cabeza y dijo de un modo que nunca se me olvida:

—¡Dios!

Yo no sé qué le habíamos hecho á Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos: pero algún pecado muy gordo debió ser el nuestro, para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo—y mire Vd. que algo se ha navegado—ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética: el barco no se sostenía: ola por aquí, ola por acullá: montes de agua y de espuma que nos cubrían: ya no era balancearse, era despeñarse, caer en un precipicio: parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos lloraban de tal modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos decían:—¡Ay mis pobres hijos!—No entiendo cómo el timonel era capaz de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.

Pronto empezaron á alumbrarnos las llamas, que salían por la proa no ya á intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos, se reducía á adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación á sotavento.

¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de Bengala con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y vea Vd. cómo Dios, á pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se encuentran los barcos que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese.

Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie: los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo á morir: ni se reparaba en peligro, ni había compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje, y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas, por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre:

—¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que lo parió; la mano, nuestramo!

Y él en su maldita jerga catalana, respondía:

No'm fa rés; no'm fa rés.

Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban á la borda, los de dentro, desenvainando los cuchillos, amenazaban coserles á puñaladas.

De esta vez hubo ya bastantes víctimas: los esquifes se alejaron, y con ellos se fué nuestra esperanza. Después de recoger á aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal.

¡Á todo esto, si viese Vd. cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo horrendo, y á cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos á la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si á un tiempo se inflamasen varias docenas de fósforos sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de temer: qué disparate! buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile: iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquete de vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó á mí y me tocó en el hombro.

—Salgado, ¿puede Vd. bajar á la cámara? Necesito un farol.

—Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo, me va faltando la vista.

—Aunque sea á tientas... Quiero un farol.

Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno, el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron á meterse, era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente á lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, espiró instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas á la altura de la boca, y flotaban cadáveres ya.

Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que, á la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua, y se sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuánto pudieron encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió á un marinerillo, lo sentó ó, por mejor decir, lo embutió en el boquete y le dijo (con perdón):

—¡No te menees y tapa con el...!

Gracias á lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si nos pesaba ó no el habernos quedado allí sin probar el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados... qué felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar á que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer á las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer asados.

Al capitán se le ocurrió la idea de trepar á la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le ví acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.

—No suba Vd., capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en cuanto se ponga candente?

El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas al rededor del palo, estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede. ¡El árbol... pim! se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y, arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pié por cerca del tobillo, y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo á un tiempo mismo la amputación y el cauterio: respondo de que ningún cirujano se lo cortaba con más limpieza.

Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí: ¡Mi pobre mujer! ¡mis hijitos queridos, qué será de ellos! Pero de repente, sin más ni más, empezó á gritar como un condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado á la cámara, y á pesar del ruido de la tormenta, oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó á rogar, con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad á bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no había cosa que atarle: y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede entrar hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más que nos resistimos, fué preciso arrancarla, y colgársela del cuello: y como el peso era grande y le obligaba á bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su rewólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría á todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último, desmontó y guardó el rewólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pié que le faltaba. ¡Querrá Vd. creer que anduvimos tras del pié por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?

Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos los horrores de la noche fué el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos! Nada: una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades, en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas, en mil monadas. No obstante... ó por lo mismo... en fin, qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales... el pobre andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no lo hizo queriendo, porque ya lo tenía pensado de antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Sino, ¿qué trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado á morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos, podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien, no cavilemos. Él no dió señales de pretender combatir el fuego y mientras nosotros manejábamos el caballo y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó á la cámara, para entregarle su reloj,—un reloj precioso, con tapa de brillantes—y dos sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase á su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo: el hombre se encontraba resuelto á morir. Luégo subió á popa, y le ví sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos. Á dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:

—Cocinero, ¿tiene Vd. ahí un cigarro?

—Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero éste tiene tabacos, de seguro...—añadí, señalando á un camarero que estaba allí cerca.—¿Querrá Vd. creer que el bruto del camarero se resistía á meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro? Animal—le grité—no seas tacaño ahora; ¿de qué te servirá el tabaco si vamos todos á perecer?—En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió, y daría, á todo dar, tres chupadas: á cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. Á la tercer chupada, acercó á la sien el rewólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un ay.

Nadie se asustó, nadie gritó: casi puedo decir que nadie se movió: estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá:—¿Qué es eso? ¿qué ocurre?—El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.—¡Hizo bien!—De allí á poco rato, murmuró:—Echarle al mar.—Obedecimos y á ninguno se le ocurrió rezar el Padre nuestro.

¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese Vd. que, en los primeros instantes, recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso, ni los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora, y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar á qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará Vd. que me infundía más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía entablillada: el animalito, echado junto al timón, remedaba á su amo: los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. Si seré majadero! El perro me daba más pena.

Ya las llamas salían por sotavento, y la mañana se iba acercando. ¡Qué amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme: por el hueco del palo mayor, se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba sin duda á hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y á pesar de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos á clamar al cielo, y muchos á enseñarle el puño cerrado, preguntando á Dios:

—¿Pero qué te hicimos?

El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:

—Agua! por caridad, un sorbo de agua!

Agua! Puede que la hubiese en el algibe. Así que lo pensé fuí hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el algibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún. Me miró con unos ojos!

—Gracias, Salgado.

—No hay de qué, capitán... Se hace lo que se puede!

La tormenta, en vez de ir á menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos á la barandilla. Pasó un barco y por más señales que le hicimos, no se detuvo: y debió vernos, pues cruzó á poca distancia. Á mí me dolían de un modo cruel los ojos, secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como al través de una niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no probaba bocado, y se me iba el sentido. Casualmente se encontraban sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos caíamos de necesidad nos echamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio crudo, y refrescamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un poco.

Á medio día sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la proa y la popa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma á Dios, porque creímos que iban á alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro; segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole á cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas andar muy lejos de nuestras personas, ya que á eso de las tres de la tarde empezamos á advertir que el piso nos tostaba las plantas de los piés. Atamos á una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era menester levantar primero un pié y luégo bajar aquel y levantar el otro, para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacito.

—Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!

—Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima nos saque de este apuro.

Claro que yo se lo decía para darle ánimos: allá en mi interior, calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que ni pensaba en las herramientas que había perdido, ni en mi propia muerte, sino sólo en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían á pedir limosna por las calles? Á lo que yo estaba resuelto era á no morir asado. Miré dos ó tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño y hubo quién le gritó:—Permita Dios que te veas como nos vemos.

Ya nos rendía, los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que querer apagar con saliva una hoguera grande; y convencidos de que perdíamos el tiempo y era igual perecer un cuarto de hora antes ó después, el que más y el que menos empezó á pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.

Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos á gritar en inglés, como locos desesperados:

¡Schooner! ¡Schooner! ¡Come near!

¡Throw to the water! nos respondían á voces, sin atreverse á acercarse. ¡Echarnos al agua! No quedaba otro recurso, y éste era tan arriesgado! En fin, qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aun. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes, una segura y otra dudosa. Nos dispusimos á beber el sorbo de agua salada.

El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo, se lo ofrecimos al capitán.

—Ánimo, le dijimos. Póngase Vd. el chaleco y al mar: mal será que no bracee Vd. hasta la goleta.

—¡No puedo, no puedo!

—Vaya, un poco de resolución.

Se lo puso y medio murmuró, gimiendo:

—Tanto da así como de otro modo.

Y acertaba. Aquello fué adelantar el desenlace y nada más. Se conoce que ó la humedad del agua ó el sacudimiento de la caída le abrieron las arterias del pié tronzado, y se desangró en un decir Jesús; ó acaso el frío le produjo un calambre; no sé: el caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire, y colarse por ojo, del salvavidas, al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra: á él no le vimos ya más en este mundo.

Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de un modo ó de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal, reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me ayudase á desviarme de él. Así lo hice, y en efecto, tras de la zambullida, fuí á salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de algunos de mis compañeros, á quienes se tragó el agua ó zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.

Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡go! ¡cook! ¡go! ¡á la cámara! Me incorporé y quise ir adonde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores me eché á llorar por primera vez, exclamando:

Mi no cook... ciego... enséñenme el camino...

Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete y rompió también á llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron á beber de un trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuantas mantas, y me dejaron solito.

¿Qué sentí aquella noche? Verá Vd.... Cosas muy raras: no fué delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oir el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él, y que las olas me batían y me empujaban aquí y allí. Luégo iban desfilando muchas caras: mis compañeros, el tercero á la luz del cigarro, el capitán, y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años antes...

En fin, por acabar luégo: llegamos á Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dió una guinea para tabaco, y á los pocos días nos embarcamos en un barco español con rumbo á Marineda. ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona: apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida: como si fuésemos perros.

De la llegada, ¿qué quiere Vd. que diga? Á mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase Vd. cómo estaba, y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de la Guardia: no tengo dinero para misas: pero iré á pié, descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me halaron sobre la cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón chamuscado, y la cabeza en pelo: se reirán de verme en tal facha: no me importa: quiero besar el manto de la Virgen, y rezar allí una Salve.

Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San Gregorio... ¿Ha visto Vd. cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea: el cargamento de algodón arde todavía: dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente!

¿Que si me da miedo volver á embarcarme?... ¡Bah! ¡Lo qué está de Dios... por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada. ¿Quiere Vd. algo para Manila? ¿Que le traiga á Vd. algún juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Dí al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la narración, ví acudir varias veces las lágrimas á sus ojos azules, ya sanos del todo.

El Rizo del Nazareno

Á la hora en que él cruzó el pórtico del templo, lucían las estrellas con vivo centellear en el profundo azul, saturaba la primavera de tépidos y aromosos efluvios el ambiente, hallábanse las calles concurridas, rebosando animación, y los transeúntes cuchicheaban á media voz, fluctuando entre el recogimiento de las recientes plegarias y la expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y halagüeña temperatura de Abril. Eran casi las once de la noche del Jueves Santo.

Entróse á buen paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba la atmósfera, impregnada de partículas de cera é incienso. En el altar mayor ardían aún todas las luces del Monumento, simétricamente dispuestas, alternando con vasos henchidos de gayas y pomposas flores de papel, con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba azulados bullones de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido por angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los hombros, alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo chisporroteo de los cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el gran frente del altar irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en áureo y caliente vapor, y animado por la continua y parpadeante vibración de las candelas, y las notas de fuerte colorido de los contrahechos ramilletes.

Él avanzó hacia el luminoso foco, atraído por dos negras figuras femeniles,—esbeltas á despecho del largo manto que las recataba,—que de hinojos ante el presbiterio, sobresalían destacándose encima de aquel fondo de lumbre; mas en el propio instante las figuras se irguieron, hicieron profunda reverencia al altar, signáronse, y rápidas tomaron hacia la puertecilla de la sacristía, que á la derecha bostezaba, abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras las figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto, cuando pasó frente al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado á sus perseguidas y se halló en la sacristía, mal alumbrada por mezquino cabo de vela, que iba consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la antigua cómoda de nogal, almacén de las vestiduras sacras. En aquel recinto semi-tenebroso no estaban las damas ya.

Empujó la puerta de salida de la sacristía, que daba á lóbrega y retirada callejuela, y con ojos perspicaces escrutó las sombras, sin que en la angostura del solitario pasadizo viese ondear ningún traje, ni recortarse silueta alguna. Era evidente que se había perdido la pista de la res: las fugitivas tapadas, llegando á las calles principales, confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de indecisión, mi protagonista, á quien me place llamar Diego, encogióse levemente de hombros, y desandó lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que otorgase una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vió las borrosas pinturas pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo, los ornatos dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que tendían sus brazos blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un rincón, los cajoncillos entreabiertos dejando asomar una punta de cíngulo, todo el solemne desorden de la sacristía á última hora. Lentamente penetró de nuevo en la desierta iglesia, y al encararse con el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin que ningún murmullo de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al Monumento, paróse á contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya al término de su vida; un hombre, vuelto de espaldas á Diego, y encaramado en una escalerilla de mano, las mataba una á una, con ayuda de una luenga y flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra los frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas rosas artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por el fantástico pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver apagarse las efímeras constelaciones del firmamento del altar, y cuando sólo quedaron diez ó doce astros luciendo en él, dió media vuelta, propuesto á abandonar el templo. Mas en mitad de la nave mudó instintivamente de rumbo, dirigiéndose á una de las dos capillas que hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia dibujaba. Era la capilla de la izquierda, fronteriza á aquella en cuyos muros encajaba la puerta de la sacristía.

Cerraba la capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta á la sazón, y en el fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de arriba á bajo con paños de luto, descollaban expuestas en sus andas las imágenes que al día siguiente recorrerían las calles de la ciudad formando la dramática procesión de los Pasos. Fijó Diego la vista en ellas con sumo interés, recordando mediante una de las fugaces pero vivísimas reminiscencias, que impensadamente suelen retrotraernos á plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más lejanos aun en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada de la túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas, consideraba Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador, parecíale mirar y comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo hiciera allá en los albores de su infancia. Entonces eran para él símbolos del cielo, invocado en sus cándidas oraciones; habitantes de una comarca felicísima, hacia la cual él deseaba remontarse por un impulso de las alas de querubín que en su espalda prendía la inocencia. Hoy le inspiraban igual curiosidad que un objeto cualquiera de arte; advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las profanaba mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del escultor que las labrara ó los conocimientos en indumentaria de la costurera que cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renaciente, y al notar que la soldadesca de Pilatos vestía de medio cuerpo abajo á la usanza española del siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional Verónica, lucía brial de joyante seda al estilo medio-évico. Anacronismos que entretuvieron á Diego no poco, dándole ocasión de reconstruir en su mente una por una las impresiones de la edad en que acudía á visitar la capilla con erudición más corta y alma más simple y amante. En aquel punto y hora se encontraba Diego en la iglesia, merced al más irreverente de cuantos azares existen; el azar de seguir los pasos á una bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego, bastando á empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que á no haber visto dirigirse á la gentil dama con su más familiar amiga,—ambas rebozadas en tupidos velos,—camino de la iglesia, donde se rezan las estaciones en aquella noche solemne; á no pensar que la hora, el tropel de gente arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión favorable de poner con disimulo rendido billete en unas manos quizá en secreto ansiosas de recibirlo... no se estuviera él en tal sazón en la capilla, sino en su casa, leyendo á la clara luz del quinqué los diarios, ó respirando en el balcón la regalada brisa nocturna.

Mas como quiera que fuese, es lo cierto que había venido á dar á la capilla y con la oleada de recuerdos infantiles olvidárase ya del galanteo, concentrando su atención toda en las imágenes que suavemente le conducían á los linderos del pasado. Parecíale tomar otra vez posesión de comarcas de antiguo perdidas, y con ellas recobrar la sencillez de su puericia venturosa. Allí estaba el San Juan, el amado discípulo, de rostro lindo y femenil, con su túnica verde, su manto rojo y sus bucles castaños, que caen como lluvia de flores en derredor de las impúberes mejillas y de la ebúrnea garganta. Allí la Virgen-Madre, pálida y orlados los ojos de dolor, tendidos los brazos, cruzadas con angustia las manos, arrastrando luengos lutos, trucidado por siete puñales el pecho. Allí la Verónica pía, de arrogante hermosura, cubierta de galas y preseas, recamado de oro el rico velo de blanquísimo tisú, turbado el semblante con lástima infinita, presentando el limpio pañuelo que ha de enjugar el sudor de la sacrosanta Faz. Allí los verdugos—que en otro tiempo hacían á Diego temblar de horror;—los sayones, de torvas cataduras y velludas fisonomías, de chatas frentes y cuerpos color de ocre, ostentando en la cabeza duro capacete ó aplastado turbante, desnudo el torso, señalando con violentas actitudes la recia musculatura de sus fornidos brazos, tirando de las sogas ó apretando amenazadores los iracundos puños. Allí, por último, el Nazareno, agobiado con el peso de su túnica de terciopelo oscuro, cuajada de palmas y cenefas de oro y sujeta por grueso cordón de anchos borlones, macilento y cadavérico el rostro, apenas visible entre los flotantes rizos de la cabellera y las espirales de la ondeada barba virgen; el Nazareno triste, de penetrantes ojos y cárdenos labios, de frente donde se hincan los abrojos de la corona, arrancando denegridas gotas de sangre. ¡Caso peregrino, en verdad! Conocía Diego al dedillo las reglas de la estética y las teorías artísticas; sabía de sobra que el arte condena severo las imágenes llamadas de vestir, sancionando las de bulto, donde el cincel puede revelar la armonía de las formas bajo el plegado de los paños. Y, no obstante, nunca maravillosa estatua, labrada en puro mármol pentélico por el artista más insigne de la antigua Grecia, le causara la honda impresión que aquella imagen, por la ignorante piedad ataviada, sin tomar en cuenta los preceptos del arte ni las investigaciones arqueológicas. Tal era la fuerza y viveza de sus sentimientos ante la efigie, que creía notar en los labios el contacto de la rígida orla de la túnica; y movido de curiosidad, deseando probar si algo del hombre de antaño sobrevivía en el de hogaño, miró al rededor, no fuera que estuviese oculto en los rincones de la capilla alguien que pudiese soltar la carcajada; y á falta de otro público, rióse él mismo al poner la boca en la fimbria del traje del Divino Nazareno. Alzóse, y á manera de disculpa interior, se alegó á sí propio que también los que en edad varonil vuelven al jardín donde infantes jugaron, gustan de esconderse en los bosquecillos como solían, por renovar el recuerdo de las alegres horas de ayer.

Hecho este soliloquio, resolvió Diego dejar definitivamente la capilla y la iglesia, que así lo pedía lo avanzado de la hora. Consagró la postrer mirada á las imágenes, cuyas vestiduras, al reflejo de la lámpara colgada de la techumbre y á la flava luz de dos altos blandones fijos en las andas, destellaban oro y colores, y sin hacer genuflexión ni acatamiento alguno, pasó la verja. Estaba el templo del todo sombrío: en el Monumento, negro y mudo ya, ni aun oscilaba el rojizo tufo de los pábilos recién apagados: apenas combatía las tinieblas de la nave el vago fulgor de los hachones de la capilla. Diego fué derechamente á una de las puertas que salían al vestíbulo del pórtico; empujóla con suavidad primero y fuerte después, y no sin gran sorpresa advirtió que resistían las hojas; la puerta estaba cerrada. Acudió Diego á la otra, y con mano impaciente buscó el pestillo: clausura completa. Palpó nervioso y trémulo, requiriendo la llave, que de fijo descansaría en la faltriquera del sacristán, puesto que estaba ausente de la cerradura. Entonces atravesó Diego apresuradamente la nave, y llegándose á la puerta de la sacristía, probó á abrirla á tientas: empresa no menos vana que las anteriores. Herméticamente cerradas se encontraban todas las salidas del templo.

Hizo el mancebo ademanes de despecho y enfado. Su situación era clara: preso toda la noche en la iglesia. Mientras se embebecía en la contemplación de las imágenes, el sacristán, menos soñador y distraído, se recogía á saborear la colación en familia, cerrando bien antes. Diego torció y mordió con enojo su mostacho, y meneó la cabeza como diciendo: «Vamos á ver, ¿y qué hago yo ahora?» Meditó varios expedientes y ninguno tuvo por aplicable. Podría acaso, con sus vigorosos puños, forzar las cerraduras de las endebles puertas interiores; pero le detendría la fortísima exterior del pórtico, ó la no menos resistente, aunque más baja, de la sacristía por la parte de la calle. Y ¿qué escándalo no iba á causar en la ciudad el verle á él, pacífico ciudadano, forzando puertas de templos, ni más ni menos que un burlador de capa y espada? Ocurriósele también gritar: acaso el sacristán, atareado aún en la sacristía, le oyese; pero inexplicable recelo embargó su voz, temiendo verla apagarse sin eco en la alta bóveda: además, algo pueril había en los gritos, que repugnaba á Diego. En estas imaginaciones transcurrieron diez minutos de angustia penosa; pero al cabo acudió la reflexión. Si el verse obligado á pernoctar en una iglesia no es recreativa aventura, tampoco grave mal ni terrible desdicha. Seguramente no se divertiría mucho Diego en la mansión sagrada, mas en cambio podría dormir á sus anchas, sin temor de que ningún importuno viniese á interrumpirle. Tratábase no más que de una noche; y mitad de ella era ya por filo, según anunció el reloj de la torre sonando doce lentas campanadas. Faltaban para la aurora, en aquella estación del año, cinco horas apenas, que bien podían dormirse en un banco, por duro que fuese. Antes de la del alba, vendría el sacristán á franquear las puertas, á disponerlo todo para los divinos oficios, y entonces, cátate á Diego libre y volando á su casa, á tenderse entre sábanas delgadas y limpias, á dormir hasta las once y á levantarse después, para ver cómo sentaba la negra mantilla de fondo al talle de su perseguida beldad. Todo este raciocinio hilvanó el magín de Diego en un abrir y cerrar de ojos. Y pararon sus cálculos en resignarse y acogerse, atraído por las luces, á la capilla del Nazareno.

Ardían más amarillentos que nunca los cirios, soltando goterones de cera derretida, que á veces caían, y con rebote sordo se aplastaban en los palos de las andas de las imágenes. Reinaba, visible y palpable casi, el silencio. Diego se sentó en un banco, recostando la cabeza en la rinconada que formaba la saliente de un confesonario, y el crujido del duro asiento, al recibir el peso de su cuerpo, le sonó extrañamente. Trató de dormir; pero no acertaba á cerrar los ojos y recogerse para conciliar el sueño. Estorbábale mucho la absoluta tranquilidad del recinto, tranquilidad que agigantaba hasta el chisporroteo de los blandones. Aquella callada atmósfera estaba llena de cosas inexplicables é incomprensibles, que Diego percibía, sin embargo. Quejas ahogadas, silabeo de oraciones en baja voz, grave salmodia de responsos, abrasadoras lágrimas de arrepentimiento, sofocados suspiros, flotaban en el ambiente como seres incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el aire, como átomos de la mirra quemada ante el ara: dijérase que las almas de cuantos allí imploraron del cielo paz ó perdón, se habían quedado cautivas en el circuito de los altos muros de la capilla. Diego se dió á creer que menos le turbarían acaso los siniestros rumores de derruído templo ojival, donde mugiese el viento, silbase el cárabo y la corneja graznase, que el perfecto reposo de aquella iglesia moderna; y la aprensión más singular de cuantas le asaltaban, la más rara idea sugerida por el misterioso silencio, era la de figurarse que no se hallaba solo. Por mucho que combatiese tan ridícula suposición, no podía arrancarse de la mente el pensamiento de que allí había alguien, ó, mejor dicho, mucha gente, muchos ojos que le miraban atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él. Sacudió la cabeza, pasóse repetidas veces la mano por la frente que comenzaba á arder, reclinóse de nuevo en el ángulo, y probó á dormirse. Pero no es dado gozar el bálsamo del sueño á quien más lo solicita; antes suele huirnos cuando lo invocamos para aplacar la excesiva tensión de nuestros nervios y las tempestades de nuestro espíritu. Cerrados los párpados, no se disipó la indefinible zozobra de Diego. Parecíale oir tenues oscilaciones del aire, pisadas muy quedas, vagos murmullos, balbuceos trémulos, chasquidos leves, suave crujir de ricas estofas, ráfagas de viento empujadas por manos que se tendían para acariciarle, ó cortadas por armas que descendían para herirle. No pudo sufrir más: mal de su grado se le despegaban los párpados, violentamente retraídos por sus músculos tensores. Miró.

Las imágenes se erguían inmóviles en las andas, los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró ampliamente, increpándose á sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías entonan á las altas horas de la noche las capillas desiertas.

Tranquilo ya, recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y cautivado, detúvose en la del Nazareno. Era esta la que más próxima tenía: veíala de frente y de costado á las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió á notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrase en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto despedían centellas, como semejaban á Diego velados por turbia cortina de llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales á las flacas mejillas creyó Diego, asombrado, ver deslizarse unas gotas, que al llegar á la negra barba se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de la araña campesina. Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio, mas al punto se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera, tuviérase á sí propio por visionario y demente. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación prendía sus pupilas á aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual á otra parte: imposible; los ojos del Nazareno buscaban con empeño tal, preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de Diego! Lo que procedía era irse derechito á la efigie, mirarla de cerca, tocar su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reirse después. Sí, esto era lo sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias opina á las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero á igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en compañía de un Nazareno que alumbran cirios, es verosímil que el mismo hombre hiciese lo que Diego: levantarse con ademán brusco, pasar ante el Nazareno clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas en un pequeño espacio por menuda rejilla, se interpusieron entre él y las imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo retirada.

Mas ni por sepultarse en tal escondite cesó Diego de tiritar y de sentir zumbido en las sienes, y dolorosa percepción del curso de la sangre por las venas de su cerebro. Al través de la apretada rejilla, parecíale que los trágicos personajes del poema de la Pasión no estaban ya en sus andas, sino en el suelo, muy cerca de él, tocando con las murallas de leño de su guarida. Oía choque de corazas y espadas, sonar de cuentos de lanza sobre las baldosas, pasos trabajosos y desiguales, sordas imprecaciones, blasfemias cínicas, sollozos desgarradores arrancados de mujeriles pechos. Y también llególe el són de roncas trompetas y destemplados atambores, y, de tiempo en tiempo, el choque mate de un objeto pesado contra la tierra. Parecía como si cantasen un coro á telón corrido, pero con tal maestría, que cada voz se destacaba aisladamente entre las demás sin romper el concierto: Diego se apretaba la cabeza y tapábase los oídos con las manos; mas de pronto las tablas del confesonario cesaron de interponerse entre su vista y el espectáculo que adivinaba: el telón subió, y apareció la escena.

No estaba Diego ya en la capilla, ni le alumbraban los pálidos blandones, sino que se encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada ciudad, faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse á la cumbre. Hirviente multitud ondulaba en el sendero, como flexible sierpe que colea; el sol, inflamado, rutilante en su zenit, pero de luz turbia y lívida, iluminaba sin regocijarlo el paisaje. Sus reflejos arrancaban vislumbres como de fuego y sangre á las armaduras, á los yelmos, á los hierros de lanza, á las águilas posadas en los pendones de la centuria de romanos jinetes que, indiferentes y marciales, arrendando sus briosos potros, daban escolta al cortejo. Á ambos lados de la senda se enracimaban gentes del pueblo, mujeres y niños los más, que llorando y plañendo, maltratados á veces por la cohorte, se unían al grupo central de la lúgubre procesión. Formaban este grupo los hoscos sayones, los siniestros y grotescos verdugos, que bullían en torno de un hombre vestido con túnica nazarena.

Aquel hombre, cuyo rostro apenas se distinguía entre los copiosos y enmarañados bucles de su cabellera oscura, manchada de polvo y sangre, llevaba ceñida corona de espinas punzantes; sustentaba en sus hombros el árbol de enorme y pesada cruz, y sus piés descalzos y llagados pisaban dolorosamente los guijarros del camino. Apurábanle los sayones porque apretase el paso y llegase más presto al lugar del suplicio; cuál le descargaba fuerte puñada en los lomos; cuál le sacudía tremendo bofetón en la faz, ó le tiraba despiadadamente de los mechones del cabello. Diego miró con horror á los sicarios, y se lanzó hacia el grupo deseoso de socorrer á la víctima; pero al alzar la mano para abrirse paso y apartarlos, halló que rodeaba su muñeca gruesa soga, pasada al cuello del reo. Entonces convirtió la vista á sí propio, y advirtió con espanto que tenía la propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces jayanes. Desnudos llevaba como ellos pecho y espaldas, sujeto á la cintura breve faldellín, pendiente del cinto de cuero una bolsa con martillo, tenaza y provisión de férreos clavos. Quiso entonces desasirse de la cuerda maldita; tiró, y logró solamente lastimar los lacerados hombros del reo, que exhaló suave quejido. Siguió su marcha la comitiva, y Diego, confundido con ella, mecánicamente, como paja á quien arrastran las ondas del mar. Andados algunos pasos, los piés de la víctima tropezaron en una cortante piedra, y desplomóse sobre las rodillas, abrumado por la cruz. Intentó Diego ayudarle á incorporarse, mas la soga volvió á rozar el herido cuello, y el reo á gemir.

Haciéndose cada vez más agria la cuesta, más grave el peso, aún vaciló y cayó, pero se sostuvo en las palmas de las manos; y entonces, como echase atrás la cabeza, apartáronse los descompuestos bucles, y quedó patente el rostro maltratado y escupido, los dulces labios marchitos como pisoteada flor, la bella barba ahorquillada y rizosa, la cándida frente claveteada de espinas, los serenos abismos de los ojos, que con ternura y paz miraban en torno de sí. Diego sintió como si el corazón le traspasase agudo y penetrante dardo, y las entrañas se le conmovieron y derritieron de pena. «Álzate, sigue,» vociferaban los verdugos en una lengua extraña que Diego entendía, sin embargo, y se precipitaron sobre el Nazareno para levantarle de grado ó por fuerza. Cogido Diego en el vórtice del viviente remolino, extendió también los brazos y asió del reo á tientas, según pudo entre la confusión; oyóse un clamor de agonía, contestaron á él las hijas de Jerusalem con histérico llanto, y Diego vió que las sienes de Jesús chorreaban sangre, y sintió en sus dedos un contacto blando, elástico, acariciador: enroscábase á ellos un rizo arrancado de la frente del Nazareno.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Despertóse Diego en su lecho, rodeado de solícitos amigos, que le velaban y cuidaban desde que le encontraron sin sentido y sin pulso sobre el frío pavimento de la capilla, delante de las andas.

Ya tornaba á la vida y había en sus mejillas color, en sus pupilas luz é inteligencia. Recobrándose poco á poco, incorporado sobre la almohada, fué recogiendo lentamente los sueltos cabos de sus recuerdos, y reconstruyendo lo pasado en su mente. Ensanchó el pecho respirando con desahogo, y murmuró:

—¡Qué pesadilla!

Mas en el instante mismo hubo de advertir algo delicado y sedoso, como piel de mujer, como suave pétalo de flor, que tocaba con la yema del pulgar y envolvía su dedo índice. Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada su lengua. Aquella fina sortija era el rizo.

La Borgoñona

El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quédeme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecería escandalosa á la edad presente.—Porque hartas veces observo que hemos crecido, sino en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayen sus frases é interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos más inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta impropia metáfora, con la barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo funesto para la moral y las costumbres.

Pero acontece que si llega á agradarnos ó á producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cual el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que, dejando escrúpulos á un lado, voy á contar no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores y caprichosamente iluminadas, ó á modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: «En el nombre del Padre!...»

I

Era muchos, muchos años, ó por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa exhortando á la pobreza y á la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes á continuar la predicación del Evangelio.

Los pueblecillos y aldehuelas de Italia y Francia estaban acostumbrados ya á ver llegar misioneros peregrinos, de sayal roto y descalzos piés, que se iban derechos á la plaza pública, y encaramándose sobre una piedra ó sobre un montón de escombros, pronunciaban pláticas fogosas, condenando los vicios, increpando á los oyentes por su tibieza en amar á Dios. Bajábanse después del improvisado púlpito, y los aldeanos se disputaban el honor de ofrecerles hospitalidad, lumbre y cena.

No obstante, en las inmediaciones de Dijón existía una granja aislada, á cuya puerta no había llamado nunca el peregrino ni el misionero. Desviada de toda comunicación, sólo acudían allí tratantes dijonenses, á comprar el excelente vino de la cosecha; pues el dueño de la granja era un cosechero ricote y tenía atestadas de toneles sus bodegas y de grano su troj. Colono de opulenta abadía, arrendara al abad por poco dinero y muchos años pingües tierras, y, según de público se contaba, ya en sus arcas había algo más que viento. Él lo negaba; era avaro, mezquino, escatimaba la comida y el salario á sus jornaleros, jamás dió una blanca de limosna, y su mayor despilfarro consistía en traer á veces de Dijón una cofia nueva de encaje ó una tosca medalla de oro á su hija única.

Omite la crónica el nombre de la doncella, que bien pudo llamarse Berta, Alicia, Margarita ó cosa por el estilo, pero á nosotros ha llegado con el rótulo de la Borgoñona. De cierto sabemos que la hija del cosechero era moza y linda como unas flores, y á más tan sensible, tierna y generosa como duro de cocer y tacaño su padre. Los mozos de las cercanías bien quisieran dar un tiento á la niña y de paso á la hucha del viejo donde se guardaba sin duda una apetitosa dote en relucientes monedas de oro; mas nunca requiebros de gañanes tiñeron de rosa las mejillas de la doncella, ni apresuraron los latidos de su seno. Indiferente los escuchaba, acaso riéndose de sus extremos y finezas amorosas.

Un día de invierno, al caer de la tarde, hallábase la Borgoñona sentada en un poyo ante la puerta de la granja, hilando su rueca. El huso giraba rápidamente entre sus dedos, el copo se abría y un tenue hilo, que semejaba de oro, partía de la rueca ligera al huso danzarín. Sin interrumpir su maquinal tarea, la Borgoñona pensaba, involuntariamente, en cosas tristes. ¡Qué solitaria era aquella granja, Madre de Dios! ¡Qué aire tenía de miseria y de vetustez! Nunca se oían en ella risas ni canciones; siempre se trabajaba callandito, plantando, cavando, podando, vendimiando, pisando el vino, metiéndolo en los toneles, sin verlo jamás correr, espumeante y rojo, de los tanques á los vasos, en la alegría de las veladas!—¿Á qué tanto afanarse? reflexionaba la niña.—Mi padre taciturno, vendiendo su vino, contando sus dineros á las altas horas de la noche; yo hilando, lavando, fregando las cacerolas, amasando el pan que he de comer al día siguiente... ¡Ah! naciera yo hija de un pobre artesano de Dijón, de un vasallo del obispo, y sería más dichosa!

Distraída con tales pensamientos, la Borgoñona no vió á un hombre que por el estrecho sendero abierto entre las viñas caminaba despacio hacia la granja. Muy cerca estaba ya cuando el ruido de su báculo sobre las piedrezuelas del camino movió á la doncella á alzar la cabeza con curiosidad, que se trocó en sorpresa así que hubo contemplado al forastero, el cual frisaría á lo sumo en los veinticinco años, si bien la demacración del rostro y el aire humilde y contrito le disimulaban la mocedad. Un sayal gris que era todo él un puro remiendo, le resguardaba mal del frío; una cuerda grosera ceñía su cintura; traía la cabeza descubierta, desnudos los piés y muy maltratados de los guijarros, y apoyábase en un palo de espino. Al punto comprendió la Borgoñona que no era mendigo, sino penitente, el hombre que así se presentaba; y con palabras dulces y ademanes llenos de reverencia, le tomó de la mano y le hizo entrar en la cocina y sentarse junto al fuego; veloz como una saeta corrió al establo, y ordeñó la mejor vaca para traer al peregrino una taza de leche caliente; partió del enorme mollete de pan un buen trozo, que migó en la taza, y arrodillándose casi, mostrando mucho amor y liberalidad, sirvió á su huésped.

Él agradeció en breves frases la caridad que le hacían, y mientras despachaba el frugal alimento, comenzó á explicar, con suave pronunciación italiana, cosas que suspendieron y embelesaron á la Borgoñona. Habló de Italia, donde el cielo es tan azul, el aire tan tibio, y en especial de la región de Umbría, amenísima en sus valles y en sus montes severa. Después nombró á Asís, y refirió los prodigios que obraba el hermano Francisco, el serafín humano, al cual seguían, atraídos por sus predicaciones, pueblos enteros. Nombró á una joven muy bella, y de sangre noble, Clara, cuya santidad portentosa era respetada, no sólo por los hombres, sino hasta por los lobos de la sierra. Añadió que el hermano Francisco había compuesto para alabar á Dios y desahogar sus afectos, tiernos cánticos; y como la Borgoñona solicitase oirlos, el forastero cantó algunos; y aunque no entendía la letra, el tono y el modo de cantar del desconocido hicieron arrasarse en lágrimas los ojos de la niña. El forastero tenía los suyos bajos, rehuyendo ver el rostro femenino que adivinaba fresco, hermoso y juvenil. Ella en cambio devoraba con la mirada aquellas facciones nobles y expresivas, que la mortificación y el ayuno habían empalidecido.

Cerrada ya la noche, fueron entrando en la cocina los mozos y mozas de labranza, encendiéronse algunas antorchas de resina, aumentóse el fuego con haces de secos sarmientos de vid, y preparáronse á aprovechar la velada, ellas hilando, ellos cortando y afilando estacas destinadas á sostener las cepas de viña. Todos miraban curiosamente al forastero, que en la misma actitud humilde permanecía junto al fuego, silencioso y sin adelantar las palmas de sus amoratadas manos hacia el grato calorcillo de la llama. Un rumor contenido se dejó oir cuando entró el amo de casa: todos querían saber qué diría el avaro de la presencia del huésped.

Pero la Borgoñona, saliendo á recibir á su padre, con afabilidad suma le contó cómo ella había ofrecido hospitalidad á aquel santo, á fin de que no pasase la noche al frío en algún viñedo. No mostró el viejo gran disgusto, y contentóse con encogerse de hombros, yendo á sentarse á su sitio acostumbrado en el banco, cerca del hogar. La velada empezó pacífica.

De pronto el forastero, saliendo de su letargo, levantó la cabeza, y como si notase por primera vez que estaba próximo á una hoguera alegre y chispeante, comenzó á decir á media voz algunas palabras sobre la hermosura del fuego, y la gratitud que el hombre debe á Dios por tan gran beneficio. La Borgoñona tocó al codo de su vecina, ésta transmitió la seña, y en un instante callaron las conversaciones de la cocina para oir al penitente. Éste, arrastrado por su propia elocuencia, iba elevando la voz hasta pronunciar con gran calor su discurso.

De la consideración del fuego pasó á los demás bienes que nos otorga la bondad divina, y que estamos obligados á repartir con el prójimo por medio de la limosna. Sí, obligados, pues de toda riqueza somos usufructuarios no más. ¿De qué sirve, por ejemplo, el tesoro encerrado en el arca del avaro? ¿De qué, el trigo abundante en los graneros del hombre duro de corazón? ¿Creen ellos acaso que el Señor les dió tan cuantiosos bienes para que los guarden bajo llave y no alivien las necesidades del prójimo? ¡Ah! el día del tremendo juicio, su oro será contrapeso horrible que los arrastre al infierno! En vano tratarán entonces de soltar lo que en vida custodiaron tanto: allí, sobre sus lomos, estará el tesoro de perdición, y con ellos se hundirá en el abismo!

Á medida que arengaba el penitente, los ojos del auditorio se fijaban en el cosechero, quien retorciéndose en el banco no sabía qué postura tomar ni qué gesto poner. El penitente, incorporándose, hablaba ya casi á gritos, con voz vibrante y sonora. De repente, mudando de registro, encareció los placeres de la limosna, la dulzura inefable del espíritu que premia el sacrificio de bienes perecederos dados por el amor de Dios. Sus frases persuasivas fluían como miel, sus ojos estaban húmedos y elevados; y las mujeres del auditorio, profunda y dulcemente conmovidas, soltaron la rienda al llanto, y mientras unas acudían á los delantales para secar sus lágrimas, otras rodeaban al peregrino y se empujaban por besar el borde de su túnica. La Borgoñona, con las manos cruzadas, parecía como en éxtasis.

El cosechero, que había dejado escapar visibles muestras de impaciencia, no pudo sufrir semejante escena, y murmurando entre dientes, empujó á unos y otros fuera de la cocina, dando por concluída la velada. Cuando dejó de oirse el ruido de los gruesos zapatos de los labradores que partían, pidió lacónicamente la cena. Según costumbre del país, la Borgoñona sirvió á su padre y al forastero; éste, callado y humilde como al principio, apenas probó del rústico banquete, y rogó le permitiesen retirarse. La Borgoñona le condujo á una sala baja donde había extendida paja fresca; y en seguida, volviéndose á la cocina, intentó cenar.

Los bocados se le atravesaban en la garganta; su estómago rehusaba el alimento; y viendo á su padre sombrío y ceñudo, resolvióse á preguntar qué opinaba acerca de los discursos del peregrino y lo que había dicho respecto á la caridad.

—Paréceme, padre—añadió—que si no nos engaña el gentil predicador, nuestro fin será irnos al infierno en derechura, pues en nuestra casa hay oro, pan y vino en abundancia, y nunca damos limosna.—Al pronunciar estas palabras, sonreíase dulcemente para congraciar al viejo; pero él, montando en cólera terrible, golpeó fuertemente la mesa con su vaso de estaño, maldijo á la hija que le había traído á casa aquel mendigo desharrapado y loco, que acaso fuese un bandido disfrazado, y amenazó ir sin demora á cogerle de un brazo y echarle de la granja; con lo cual, la doncella se retiró á su cuarto trémula y confusa.

En toda la noche apenas logró pegar los ojos. Veía al viajero, oía de nuevo su persuasiva y cálida voz, y notaba las variaciones de su rostro transfigurado por la unción y fervor de la plática.

El lecho de la Borgoñona tenía ascuas y espinas; su conciencia estaba tan despierta como si hubiese cometido un crimen; durmióse un instante y vió en sueños á su padre arrastrado por negros demonios que lo aporreaban con sacos llenos de monedas. Apenas un rayo de luz pálida anunció el amanecer, la Borgoñona saltó de la cama, y á medio vestir y en cabello corrió á la estancia del peregrino.

Éste tenía la puerta abierta y rezaba de rodillas con los brazos en cruz, y hallábase tan arrebatado en la oración, que le pareció á la niña que más de un palmo se levantaba del suelo. Al ruido de los pasos de la Borgoñona, el forastero se puso en pié de un salto, y mostró el rostro bañado en lágrimas, y al mismo tiempo resplandeciente de un júbilo celestial; pero cuando se fijó en la Borgoñona, al punto mudó el semblante; fué como si le cerrasen con llave las facciones; bajó los ojos, y cruzándose de brazos preguntó á la niña qué deseaba. Ella, con un movimiento rapidísimo, se echó á sus piés, y abrazando sus rodillas toda turbada, rompió á decirle que en aquella casa había riquezas estériles, tesoros malditos, que causarían la perdición de su dueño; que allí jamás se había dado al pobre ni un puñado de espigas, antes era su sudor el que rellenaba las arcas; que ella se encontraba arrepentida y resuelta, para asegurar su salvación y la de su padre, á irse por el mundo descalza, pidiendo limosna y haciendo penitencia; para lo cual pedía al forastero su bendición y que la llevase en su compañía y le enseñase á predicar y á seguir la regla del beato Francisco, la humildad y pobreza absoluta.

Permanecía el misionero mudo y parado; no obstante, las palabras de la Borgoñona debían producirle extraño efecto, porque ésta sentía que las rodillas del penitente se entrechocaban temblorosas, y veía su faz demudada y sus manos crispadas, cual si se clavase en el pecho las uñas. La doncella, creyendo persuadir mejor, apretaba las manos, escondía la cara en el sayal, empapándolo en sus calientes lágrimas. Poco á poco el penitente aflojó los brazos y por fin los abrió, inclinándose hacia la niña; pero de pronto, con una sacudida violenta, se desprendió de ella y casi la echó á rodar por el suelo; la cabeza de la Borgoñona dió contra las losas del pavimento; y el penitente, haciendo la señal de la cruz y exclamando:—¡Hermano Francisco, valme!—saltó por la ventana, y se perdió de vista en un segundo. Cuando la Borgoñona se incorporó llevándose la mano á la frente lastimada, sólo quedaba del misionero la señal de su cuerpo en la paja donde había dormido.

II

Todo el día se lo pasó la Borgoñona cosiendo una túnica de burel grosero de la misma tela con que solían vestirse los villanos y jornaleros vendimiadores. Al anochecer, salió á la granja y cortó un bastón de espino; bajó á la cocina y tomó de un rimero de cuerdas una muy gruesa de cáñamo; y subiendo otra vez á su habitación, empezó á desnudarse despacio, dejando sobre la cama, colocadas en orden, las diversas prendas de su traje. En el siglo XIII pocas personas usaban camisa de lino; era un lujo reservado á los monarcas; la Borgoñona tenía pegado á las carnes un justillo de lienzo grueso y un faldellín de tela más burda aún; quitóse el justillo y soltó sobre sus blancas y mórbidas espaldas la madeja de pelo rubio que de día aprisionaba la cofia. Enarboló la tijera que solía llevar pendiente de la cintura, y desmochó sin piedad aquel bosque de rizos, que iban cayendo suavemente á su alrededor como las flores en torno del arbusto sacudido por el aire. Se tentó la cabeza, y hallándola ya casi mocha, igualó los mechones que aún sobresalían; luégo se descalzó; aflojó la cintura del faldellín, se puso el sayal sosteniendo el faldellín con los dientes por no quedarse del todo desnuda; soltó al fin la última prenda femenina, se ciñó la cuerda con tres nudos como la traía el penitente, y empuñó el bastón; pero acudió una idea á su mente, y recogiendo las matas de pelo esparcidas aquí y allí, las ató con la mejor cinta que tenía, y las colgó al pié de una tosca madona de plomo que protegía la cabecera de su lecho. Aguardó á que la noche cerrase, y, de puntillas, se lanzó á oscuras al corredor; bajó á tientas la escalera carcomida; se dirigió á la sala baja donde había hospedado al penitente, abrió la ventana, y salió por ella al campo. Tal arte se dió á correr, que cuando amaneció, estaba á tres leguas de la granja, camino de Dijón, cerca de unos hatos de pastores.

Rendida se metió en un establo, del cual vió salir el ganado antes, y acostándose en la cama de las ovejas, tibia aún, durmió hasta mediodía. Al despertarse, resolvió evitar á Dijón, donde algún parroquiano de su padre podría conocerla. En efecto, desde aquel día procuró buscar las aldeas apartadas, los caseríos solitarios, en los cuales pedía de limosna un haz de paja y un mendrugo de pan. Mientras caminaba, rezaba mentalmente, y si se detenía, arrodillábase y oraba con los brazos en cruz, como el peregrino. El recuerdo de éste no se apartaba un punto de su memoria, y copiaba por instinto sus menores acciones, añadiendo otras que le sugería su natural despejo. Guardaba siempre la mitad del pan que le ofrecían, y al día siguiente lo entregaba á otro pobre que encontrase en el camino. Si le daban dinero, iba corriendo á distribuirlo entre los necesitados, pues recordaba que, según el penitente, nunca el beato Francisco de Asís consintió tener en su poder moneda acuñada. Al paso que seguía esta vida la Borgoñona, se le desarrollaba un dón de elocuencia extraordinario: poníase á hablar de Dios, de los ángeles, del cielo, de la caridad, del amor divino, y decía cosas que ella misma se admiraba de saber, y que las gentes reunidas en rededor suyo escuchaban embelesadas y enternecidas. Á donde quiera que llegaba, la rodeaban las mujeres, los niños se cogían á su túnica, y los hombres la llevaban en triunfo.

Es de notar que todos la tenían por un jovencito muy lindo, y á nadie se le ocurrió que fuese una doncella quien tan valerosamente arrostraba la intemperie y demás peligros de andar por despoblado. Su pelo corto, su cutis oscurecido ya por el sol, sus piés endurecidos por la descalcez, le daban trazas de muchacho, y el sayal grueso ocultaba la morbidez de sus formas. Gracias al disfraz, pudo pasar entre bandas de soldados mercenarios y aun de salteadores, sin más riesgo que el de sufrir algunos latigazos dados con las correas del tahalí, género de broma que no perdonaban los soldados. Muchos se compadecieron de aquel rapaz humilde y le dieron dinero y vino; otros se burlaron; pero nadie atentó á su libertad ni á su vida. En la selva de Fontainebleau sucedióle á la Borgoñona la terrible aventura de abrigarse bajo un árbol de donde colgaban humanos frutos: los piés péndulos de un ahorcado le rozaron la frente: entonces, con valor sobrehumano, abrió una fosa, sin más instrumentos que su bastón de espino y sus uñas; descolgó el cadáver horrendo, que tenía la lengua defuera y los ojos saliéndose de las órbitas, y estaba ya picado de grajos y cuervos, y mal, como supo, reuniendo sus fuerzas, lo enterró. Aquella noche vió en sueños al penitente, que la bendecía.

Pero tantas fatigas, tan larga abstinencia, tan duras mortificaciones, una vida tan áspera y desacostumbrada, abrieron brecha en la Borgoñona, y su salud empezaba á flaquear, cuando llegó á una gran villa, que, preguntando á los aldeanos vendedores de legumbres, supo era París. Entró pues en París, pensando si quizás moraría allí el peregrino, si lo encontraría casualmente y podría rogarle que le buscase un asilo como el que Clara ofrecía á sus hijas, un convento donde acabar su penitencia y morir en paz. Con estos propósitos se internó en un laberinto de calles sucias, torcidas, estrechas, sombrías—el París de entonces.—Embargaba á la Borgoñona singular recelo: en aquella ciudad vasta y populosa, donde veía tanto mercader, tanto arquero, tantos judíos en sus tiendas, tantos clérigos graves que paseaban á su lado sin volver la cabeza, no se atrevía á pedir hospitalidad, ni un pedazo de pan con que aplacar el hambre. Los edificios altos, las casas apiñadas, las plazuelas concurridas, todo le infundía temor. Vagó como alma en pena las horas del día, entrando en las iglesias para rezar, apretándose la cuerda para no percibir el hambre; y á la puesta del sol, cuando resonó el toque del cubre-fuego, que acá decimos de la queda, cubriósele á ella verdaderamente el corazón, y con mucha angustia rompió á llorar bajito, echando de menos por primera vez su granja, donde el pan no le faltaba nunca, y donde al oscurecer tenía seguro su abrigado lecho. Al punto mismo en que estas ideas acudían á su atribulado espíritu, vió que se le acercaba una vejezuela gibosa, de picuda nariz y ojuelos malignos, y le preguntaba:—¿Cómo tan lindo mozo á tales horas solito por la calle, y si era que por ventura no tenía posada?

—Madre—contestó la Borgoñona—si tú me la dieses, harías una gran caridad, pues cierto que no sé dónde he de dormir hoy, y á más no probé bocado hace veinticuatro horas.

Deshízose la vieja en lástimas y ofrecimientos, y echando á andar delante, guió por callejuelas tristes, pobres y sospechosas, hasta llegar á una casuca, cuya puerta abrió con una roñosa llave. Estaba la casa á oscuras, pero la vieja encendió un candil, y alumbró por las escaleras hasta un cuarto alto. Ardía un buen fuego en la chimenea; la Borgoñona vió una cama suntuosa, sitiales ricos, y una mesa preparada con sus relucientes platos de estaño, sus jarras de plata para el agua y el vino, su dorado pan, sus bollos de especias, y un pastel de aves y caza que ya tenía medio alzada la cubierta. Todo olía á lujo, á refinamiento, y aunque el caso era sorprendente atendido el pergeño de la vieja y la pobreza del edificio, como la Borgoñona sentía tanta hambre y de tal modo se le hacía agua la boca ante el espectáculo de los manjares, no se le ocurrió manifestar extrañeza. Iba buenamente á sentarse y á trinchar el pastel, pero la vieja lo impidió, diciéndole que convenía aguardar al dueño de la habitación, un hidalgo estudiante muy galán, que ya no tardaría, y era de tan afable condición, que á buen seguro que no pusiese el menor reparo en partir su cena con el forastero. En efecto, bien pronto se oyeron resueltos pasos, y un caballero mozo, envuelto en oscura capa y con pluma de garza en el airoso birrete, entró en la estancia.

Al verle, quedóse estupefacta la Borgoñona; y no era para menos, pues aquel gallardo caballero tenía la mismísima cara y talle del penitente! Conoció sus grandes ojos negros, sus nobles facciones; sólo la expresión era distinta; en éste dominaba un júbilo tumultuoso, una especie de energía sensual. Quitóse el birrete, descubriendo rizados y largos cabellos; soltó la capa, y contestó con una carcajada á las disculpas de la vieja, que le explicaba cómo aquel pobrecito penitente partiría con él, por una noche, la cena y el cuarto. Sentóse á la mesa muy risueño, y declaró que aunque el camarada no parecía animado, él haría porque la cena fuese divertida. Dijo esto con la propia voz sonora del penitente.

Retiróse la vieja, y la Borgoñona tomó asiento confusa y atónita, mirando á su comensal y sin dar crédito al testimonio de los sentidos. Mientras mataba el hambre con el apetitoso pastel, sus ojos no se apartaban del mancebo, que comía y bebía por cuatro; y con mil chanzas, llenaba el vaso y el plato de la Borgoñona, que proseguía comparando al misionero con el estudiante. Sí, eran los mismos ojos, sólo que antes no brillaba en ellos un fuego vívido y generoso, ni cabía ver el negror de las pupilas, porque estaban siempre bajos. Sí, era la misma boca, pero marchita, contraída por la penitencia, sin estos labios rojos y frescos, sin estos dientes blancos que descubría la sonrisa, sin este bigote fino que acentuaba la expresión provocativa y caballeresca del rostro. Sí, era la misma frente blanca y serena, pero sin los oscuros mechones de pelo que jugueteaban en torno. Era el mismo aire, pero con otras posturas menos gallardas y libres. Y así, poco á poco, tratando de cerciorarse de si el penitente y el hidalgo componían un solo individuo, la doncella iba deteniéndose con sobrada complacencia en detallar las gracias y buenas partes del mancebo, y ya le parecía que si era el penitente, había ganado mucho en gentileza y donosura. El caballero, festivamente, le escanciaba en el vaso vino y más vino, y la Borgoñona distraída lo bebía. El vino era color de topacio, fragante, aromatizado con especias, suave al paladar, pero después se sentía correr por las venas como líquida llama.

Á cada trago de licor, la Borgoñona juzgaba más discreto y bizarro á su compañero de mesa. Cuando la mano de éste, por casualidad, al ofrecerle el vaso, rozaba la suya, un delicioso temblor, un escalofrío dulcísimo, le subía desde las yemas de los dedos hasta la nuca. Su razón vacilaba, la habitación daba vueltas, la luz de cada uno de los cirios que alumbraban el festín se convertía en miles de luces. Y he aquí que el caballero, después de beber el último trago, se levantó, y juró que, á fe de hidalgo estudiante, era hora de acostarse, y digerir la cena con un sueño reparador.

Semejantes palabras despejaron un poco las embotadas potencias de la doncella. Acordóse de que en la habitación no había más que un solo lecho, y alzándose de la mesa alegó humildemente, en voz baja, que sus votos obligaban á tener por cama el suelo, y que así dormiría, no siendo razón que se molestase el señor hidalgo. Pero éste, con generoso empeño, protestó que no lo sufriría, y tendiendo en el suelo su capa, afirmó que dormiría sobre ella, si el mozo penitente no le otorgaba un rincón del lecho, donde ambos cabían muy holgados. La Borgoñona se negó con espanto á admitir la propuesta, y el estudiante, con vigor hercúleo, cogióla en brazos, y la depositó sobre la cama. Ella, sintiendo otra vez desmayar su voluntad, cerró los ojos, y con singular contentamiento se dejó llevar así, apoyando la cabeza en el hombro del caballero y percibiendo el roce de sus negros, perfumados bucles.

Abrió el estudiante la cama, metió dentro á la Borgoñona, le arregló la sobrecama bordada de seda, y con la misma dulzura con que se habla á los niños, preguntó si no le sería lícito al menos tenderse á los piés, que siempre estarían más blandos que el santo suelo. No encontró la Borgoñona objeción fundada que oponer, y el hidalgo se envolvió en su capa y se tumbó, poniendo por cabezal un almohadón, y al poco tiempo se le oyó respirar tranquilo, como si durmiese.

La Borgoñona en cambio se revolvía inquieta. En vano quería recordar las oraciones acostumbradas á aquella hora; no podía levantar el espíritu; su corazón se derretía, se abrasaba; el penitente y el estudiante formaban para ella una sola persona, pero adorable, perfecta, por quien se dejaría hacer pedazos sin exhalar un ay. La blandura del lecho, invitando á su cuerpo á la molicie, reforzaba las sugestiones de su imaginación; en el silencio nocturno, le ocurrían las resoluciones más extremosas y delirantes; llamar al hidalgo, declararle que era una doncella perdida de amores por él, que la tomase por mujer ó esclava, pues quería vivir y morir á su lado. Pero ¿y aquellas matas de pelo colgadas al pié de la efigie de Nuestra Señora, acaso no eran prenda de un voto solemne? Con estas dudas la frente se le abría, las venas le saltaban, zumbándole los oídos, y la respiración sosegada del estudiante se le figuraba honda como el ruido de gigantesca fragua. ¡Oh tentación, tentación! La Borgoñona se sentó en el lecho, y á la luz del fuego, que aún ardía, miró al estudiante dormido, pareciéndole que en su vida había contemplado cosa que tanto le agradase; y así embebida en el gusto de mirar, fuese acercando hasta casi beberle el aliento. De pronto el durmiente se incorporó bien despierto, abriendo los brazos y sonriendo con sonrisa extraña. La doncella dió un gran grito, y acordándose del penitente, exclamó:—¡Hermano Francisco, valme!—Al mismo tiempo saltó del lecho y huyó de la habitación como loca.

Cuatro á cuatro bajó las escaleras, halló la puerta franca, y encontróse en la calle; siguió corriendo, y no paró hasta una gran plaza, donde se elevaba un edificio de pobre y humilde arquitectura; allí se detuvo sin saber lo que le pasaba: trató de coordinar sus pensamientos; los sucesos de la noche le parecían soñados; y lo que la confirmaba en esta idea era que no podía por más que se golpeaba la frente, recordar la linda figura del estudiante: la última impresión que de ella le quedaba era la de un rostro descompuesto por la ira, unas facciones contraídas por furor infernal, unos ojos inyectados, una espumante boca...

Del edificio humilde salieron cuatro hombres vestidos de túnicas grises amarradas con cuerdas, y llevando en hombros un ataúd. La Borgoñona se acercó á ellos, y ellos la miraron sorprendidos, porque vestía su mismo traje. Impulsada por la curiosidad, la doncella se inclinó hacia el ataúd abierto y vió, acostado sobre la ceniza—sin que pudiese caberle duda alguna respecto á su identidad—el cadáver del penitente!

—¿Cuándo murió ese hombre?—preguntó trémula y horrorizada.

—Ayer tarde, al sonar del cubre-fuego.

—¿Y ese edificio donde vivía, qué es?

—Ahí habitamos los pobres de la regla de Francisco de Asís, los Menores, tus hermanos—contestaron gravemente, y se alejaron con su fúnebre carga.

La Borgoñona llamó á la portería del convento.

Nadie adivinó jamás el sexo del novicio, hasta que su muerte, después de una larga y terrible penitencia, hubo de revelarlo á los encargados de vestirle la mortaja. Hicieron la señal de la cruz, cubrieron el cuerpo con un paño tupido, y lo llevaron á enterrar al cementerio de las Minoritas ó Clarisas, que por entonces ya existían en París.

Primer Amor

¿Qué edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la culpa de semejantes trastornos.

Si no recuerdo bien el cuándo, por lo menos puedo decir con completa exactitud el cómo empezó mi pasión á revelarse. Gustábame mucho—después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus devociones vespertinas—colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; un ridículo de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y los volvía á su sitio. Pero un día—me acuerdo lo mismo que si fuese hoy—en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de rancio encaje, ví brillar un objeto dorado... Metí las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.

Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse del fondo oscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada, los labios carnosos, entreabiertos y risueños, los ojos lánguidamente entornados, y un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo compacto, á manera de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo que remangaba en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al vestido... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de antaño gastaban manga más ancha que los de ogaño; y me inclino á creer esto último, porque hará unos sesenta años, las hembras se preciaban de cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín; pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos esculturales... Al decir manos no soy exacto, porque en rigor, sólo una mano se veía, y esa apretaba un pañizuelo rico.

Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí y acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente en las Ilustraciones, en los grabados mitológicos del comedor, en los escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno armonioso y elegante cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales, castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del original. Lo dicho; aquello, más que copia, era reflejo de persona viva, de la cual sólo me separaba un muro de vidrio... Puse la mano en él, lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus piés gotosos. Tuve tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo y arrimarme á la vidriera adoptando una actitud indiferente y nada sospechosa.

Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados ojillos, y dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.

Después, sonriéndose con picardía:

—Aguarda, aguarda—añadió—voy á darte algo, que te chuparás los dedos.

Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me infundieron asco.

La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca, la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación, una protesta varonil se alzó en mí, y declaré con energía:

—No quiero, no quiero.

—¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!

—Yo no soy ningún chiquillo—exclamé—creciéndome, empinándome en las puntas de los piés—yo no quiero dulces.

La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues, en mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á interrumpir las carcajadas, y entre risa y tos, involuntariamente, la vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de repugnancia, me escapé de allí y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde me lavé con agua y jabón y me dí á pensar en la dama del retrato.

Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de ella. Salir la tía y escabullirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. Á fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla, imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que suele hacerse para acudir á las citas amorosas.

Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad, muy armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también mi niña con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía de hombros y las calificaba desdeñosamente de feas y fachas. Ocurrió cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al oído:

—Toma.

Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca, y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:

—¡Toma!

Y le arrojé el capullo á la nariz; desaire que la tuvo toda la tarde llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y tiene tres hijos, no me ha perdonado.

Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la miniatura, la depositaba en sitio seguro, y después me juzgaba libre para hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados adornos del marco.

El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones, viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su palacio en un tren rápido y volador. Con dulce autoridad me hacía sentar á sus piés en un cogín, y me pasaba la torneada mano por la cabeza acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse, agradeciéndome el placer que le causaban mis lecturas y canciones. En fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era paje, ya trovador.

Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo notable, y que lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.

—En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante—dijo mi padre—que solía leer libros de medicina, y estudiaba con recelo las ojeras oscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.

—Juega, chiquillo; come, chiquillo—solía decirme.

Y yo le contestaba con abatimiento:

—No tengo ganas.

Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro; me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba yo con mi dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir el frío cristal: titubeé al ir á ponerlo por obra; al cabo pudo más el amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de marfil.

Al apoyar en la pintura los labios y percibir la tenue fragancia de la orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la miniatura.

Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía, todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:

—Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.

Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.

—Pero, chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!—exclamaba ella. ¿No ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré, cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.

—Déjaselo—suplicaba mi madre—el niño está malito.

—¡Pues no faltaba más!—contestó la solterona. ¡Dejarlo! ¿Y quién hace otro como ese... ni quién me vuelve á mí ahora á los tiempos aquellos? ¡Hoy en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y no soy lo que ahí representa!

Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé cómo pude articular:

—Usted... el retrato... es usted...

—¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah, veintitrés años son más bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; al fin, nadie ha de robármelos!

Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de Oporto.

Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.

Un Diplomático

Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó á la duquesa el correo. Había en él periódicos franceses, Ilustraciones metidas en su fino camisón de seda, dos ó tres cartas de satinado sobre y heráldico timbre, y, nota desafinada en aquel concierto, otra carta más, cerrada consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el sobrescrito.

Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese á la duquesa á echarle mano, anteponiéndola á las demás; pero aún no bien puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:

—¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.

La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:

—Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día fresco.

Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre fondo azul, y en oirse un tlin... tlin... de menudos cascabeles, y antes que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió á una manecita pálida, hoyosilla; una manecita de diez meses que esgrimía un sonajero de plata.

—¡Vente, angelote... á mamá... mil besos!

—Mmiií...—gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.

—Está descolorida, ama... está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice miss?

Miss dice... es decir, no dice nada... ay, sí, dice que también allá por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes... ya ve ucencia... rabian de Dios y se ponen esmirriaditos.

Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de apuntes estáis tú y miss.» Y hablándose á sí misma, murmuró:

—Sánchez del Abrojo no debe tardar... ¡Ah!—pronunció ya con voz más fuerte;—ama, aquí hay carta de tu casa...

En vez de alegrarse, se oscureció el semblante del ama, moreno, tostado y recio, cual los molletes de pan de su país.

—¡Y qué dirá ahí, ucencia!—suspiró sin extender la mano para tomar la epístola.—Nunca por cosa buena escriben.

—¡Qué sé yo, mujer! Te hablarán de tu madre... del chico que te dejaste... de las vacas, ¿eh? ¡ó te pedirán dinero! Anda, toma, sal de dudas.

—Ucencia ha de dispensarme... como yo no sé de letra... y en la cocina á lo mejor se burlan de las cosas que me cuenta el señor padre, que es quien pone las cartas....—suplicó el ama, medio enternecida ya.

—Vamos, querrás que te la lea, ¿no es eso?

—Si ucencia se quiere molestar...

Al decir esto, se apresuró á coger la niña, que por su parte no anduvo rehacia en irse á los robustos brazos del ama, la cual, previo un «con el permiso de ucencia...» desabrochó el justillo, alzó el pañuelo de vivos colores que se cruzaba sobre su seno de Cibeles, y metiendo en la boquita del ángel lo que éste más deseaba, volvió á cubrirse con tanto recato como si delante de un regimiento se encontrase. Rasgó la duquesa el tosco sobre, y aún no lo había desdoblado, cuando se oyeron pisadas de botas rechinantes y varoniles en el pasillo, y una faz correcta, patilluda, apareció entre los pliegues del cortinaje, y una voz que apoyaba mucho en las erres, preguntó:

—¿Estás visible, hija? ¿Puede entrar Sánchez del Abrojo?

—Adelante, adelante, doctor... ¡Pues ya lo creo! Pensando estaba en él ahora mismo.

Hízose atrás el duque para dejar pasar primero al doctor, según manda la cortesía, y ambas notabilidades (cada uno de los recién entrados lo era en su género) se adelantaron hacia el rincón del gabinete donde se destacaba la airosa cabeza de la duquesa sobre un fondo de aterciopelado follaje de begonias.

El duque, aunque frisaba en los cincuenta y seis, era derecho, elegante, distinguidísimo hasta en su lucia y limpia calva; usaba no sé qué cintajo en el ojal, y podría usar, amen de las hidalgas veneras de Alcántara y Santiago, que ya de casta le venían, como dos docenas de insignias de órdenes nacionales y extranjeras, de las más ilustres, concedidas por diferentes gobiernos en justa recompensa del tino y acierto con que durante su ya larga carrera diplomática había desempeñado arduas y peliagudas misiones, y enredado los cabos de más de veinte madejas políticas, que el demonio que las devanase. Ostentaba el duque en su despacho, y enseñaba con orgullo, además de las condecoraciones, pieles de zorro azul, regaladas por el czar, el collar de esmaltes de una momia, obsequio del jedife, y un sable japonés de abrirse el vientre, con pedrerías en la empuñadura, gracioso donativo del mikado.

En estos títulos fiaba el duque para obtener en breve la embajada más importante quizás de Europa.

Por lo que hace á Sánchez del Abrojo, regordete, sanguíneo, de chispeantes ojos negros, era un médico á la moda, que curaba con su ciencia á la mitad de los enfermos, y con su animación y energía á la otra mitad... siempre que tuviesen cura, por supuesto.

Mientras la duquesa entablaba con el galeno animadísimo diálogo, el duque se acercó al ama, y se inclinó con cierta familiaridad, no exenta de señorío, para ver el rostro de la niña, que maldita la gana que tenía de enseñárselo.

—Golosilla... hola, estamos tragando, ¿eh? ¿Qué tal se porta, ama? ¿Qué tal se porta?

Y sin esperar la respuesta, volvióse á su mujer y al doctor.

—¿Le explicas á Sánchez lo de la chiquitina? Amigo del Abrojo; esta nena, con sus dientes, nos da en qué pensar. ¡Oh! y tanto como nos da. Estamos preocupadísimos.

—Ya se ve, única y tardía...—respondió el médico, mientras calculaba para su sayo, tan involuntariamente como el matemático suma dos cifras que ve una debajo de otra, las probabilidades de ulterior sucesión que podía tener aquel matrimonio.—¿Y qué dice el ama?—añadió en alta voz.

—El ama...—murmuró la duquesa, y recordando de súbito la carta, que aún conservaba en la mano, exclamó:—Á propósito, permítanme Vds... Un instante... Lo prometido es deuda.

—¿Qué es eso? ¿Qué carta es esa tan rara?—interrogó el duque.

—Del ama, de Jacinta... Le prometí que se la leería. Es de su gente...

—Si quieres ahorrarte el trabajo... yo me encargo, hija—pronunció con magnánima sonrisa el duque.

—No, gracias...

La duquesa, por instinto, oprimió la carta.

—Pero si es una niñería que te empeñes en molestarte... Eso estará escrito en chino.

—Si Vds. quieren que yo...—exclamó oficiosamente Sánchez del Abrojo.

—No, yo he de ser—declaró la duquesa con firmeza.

Y diciendo y haciendo, comenzó la lectura:

—«Mi amada y estimada hija Jacinta...»

—Repare Vd. la ortografía de esa pobre gente, Sánchez,—murmuró por lo bajo el duque, que se inclinaba sobre el hombro de su esposa deletreando.—¡Ponen Jacinta con G! ¿Es gracioso, no?

—«Jacinta... me alegraré que al recibo de estas cortas letras...»

—Etcétera. Siempre comienzan así: es ya una fórmula consagrada—explicó gravemente el duque.—¿Á que añade: «te halles con la cabal salud que yo para mí deseo?»

—«...La mía buena á Dios gracias...»—prosiguió la duquesa.—«Con dolores de mi corazón y alma, estimada hija, tengo que participarte la mayor desd...»

La duquesa, por cuyo rostro se extendía leve palidez, sufrió, llegando á este párrafo, un acceso de tos.

—¿Ves cómo no entiendes la letra, María? Yo continuaré. «...desdicha que Dios fué servido de mandarnos... y que tu afligida madre y padre y tío Antón tienen el honor de partici...»

—Te suplico—gritó la duquesa con sorda angustia,—que me dejes acabar... ¿entiendes?

—¡Ay ucencia, por la Virgen Santísima! ¿Qué desgracia será esa?—interrogó el ama, cuyo color de figura de barro cocido se trocaba en palidez de granito recién labrado.

—Verás, mujer... no te asustes, si no es nada... «el honor de participarte... pues sabrás, estimada hija de nuestro cariñoso amor, como ayer se mu... se murió el novillo nuestro...»

—¡Novillo!—dijo pensativa el ama.—En casa no había sino dos vacas... la blanca y la roja.

—Lo comprarían...—replicó la duquesa, respirando como si suspirase.—Vamos, pues eso no vale la pena, ama... «Todos estamos traspasados de puñales...» Bien, se comprende; para vosotros es una gran pérdida... Yo te daré con qué comprar dos, ó una pareja de bueyes... ¡Ea!

—¡Viva ucencia mil años, y nunca las manos se cansen!... ¿Qué pone al último?

—«Consérvate como un repollo de sana... Cuida bien á esa infanta de las Españas que estás criando...» ¡Ah! y que les mandes diez duros, si puede ser. Irá eso y mucho más.

—Ahora—dijo el diplomático recogiendo con impensado movimiento la carta de manos de la duquesa—permíteme que vea la ortografía... Si es divertidísima.—¡Calle!—exclamó sin hacer caso de los desesperados ademanes de su mujer.—Bien dije yo que no era para tus ojos esta letra, María querida... Si aquí no habla de novillo... No; donde leíste novillo, hay escrito chiquillo... ¡Estos signos paleográficos no son para usted, señora duquesa! No me haga usted señas... ¡Pues si los diplomáticos, por oficio, tenemos que saber leer cosas más peliagudas! Chiquillo; ¿ve Vd., Sánchez? «Se murió el chiquillo tuyo... Todos estamos traspasados de puñales...»

Pronta como el rayo, se precipitó la duquesa hacia Jacinta y le arrancó de los brazos la tierna criatura, que rompió en tristísimo llanto al soltar la ubre. Era tiempo. Un grito ronco salió de la comprimida garganta del ama; puso los ojos en blanco; sus facciones amoratadas se descompusieron, y leve espuma apareció en sus labios morados. Á pesar de los esfuerzos de Sánchez del Abrojo para sostenerla, se desasió y rodó al suelo, retorciéndose con la desesperada elasticidad de la convulsión. La duquesa se colgó de la campanilla, mientras con el brazo izquierdo apretaba contra su corazón á la criatura desconsolada.

—Vea Vd.—decía algún tiempo después Sánchez del Abrojo á su compañero el doctor Cortadillo, en ocasión que salían juntos de San Carlos;—yo lo he creído siempre: es preferible, es más lucido, desde el punto de vista del pronóstico, trabajar sobre un viejo que sobre un chiquillo. La patogenesia del niño es dificilísima, especialmente mientras lacta, mientras vive, por decirlo así, en íntima comunión con la naturaleza femenina. Nada, que le mudamos el ama á la niña de los duques de Fuente-Real (una niña algo delicada, que nació tarde, y cuando sus padres no esperaban ya familia, ¿sabe Vd.?); pero bastó el poco tiempo que por fuerza hubo de mamar de la otra, de la que recibió aquel tiro á boca de jarro y tuvo el ataque nervioso (¡ nervios en las aldeanas! Pero ¿qué fueron las energúmenas?) para llevar á la criatura al hoyo... ó al cielo, señor espiritualista: como V. guste. Claro que estaba en el período de la dentición; ya sabe Vd. la receptividad, la plasticidad del temperamento de los niños; y así como un fuerte golpe no derriba, verbigracia, una cómoda, y sí un objeto pequeño que se halle colocado encima de ella, la terrible impresión no hizo gran mella en aquel castillo, en la mocetona del ama; pero á la chiquita... Yo por lo menos tuve que atribuirlo á eso. El ataque á la cabeza afectó forma convulsiva.

—¡La heredera del duque de Fuente-Real, muriendo de la muerte del hijo de una labradora!—murmuró reflexivamente Cortadillo.

—El dinamismo incalculable de los hechos, amigo mío... Heriberto Spencer pone eso en su punto.

—¿Y el duque?—preguntó Cortadillo con interés.

—¡Calle Vd., hombre! Acaba de salir para su embajada...

Cortadillo sonrió con su boca amarilla y sin dientes, y los carnosos labios de Sánchez del Abrojo hicieron el dúo, plegándose con ironía indefinible. Después su rostro se puso grave.

—La pobre madre... la pobre duquesa... ¡Ah, qué espectáculo! Esa se ha quedado en Madrid... La veo con frecuencia, y bien necesita mis cuidados, se lo aseguro á Vd.

—Lo que necesitará sobre todo—advirtió Cortadillo—es paciencia, y creer á puño cerrado que esa criatura no está sólo en la fosa, compañero del Abrojo.

Sic Transit...

Me trajo el mozo la copa de cognac pedida dos minutos antes, y mientras la paladeaba despacito, fijé una escrutadora mirada en el individuo que ocupaba la mesa próxima.

Era él, él mismo: no podía caberme duda ya. ¡Pero cuán ajado, maltrecho y diferente de sí propio! Sobre el grasiento cuello de panilla de su gabán caían en desorden los lacios y entrecanos mechones de la descuidada cabellera; la camisa no se veía, probablemente estaría sucia y la ocultaba por pudor social. Como tenía inclinada la cabeza para leer un periódico francés, sólo pude ver su perfil devastado y marchito, y las abolsadas ojeras que rodeaban sus pálidos ojos.

Contemplábale yo con punzante curiosidad, y me acudían en tropel recuerdos de la última vez que asistí á uno de sus triunfos. Hallábase entonces en la plenitud de sus facultades y talento: es verdad que algunos malcontentadizos dilettanti empezaban á decir que decaía, mas el público opinaba de muy distinta manera. Y por señas que, como justamente la postrer noche que pasé en Madrid fuese la del beneficio del gran artista, aflojé los cinco pesos que el Pájaro me exigió por la butaca, y asistí á una ovación entusiasta, delirante.

¡Qué voz, cielo santo, qué voz pura, apasionada, angelical! ¡Con qué facilidad ascendía á las alturas vertiginosas de los dos y síes más inaccesibles á gargantas profanas! ¡Qué modo de filar las notas, y de emitirlas, cada una aparte, distinta y clara, y al par ligada con la anterior y posterior, sin esfuerzo alguno, sin desgañitarse, antes con serenidad y gracia encantadora!

Y además de estos primores de ejecución, ¡qué bellezas de sentimiento en las distintas modulaciones de tan soberana voz, y en la inteligente mímica que las realzaba! El papel de Edgardo en Lucia no fué nunca mejor comprendido que aquella inolvidable noche. ¿Era hermoso ó feo el excelso tenor? Lo ignoro, pero pienso que Walter Scott, el novelista-poeta que inmortalizó las desventuras del laird de Ravenswood, no pudo soñar más melancólico, varonil é interesante Edgardo. Tierno y dulce en la escena del jardín; trágico y sublime en la de los desposorios; sombrío y fiero en la del reto; transido de amor en la bellísima final, siempre era el tipo romántico que las imaginaciones ardorosas y juveniles se figuran ver alzarse entre las nieblas de Escocia.

Hundíase el teatro, como suele decirse, á puras salvas de aplausos; llovían sobre la escena coronas y ramos de flores; y del fondo rojo oscuro del proscenio, donde ostentaba su soberbia toilette una aristocrática beldad, se destacó un brazo escultural, enguantado de blanco, y un ramillete de nevadas camelias, sobre las cuales negreaban dos cifras formadas de oscurísimos pensamientos, cayó, envuelto aún en el perfumado pañuelo de encaje, á los piés de Edgardo, mientras un cuchicheo discreto inclinaba unas hacia otras las cabezas femeniles en los demás palcos, cual se doblan las espigas al soplo del aire. El tenor daba gracias al público, apoyando sobre el corazón la mano izquierda, en cuyo dedo meñique lucia un solitario como una avellana, regalo del Czar.

¡Si me parecía que le estaba viendo aún! Mediante la transfiguración del arte, el hombre viejo y mal vestido que tenía enfrente iba convirtiéndose en el Edgardo arrebatador que me sedujo diez años antes. Levantábase ante mí su gallarda figura, su italiana y morena tez empalidecida por el reflejo del gas, su negra barba, sus ojos centelleantes, su descubierta garganta de estatua, cuyos tendones se dibujaban bajo el limpio cutis, su traje de terciopelo negro con cuello de guipur, la noble actitud con que arrojaba su capa y se quedaba inmóvil, cruzado de brazos, sobre la escalinata de la cámara donde se celebraban los desposorios de Lucia. Oía de nuevo su voz, el acento desesperado con que pronunciaba: Stirpe iniqua, y sus notas penetrantes recorrían mis nervios y me producían inexplicable escalofrío. Era el mismo Edgardo, ¡y estaba á dos pasos en la mesa próxima!

Movido por irresistible impulso me acerqué, y le tendí la mano, preguntándole si tenía el gusto de hablar al célebre tenor. Preguntélo no sé por qué, por el placer de oirlo de sus labios. Alzó sus ojos apagados é indiferentes, y á media voz, me dijo un:—¡El mismo!—que me pareció lleno de tristeza y resignación.

—¡Pero Vd. por aquí!

—En efecto.

—Yo le he admirado á Vd. en el Real... En Puritanos... en Lucia... ¿Se acuerda Vd.?

—Ah, sí... ¡otros días!...—pronunció en italiano.

Ví animarse un tanto sus mejillas, donde unos atisbos de colorete y albayalde, mal borrados por la tohalla, parecían los últimos arreboles de su gloria.

—¿Y es cierto que viene Vd. á cantar aquí?

Sacó del bolsillo una petaca muy usada de cuero de Rusia, con iniciales de oro, resto sin duda del pasado esplendor, y de ésta un cigarro, y me pidió fuego.

—Cantaré... sí, como pueda.

Díjolo carraspeando, y noté que la voz del ángel se parecía ahora al glocitar de un pollo.

—¿En una capital de provincia? ¿En un teatro tan malo? ¿Ante una concurrencia?...

Mis palabras despertaron al tenor de oficio, al hombre habituado á captarse con afables palabras las simpatías de los concurrentes entre bastidores.

—¡Oh!—exclamó.—El ilustrado público de Marineda... ¡Oh! Yo he escuchado hacer elogios de su competencia... ¡Oh!

Y diciendo esto, una halagadora sonrisa, casi suplicante, entreabrió sus labios, y su mirada se posó cariñosamente en mí. No me dejé seducir.

—¿Es cierto—le pregunté—que ha perdido Vd. la voz á consecuencia de un enfriamento que cogió en New-York?

Inclinó la cabeza sobre el pecho y no contestó palabra. Comprendí que el asunto de conversación le era displicente, y llamé al mozo, pidiéndole unas copas de Chartreuse de la más fina.

—¡Oh! ¡Grazie!—murmuró al verlas delante.—No uso... Licores, vinos, especies... ¡Oh! Pimienta, pimienta, ¡sopra tutto! Los yankees abusan de las especies y los vinos... Yo no llevé á New-York mi cocinero, sentite...

Entonces, incitado por mis preguntas y mi no fingido interés, comenzó á explicar el régimen funesto seguido en New-York, las primeras notas veladas, la desesperación de la primer ronquera, la indisposición repentina, la cólera del público, la reaparición, los inútiles esfuerzos para reavivar el entusiasmo, las palmadas escasas y frías, esos síntomas iniciales de indiferencia, desgarradores en todo amor... Sus mejillas se encendían, y á veces, por entre su voz resquebrajada, asomaba una inflexión de terciopelo, como de la arruinada pared de un palacio cuelgan aún girones de rica tapicería...

Por último se levantó y llamó al mozo para pagarle; pero yo le había hecho una disimulada seña, y el mozo, con muchas cortesías, se negó á recibir un cuarto. El tenor me estrechó la diestra y por un momento, en su rostro que iluminó el júbilo, observé la feliz transformación que se nota en la cara de una mujer, ayer hermosísima y hoy marchita por la edad, si algún soldado ó gañán, en la calle, le dirige á su manera un requiebro.

El Premio Gordo

Allá en tiempo de Godoy, el caudal de los Torres-nobles de Fuencar se contaba entre los más saneados y poderosos de la monarquía española. Fueron mermando sus rentas las vicisitudes políticas y otros contratiempos, y acabó de desbaratarlas la conducta del último marqués de Torres-nobles, calaverón despilfarrado que dió mucho que hablar en la corte cuando Narváez era mozo. Próximo ya á los sesenta años, el marqués de Torres-nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas de guardar, le hacía la partida de brisca, burro y dosillo (tales sencilleces divertían mucho al ex-conquistador), y le leía y comentaba los periódicos políticos más reaccionarios; un mayordomo ó capataz que cobraba á toca-teja y dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un cochero obeso y flemático que gobernaba solemnemente las dos mulas de su ancha carretela; un ama de llaves silenciosa, solícita, no tan moza que tentase ni tan vieja que diese asco; un ayuda de cámara traído de Madrid, resto y reliquia de la mala vida pasada, convertido ahora á la buena como su amo, y discreto y puntual ahora y antes; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid á tomar puerto y carenarse en Fuencar. Su salud se restablecía; el sueño, la digestión y demás funciones necesarias al bienestar de esta pobre túnica perecedera que sirve de cárcel al espíritu, se regularizaban, y en pocos meses el marqués de Torres-nobles echó carnes sin perder agilidad, enderezó algo el espinazo, y su sano aliento indicó que ya la feroz gastralgia no le roía el estómago.

Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para que no le dejasen les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia, y además los obsequiaba á veces con regalos y mimos. Así andaban ellos de contentos: poco trabajo, y ese metódico é invariable; salario crecido, y de cuando en cuando sorpresitas del dadivoso marqués.

El mes de Diciembre del año antepasado, hizo más frío de lo justo, y la dehesa y término de Fuencar se envolvieron en un manto de nieve como de una cuarta de grueso. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el marqués de noche á la cocina del cortijo, y buscando por instinto de sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar, calentó la palma de las manos castañeteando los dedos, y hasta se rió de los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor, y reparó que la cocinera tenía muy buenos ojos. Entre otras conversaciones más ó menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados proyectaban asociarse para echar un décimo á la lotería de Navidad.

Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio á la ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la cocina blandiendo unos papeles, y anunciando á sus domésticos, con suma benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos quedándose él con ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el pastor, viejo cano, zumbón y sentencioso, meneó la cabeza, afirmando que el que echaba con señores «espantaba la suerte», de lo cual le pesó tanto al marqués, que condenó al pastor á no llevar ni un real en los décimos consabidos.

Aquella noche el marqués no durmió tan á pierna suelta como solía desde que Fuencar le cobijaba; le desvelaron algunos pensamientos de esos que sólo mortifican á los solterones. No le había gustado pizca la avidez con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles.—¡Esa gente—decíase el marqués—no aguardaría sino á llenar la bolsa para plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de poner taberna... para beberse el vino sin duda! ¡Pues la pazguata de doña Rita (era el ama de llaves), no sueña con establecer una casa de huéspedes! Digo, y lo que es Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se calló, pero miraba con el rabo del ojo á esa Pepa (la cocinera), que, vamos, tiene su sal... Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar ¡bah! el marqués de Torres-nobles dió una vuelta en la cama y se arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer y así... tendrán que aguardarse por las mandas que yo les deje! Y á poco rato el buen señor roncaba. Dos días después celebrábase el sorteo, y Jacinto, que era más listo que Cardona, se las compuso de modo que su amo tuviese que enviarle á la ciudad en busca de no sé qué provisiones ú objetos indispensables. La noche caía, nevaba á mas y mejor, y Jacinto aún no había vuelto, á pesar de salir muy de madrugada.

Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando sintieron las opacas pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y un hombre, en quien reconocieron á su compañero Jacinto, entró como una bomba. Estaba pálido, temblón y demudado, y con ahogada voz acertó á pronunciar:

—¡El premio gordo!!!

Hallábase á la sazón el marqués en su despacho, y, las piernas arrebujadas en tupida manta, chupaba un habano, mientras el capellán le leía la política menuda de El Siglo Futuro. De pronto, suspendiendo la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina. Parecióles al principio que los criados disputaban, pero á los diez segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo, tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por comprometida su dignidad, despachó al capellán á informarse de lo que ocurría é imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento: «¡Me ahogo!» y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole el rostro con El Siglo Futuro logró oir brotar de sus labios una frase entrecortada:

—El premio gordo... nos ha tocaaa...ado el prem...

Á despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués con no vista ligereza, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban no sé si el jaleo ó la cachucha, con mil zapatetas, saltando como monigotes de saúco electrizados; Jacinto, abrazado á una silla, valsaba rauda y amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba, gritando ó mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron á él con los brazos abiertos, y sin que fuese poderoso á evitarlo lo alzaron en volandas, y cantando y danzando y echándoselo unos á otros como pelota de goma lo pasearon por toda la cocina, hasta que viéndole furioso lo dejaron en el suelo; y aun fué peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el talle, quieras que no quieras le arrastró en vertiginoso galop, mientras el capataz, presentándole una bota de vino, se empeñaba en que probase un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabía á ciencia cierta por haber trasegado á su estómago casi toda la sangre de la bota.

Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vió que el capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.

—¿Á dónde va Vd., don Calixto, hombre de Dios?—exclamó el marqués admirado.

—Pues, con su licencia, don Calixto iba á Sevilla, á ver á su familia, á darle la alegre nueva, á cobrar en persona su parte de décimo, un confite de algunos miles de duros.

—¿Y me deja Vd. ahora? ¿Y la misa? y...

En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el señor marqués le daba permiso, él también se marcharía á recoger lo que le tocaba. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el diablo en el cuerpo para largarse á tales horas y con una cuarta de nieve, á lo cual respondieron unánimes don Calixto y Jacinto que á las doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían á pié ó como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar: «Jacinto se quedará, porque me hace falta á mí,» cuando á su vez se encuadró en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin pedir autorización y con insolente regocijo venía á despedirse de su amo, porque él se largaba, ¡ea! á coger esos monises.

—¿Y las mulas?—vociferó el amo.—¿Y el coche, quién lo guiará, vamos á ver?

—Quien vuecencia disponga... ¡Como yo no he de cochear más!...—respondió el auriga volviendo la espalda y dejando paso á doña Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves, que entregó al marqués advirtiéndole:

—Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta del...

—¡Del demonio que cargue con Vd. y con toda su casta, bruja del infierno! ¿Ahora quiere Vd. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh? Váyase Vd. al...

No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió pitando, y tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el marqués mismo, que les siguió furioso al través de las habitaciones y estuvo á punto de alcanzarles en la cocina, sin que se atreviese á seguirles al patio por no arrostrar la glacial temperatura. Á la luz de la luna que argentaba el piso nevado, el marqués les vió alejarse, delante don Calixto, luégo Celedonio y doña Rita de bracero, y por último Jacinto muy cosido á una silueta femenina que reconoció ser Pepa la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la cocina abandonada, y vió el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó una especie de ronquido animal... Al pié de la chimenea, muy esparrancado, el capataz dormía la mona.

Á la mañana siguiente, el pastor, que no quiso «espantar la suerte,» hizo para el marqués de Torres-nobles de Fuencar unas migas y un ajo molinero, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día en que se despertó millonario.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos eran otros tantos poemas gastronómicos. Se cree que los primores de tan excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le produjeron la enfermedad que le llevó á la tumba. No obstante, yo creo que el susto y caída que dió cuando se desbocaron sus magníficos caballos ingleses, fué la verdadera causa de su fallecimiento, ocurrido á poco de habitar el palacio que amuebló en la calle de Alcalá.

Abierto el testamento del marqués, se vió que dejaba por heredero al pastor de Fuencar.

Una Pasión

Siempre que nos reuníamos en Madrid ó en Galicia mi amigo Federico Bruck y yo, echábamos un párrafo ó varios párrafos sobre su ciencia predilecta, la geología; pues aunque Bruck es hombre de bastantes conocimientos y en alto grado posee esto que hoy llaman cultura general, inclínase á hablar de lo que mejor conoce y más ama, por instinto tan natural como el de las aguas al buscar su nivel.

De origen anglo-sajón, según revela el apellido, soltero, independiente y no pesándole los años, Bruck se consagró en cuerpo y alma al culto de la gran diosa Demeter, la Tierra madre. Esa ciencia erizada de dificultades, inaccesible á los profanos, le cautivó, gracias al feliz y sabio reparto que Dios hace de las aficiones y gustos, para que ningún altar se quede sin devotos y ningún santo sin su velita de cera.—Yo confieso ingenuamente el error en que caí. Al pronto, juzgando con arreglo á mis sentimientos propios, pensé que lo que interesaba á Bruck eran los ejemplares de mineralogía, los pedruscos bonitos; pero ví con sorpresa que mi colección, distribuída en las primorosas casillas del estante como joyas en sus estuches, no despertaba en él sino la curiosidad que produciría en cualquier aficionado á ciencias naturales, mientras las piedras de construcción, el vulgarísimo granito esparcido en la calle, fijaba sus miradas y le sumía en reflexiones profundas.

Desde entonces tuvimos asunto para discutir. Con mi doble instinto de mujer y de colorista, yo prefería, en el vasto reino mineral, los productos mágicos que sirven al adorno, á la industria y al arte humano, y describía con entusiasmo la eflorescencia rosa del cobalto, el intenso anaranjado del oropimente, la misteriosa fluorescencia de los espatos, que exhalan lucecicas como de Bengala, verdes y azules, los tornasolados visos del labradorito, semejantes al reflejo metálico del cuello de las palomas, la fina red de oro sobre fondo turquí del lápiz-lázuli, las irisaciones sombrías de la pirita marcial y de la marcasita; coloridos nocturnos, vistos en mi imaginación como al través de la roja luz de una gruta caldeada por las fraguas y hornos de Vulcano. Con la exigencia refinada del gusto moderno, que se prenda de lo exótico, ponderaba hasta las ponzoñosas descomposiciones del color, el moho verdoso del níquel, el verde manzana de los arseniatos, los extraños cambiantes del cobre; encarecía después el amarillo de miel del ámbar, las gotas de leche incrustadas en la roja faz del jaspe, la transparencia vaga y suave de las calizas, que parecen nieve mineral. Yo argüía, y para mí era argumento definitivo, que los colores más vivos, más brillantes, la mayor cantidad de luz atesorada en un cuerpo, no se encontraba ni en el cáliz de la flor, ni en el ala de la mariposa, ni en la pluma del pájaro, sino que era preciso buscarla allá en las entrañas del globo, serpenteando por sus rocas, clavada en ellas, hasta que la inteligencia humana la extraía tallando la piedra preciosa, ó refinando el petróleo para descubrir los matices espléndidos de la anilina.

Además de estas hermosuras incomparables del color de los minerales, me cautivaban y excitaban mi fantasía los peregrinos caprichos que en ellos satisface la naturaleza; citaba la luz fosfórica del cuarzo cambiante ú ojo de gato, las arenillas doradas de la venturina, los curiosos listones del ónice y sardónice, las vetas y dibujos varios de la familia de las calcedonias. ¿Dónde hay cosa más linda que el ópalo, con sus diafanidades boreales, como el lago al amanecer; que el hidrófano, que sólo brilla y se irisa cuando le mojan, lo mismo que una mirada cariñosa refulge al humedecerla el llanto; ó la límpida hialita, tan parecida á lágrimas congeladas? ¿Pues no es digna de admiración la singular birefringencia del espato de Islandia, la figura de X que se encuentra dentro de la macla ó chias-tolita, los magníficos dodecaedros del granate y las cruces prismáticas de la armotoma? Filigranas de la creación, caladas y alicatadas por el buril de los gnomos ó geniecillos de las cavernas subterráneas se me figuraban todos estos minerales, y así los alababa con sumo calor, haciendo sonreirse á Federico Bruck. Pero donde empezaban mis herejías anti-científicas era al declarar que tamaños portentos me parecían mucho más asombrosos después de que la mano del hombre completaba en ellos, con la forma artística, el trabajo oculto y paciente de las fuerzas creadoras.

Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud hasta considerarlo labrado por Fidias; el kaolin era barro grosero, y sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo; el brillante para temblar en un pelo negro; el basalto rosa para que en él esculpiesen los egipcios el coloso de Ramsés; el ágata, para que Cellini excavase aquellas copas encantadoras en torno de las cuales retuerce su escamoso cuerpo una sirena de plata. El arte, señor de la naturaleza, tal fué mi divisa.

Bruck afirmaba que estos gustos míos tenían cierta afinidad con los del salvaje que se prenda de unas cuentas de vidrio más que del oro nativo recogido en sus remotas cordilleras; y que lo verdaderamente grandioso y bello, con severa belleza clásica, en la tierra, no son esos caprichos del color ni esos jugueteos de la línea, sino las formas internas de las rocas, el plano arquitectónico, regular y majestuoso, de tan vasto edificio. Encarecía la magnitud de las anchas estratificaciones, que se extienden como ondas petrificadas del océano de la materia; los macizos y valientes pilares graníticos, fundamentos del globo, colocados con simetría solemne; las columnatas de pórfido y basalto, más elegantes que las de ninguna catedral de la Edad media. Sobre todo y aparte del especial deleite estético que encontraba en esa disposición sorprendente de las rocas, decía Bruck que le enamoraba ver escrita en ellas la historia del globo, de su formación, del desarrollo de sus montañas y hundimiento de sus valles.

Á simple vista, con una ojeada rápida, discernía la estructura de un terreno cualquiera, su yacimiento y su origen. Distinguía al punto las rocas eruptivas,—que parecen conservar en sus formas coaguladas indicios del misterioso hervor que las arrancó de los abismos del globo y las hizo rasgar su superficie, á manera de colmillos enormes,—de los terrenos de sedimento, cubiertos de capas y más capas lo mismo que de fajas la momia. Sabía por cuál secreta ley las rocas alpestres se levantan y parten en agujas tan atrevidas, puntiagudas y escuetas, mientras las sierras del mediodía de España se aplanan en chatos mamelones, figurando que una mano fuerte les impidió ascender y las redondeó con las redondeces de un seno turgente, henchido de licor vital.

Y cuando pudiese engañarse la vista, tenía Bruck para conocer, sin metáfora, el terreno que pisaba, una señal infalible, la presencia ó ausencia, en la roca, de ciertos restos fósiles, valvas menudas de moluscos, el carbonizado tronco de un planta, la huella de un helecho ó de un licopodio. De estos restos se encontraban muchos en los terrenos de sedimento, que son á manera de museo donde puede estudiarse la flora y fauna del tiempo—digámoslo así—del rey que rabió, mientras las rocas eruptivas se hallan vacías, agenas á toda vida, sin rasgos de organismos en sus mudas profundidades. Y aquí Bruck y yo volvíamos á disputar; porque mientras á mí me parecía digno de superior atención el terreno donde se tropiezan fósiles, él hablaba con el mayor respeto de esas rocas muertas, las primeras y más antiguas, verdaderos cimientos del planeta. Las otras eran unas rocas de ayer acá, que contarían, á lo sumo, algunos cientos de miles de años.

Yo no comprendía la preferencia de Bruck, porque siempre me agrada encontrar vida é indicios de ella. Los fósiles me hacían soñar con paisajes antediluvianos, con animalazos gigantescos, medio lagartos y medio peces. Bruck, al contrario, se remontaba á los tiempos en que el mundo, dejando de ser una bola de gas incandescente, comenzaba á enfriarse, y sus queridas rocas emergían, rompiendo la película delgada, la corteza del gran esferóide. En resumen, á Bruck le importaban poco las plantas, que son vestidura de la tierra; los minerales preciosos, que son sus joyas, y los fósiles, que son sus archivos y relicarios; sólo se sentía atraído por la anatomía de su monstruoso esqueleto.

Valía la pena de oirle defender esta afición. Extasiábase hablando de la unidad que preside á las formaciones de las rocas, y del poderoso y visible imperio que ejerce la ley en los dominios de la verdadera geología ó geognosia. Ahí es nada eso de que la corteza terrestre sea igual en el Polo que en la zona tórrida, y que mientras los infelices naturalistas y botánicos se encuentran, en cada clima, con especies diferentes, el martillo del geólogo en todas partes rompa la propia piedra! La piedra inmóvil, grave, uniforme, idéntica á sí misma, figurábasele á Bruck majestuosa. Á mí me daba frío, y... así como sueño. Pero que no lo sepa ningún geólogo, por todos los santos de la corte celestial.

Bruck no era un sabio de gabinete, ni se conformaba con ver los fragmentos y láminas de roca en las agenas colecciones ó en los museos, con su etiqueta pegada. Por valles, montañas y cerros, allí donde trazaban un camino, perforaban un túnel ó excavaban una mina, andaba Bruck con su caja de instrumentos, inclinándose ávidamente para ver, al través de la rota epidermis y de la morena carne de la gran Diosa, su osamenta formidable. Quería crear la geología ibérica, estudiar el terreno español tan á fondo como lo ha sido ya el francés, inglés y americano. Así es que cuando delante de Bruck nombraban alguna región de nuestra patria, Asturias, Galicia, Málaga, Sevilla, no se le ocurría nunca exclamar—«hermoso país!—costa pintoresca!—cielo azul!—¡qué poéticas son las Delicias! ó ¡qué bonito el Alcázar!»—como nos sucede á cada hijo de vecino; sino que las ideas que acudían á su mente y brotarían de sus labios si Bruck fuese locuaz, eran sobre poco más ó menos del tenor siguiente:—«terreno hullero—buen yacimiento de gneiss—terreno triásico—formación cuaternaria!»

He dicho que Bruck no pecaba de locuaz; pero, fiel á su oriundez anglo-sajona, era tenacísimo. Jamás se cansaba, ni se desalentaba, ni variaba de rumbo. Todos amamos nuestras aficiones, y, sin embargo, cometemos infidelidades; tenemos nuestras horas de inconstancia, y volvemos luégo á abrazarlas con mayor cariño. Hay días contados en que yo no quiero que me nombren un libro, en que lo negro sobre lo blanco me aburre, y en que diera todo el papel impreso y manuscrito por un rayo de sol, un momento de alegría, la sombra de un árbol, la luz de la luna y el olor de las madreselvas. Bruck no conocía semejantes alternativas; su amor por las rocas era, como ellas, firme, perenne, invariable.

Dos ó tres años hacía que no aportaba Bruck por mi país, y yo le suponía entregado á trascendentales investigaciones allá por las cuencas mineras de Extremadura ó por las alturas imponentes de los Pirineos, cuando una tarde se me presentó de la manera más impensada, enfundado en su traje habitual de hacer geología. El paño de su chaquet caía flojo y desmañado sobre su vasto cuerpo; una camiseta de color le ahorraba la molestia de ocupar el baúl con camisas planchadas; su sombrero, abollado, lucía una capa de polvo á medio estratificar; y como le ví que traía calzados los guantes, comprendí al punto que estaba de excursión, pues Bruck no usa guantes sino para el monte, dado que en la ciudad no hay peligro de estropearse las manos.

Preguntéle el motivo de su viaje. La vez anterior vino á examinar, en persona, la dirección de los estratos del gneiss en esta parte de la costa cantábrica; y ahora, con voz reposada, me dijo que el objeto de su expedición era verle el pié... honni soit qui mal y pense! á la sierra de los Castros.

—Pero cuidado que sólo á V. se le ocurre!... Estamos en Diciembre, se chupa uno los dedos de frío, y luégo el viaje en diligencia es entretenido de verdad! ¿Cómo no aguardó V. á la inauguración del ferrocarril, al verano, etc., etc.?

Explicó que no podía ser de otro modo, porque ya había llegado á un punto tal, que sin ver la base de la sierra, inmediatamente, no haría cosa de provecho. Bruck apuntaba metódicamente en cuadernos los resultados de sus observaciones, y luégo los daba al público, no en una obra extensa y monumental, sino de modo más conforme al espíritu analítico y positivo de la ciencia moderna, en breves monografías de esas que por Inglaterra y los Estados Unidos se llaman «contribuciones al estudio de tal ó cual materia,» folletitos concretos, atestados de hechos y labrados y cortados con precisión matemática, como sillares dispuestos ya para un edificio futuro. Cuando en mitad de uno de sus trabajos le ocurría á Bruck la más leve duda, la necesidad de exactitud rigurosa y veracidad extricta en sus asertos no le dejaba pasar más adelante; y no cociéndosele, como suele decirse, el pan en el cuerpo, tomaba el tren, la diligencia, lo que hubiese, y se iba á comprobar sobre el terreno sus datos. No se cuidaba de si las circunstancias eran favorables; lo mismo hacía rumbo á Extremadura durante la canícula, que á Burgos en el corazón del invierno.

Aunque Galicia no es tan fría como Burgos, ni muchísimo menos, el plan de verle el pié á la sierra de los Castros en Diciembre, no dejó de parecerme descabellado. La lluvia, incesante en tal época, la nieve, la escasez de recursos, la falta de esos hoteles diseminados por las cordilleras de otros países, donde el viajero se restaura, y mil y mil inconvenientes, se me ofrecieron al punto y los comuniqué á Bruck. Sin haber llegado nunca á sentarme en las faldas de la abrupta sierra, conocía mucho de oídas el país, y sabía que á veces, en tres ó cuatro leguas de circuito, no se encontraba unto para condimentar el caldo de pote, ni una arena de sal para sazonarlo. Mas ví al geólogo tan firme en su propósito, que lo único que pude hacer en beneficio suyo, fué darle una carta de recomendación para el cura de los Castros. Justamente este buen señor había sido algunos meses capellán de nuestra casa.

Dos epístolas recibidas algún tiempo después, completarán la historia del episodio que refiero. La primera de Bruck, del cura la segunda. Aquí las copio, para conocimiento y solaz del que leyere.


«Las Engrovas, 1.º de Enero.

»Mi distinguida amiga: no pensé empezar el año escribiendo á V. desde estas montañas; pero el hombre propone, y las circunstancias—ya sabe V. que soy algo determinista—disponen. Heme aquí en las Engrovas: ¿ha estado V. por acá alguna vez? Parece mentira, cuando uno se acuerda de esas Mariñas tan risueñas, tan alegres hasta en la peor estación del año, que Galicia encierre sitios tan agrestes y salvajes.

»Por supuesto que para mí son los mejores. Esa parte donde V. vive, es una tierra blanda, deshuesada, sin consistencia. Aquí encuentro magníficas rocas metamórficas, terrenos de transición, con todas sus curiosas variedades. Sólo me estorba mucho la vegetación feraz y compacta, que me impide reconocer bien el terreno. Espero que en el corazón de la sierra, las rocas se me presentarán en su noble y augusta desnudez.

»Me han asegurado que si me meto más en la montaña, me expongo á tropezar con manadas de lobos, á no encontrar dónde dormir. No me importaría si no estuviese calado; pero es tanta la lluvia que ha caído por mí, que el traje se me pudre encima. Dirá V. ¿y el impermeable? ¡El impermeable! Hecho girones, señora: los escajos, los espinos, las zarzas han puesto fin á su vida. Cuando llegue á la hospitalaria mansión del cura de los Castros, voy á pedirle que me ceda un balandrán ó cosa por el estilo, porque andar desnudo en Diciembre no es agradable.

»De la comida poco puedo decir á V.; yo suelo pasarme diez ó doce horas sin recordar que es preciso dar pasto al estómago; y cuando se lo doy, al cuarto de hora ya no sé lo que he mascado. No obstante, aquí noto que me falta lastre. Creo que hay días en que me alimento con un plato de puches de harina de maíz. Gracias si puedo regarlos con leche de vaca.

»En resumen, hambre, frío, sed de vino y café (de agua no es posible, pues el cielo la vierte á jarras); pero yo contentísimo, porque estas rocas valen un Perú, y su estudio arroja clarísima luz sobre diversos problemas que me preocupaban.

»Mañana me internaré en lo más despoblado y agrio de la región. Aprovecho la coyuntura de enviar al Ferrol esta carta, para que la echen al correo. Siempre á sus órdenes su amigo afectísimo

Federico Bruck
 


«Parroquia de S. Remigio de los Castros, 27 Febrero.

»Estimada señorita: le escribo para darle razón del señor forastero que V. se sirvió recomendarme en el mes de Diciembre del pasado año. Ese señor salió de las Engrovas el 2 de Enero, muy tempranito, á caballo, pensando llegar á los Castros á la mediodía. Yo nunca ví tanto frío, que mismo cortaba; hasta al consagrar parece que se me caía la partícula de los dedos; la noche antes heló mucho, y los caminos resbalaban como si estuviesen untados con sebo. Ese señor traía un chiquillo para tenerle cuenta de la caballería y llevarle una caja y no sé qué más lotes; y el chiquillo, que es hijo de mi compadre Antón de Reigal, me ha contado cómo pasó el lance. El señor se bajó del caballo á medio camino, en el sitio que llaman Codo-torto, y sacando un martillo comenzó á arrancar pedacitos de piedras, que se conoce que los ingleses, sabiendo que aquí hay oro, quieren buscarlo y acaso hacer minas. Piedras fueron, que se pasó así toda la mañana, hasta que el chiquillo, cansado de esperar y no viéndolo por ninguna parte, y muriéndose de ganas de comer, tuvo la debilidad de venirse á los Castros solo, y el caballo detrás, muy pacífico. Luégo, cuando el rapaz vió que se hacía de noche, y que no parecía su amo, vino llorando á contarme el lance.

»Como, según el chiquillo, ese señor se encaminaba á mi casa, en seguida me dió la espina de que sería algún amigo ó pariente de V.; llamé á tres feligreses, les hice encender fachucos de paja bien retorcidos para que durasen, y nos metimos por la sierra, busca que te buscarás al viajero. ¿Dónde le fuímos á encontrar? En el despeñadero de Codo-torto, que lo rodó de una vez, señorita, y pásmese, no se mató, sólo se rompió una pierna. Le trajimos en brazos como se pudo, y gracias al algebrista de Gondás, ¿no sabe V.? aquel hombre que cura toda rotura y dislocación sin reglas ni sabiduría, con unas tablillas, unos cordeles y siete Ave Marías con sus Gloria Patris, no tendrá que gastar muleta el señor de Brús ó como se llame, aunque siempre al andar se le conocerá un poquito.

»Yo y mi hermana la viuda, lo cuidamos lo mejorcito que supimos, que nos dió mucha lástima; es un señor llano y parece un infeliz. Lo peor de las horas que pasó solito, dice él que fueron unos lobos que le salieron y que los espantó encendiendo fósforos. Á pesar de la desgracia, asegura que no le pesó venir á la sierra. Se conoce que la mina de oro promete. Tendrá la bondad de dar un besito á los niños, y de saludar con la más fina atención á los señores y mandar á este su reconocido servidor y capellán

q. s. m. b.
José Taboada Rey
 

Moraleja.—De cómo por verle los huesos á la tierra, rompió Bruck sus huesos propios.

El Príncipe Amado

Cuento

I

El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo á los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy contando que, ó mudarían de nombre aquellas regiones, ó se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.

Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor del mundo, y ni los agobiaban á contribuciones, ni perdonaban medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.

Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor, y entonces el reino se ponía también compungido para acompañar en sus pesares á los buenos reyes. El motivo de la pena de éstos era que no les había concedido Dios hijo alguno, y cada vez que la reina Serafina pasaba por delante de una cabaña y veía á la puerta jugar muchos niños descalzos, risueños y frescos, se le soltaban de envidia unos lagrimones como puños. No es posible contar las ofertas y rogativas que hizo la pobre reina para que el cielo le enviase una criatura que alegrase el palacio y fuese heredero del trono de Colmania; pero ya hacía veinte años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los súbditos también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que, si los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país vecino, que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar á Colmania, lo que haría sin duda alguna, porque era un rey muy emprendedor y ambicioso, y muy aficionado á dar batallas. Así es que los habitantes de Colmania se morían porque á la reina Serafina le naciese un príncipe; y como á este príncipe le querían tanto aun antes de que existiese, hablaban de él cual de una persona real y efectiva, y le pusieron el nombre de Príncipe Amado.

Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando pan á los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una fuente, sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder resistir al deseo de descabezar la siesta se reclinó en un banco de césped cubierto con un toldo de jazmines, y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo mejor del sueño sintió que la tocaban en un hombro, alzó la vista y vió ante sí una dama muy linda, vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni azul, sino una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que tiene la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada ó maga benéfica aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo inmediatamente:

—Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo á causarte gran alegría. Yo bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar á los mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos juntos, no puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus vasallos, de tu esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy á ver si, cumpliéndolos, me dejáis en paz.

Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la varita y añadió:

—Tendrás un hijo.

Y se fué tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del hada, y mucho más cuando vió que salía cierta, y que le nacía un hijo varón, robusto como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y regocijos que por tal acontecimiento celebró el reino de Colmania no pueden escribirse en veinte volúmenes. Baste decir que en las plazas públicas de las ciudades se pusieron unas fuentes de cinco caños de oro purísimo, y por un caño manaba vino generoso, por otro leche azucarada, por otro rubia miel, por los dos restantes agua de olor y licor de guindas. De estas fuentes podía beber todo el mundo, y llenar jarros y barriles para llevárselos á su casa. Pero la diversión que más gustó á los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se colocaron con gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban en letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie del mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos barcos, que cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color, y que se situaron de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una gigantesca B y una S enorme. Pero ¿quién me mete á mí en narrar tales fiestas? No acabaría el año que viene. Dejémoslas, y vamos á la alcoba de la reina Serafina, en donde se halla la cuna de marfil, incrustada en esmeraldas, del pequeño Amado (porque por unanimidad se dió al recién nacido este nombre). En aquel instante acababan de salir de la alcoba todos los ministros, títulos, generales, altos funcionarios y notabilidades de Colmania, que habían venido á cumplir la etiqueta besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo, dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando desapareció en el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y el último uniforme, el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un abrazo para desahogar el júbilo, que no les cabía en el pellejo. Estaban así abrazados y llorando como unos bobos, cuando he aquí que de pronto se les presenta el hada del Deseo cumplido. Venía más guapa que nunca: su traje brillaba como la luna misma, y el pelo suelto y negrísimo flotaba por sus hombros y caía hasta sus piés; en la cabeza lucía una corona de estrellitas que no se estaban quietas, sino que temblaban, temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey Bonoso iba á hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le debía su dicha; pero el hada, extendiendo la varita sobre la cuna, le dijo:

—Rey de Colmania, por aumento de bienes voy á dar á tu hijo hermosura, inteligencia y buen carácter; ahora á ti te toca educarle de manera que sea feliz.

Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.

Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera que fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en qué pensar, y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de mirar á Amadito, y comérsele á besos, ahora se quebraban la cabeza discurriendo métodos de educación.

El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios á los autores que más á fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de cómo se debe educar á un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal motivo más de 8,000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24,800 Memorias, llenas de preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy elegantes, pero que no sacaron de dudas al rey. Este convocó entonces á todos los sabios de Colmania y los reunió en su palacio á fin de que discutiesen y ventilasen el punto, prometiéndose atenerse á las decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron sabios de todos colores y clases: unos sucios, vestidos de andrajos y con luengas barbas; otros afeitados, peinaditos y con quevedos de oro; unos viejos, amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta. Abierto el debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron los pareceres más diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz, convenía enseñar al príncipe á mandar desde la niñez, con lo cual no le pesaría más tarde la corona en las sienes; otros, que era preciso adiestrarle en las armas para que adquiriese renombre de invencible; y hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha del príncipe, lo mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no teniendo pecados, se iría de patitas á la gloria; por cuyo dictamen la reina Serafina mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras á empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del Congreso de sabios que de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el extremo opuesto, es decir, llamar á una porción de mujeres sencillas del pueblo y consultarlas acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas las mujeres opinaron que la felicidad consistía en poseer cuanto se deseaba, sin restricción de ninguna especie, y que, por consiguiente, el modo de hacer dichoso al principito era cumplirle todos, todos los gustos, y bailarle el agua delante. El consejo satisfizo por completo al rey Bonoso, que estaba muerto por mimar á su hijo; á la reina, que ya lo mimaba desde que nació; á las damas, pajes y servicio de Palacio, que andaban bobos con las gracias del chiquitín, y á todos los colmanienses, que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa, nadie volvió á acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se entregó al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos tenía aún.

II

Creció Amado en medio del cariño universal, y sus juegos y sus ocurrencias traían embelesado el reino entero. Por supuesto que, consecuentes con el programa de educación que adoptaron, sus padres prevenían los más mínimos caprichos del heredero; y si en la época de la lactancia no le dieron dos amas en vez de una, fué porque los médicos de Palacio declararon que tal exceso podría comprometer su salud. No bien el príncipe comenzó á interesarse por los objetos exteriores, le pusieron entre las manos cuánto señalaba con su dedito; y como llega una edad en que los niños quieren tocar á todo, no hay que decir las preciosidades que hizo añicos, sin saberlo, el príncipe. En sólo una mañana destrozó la colección más rica de porcelanas y esmaltes que poseía Colmania, y que se guardaba en el Museo de los reyes como tesoro artístico inestimable. También tuvo el placer de reducir á fragmentos unos abanicos delicadísimos de nácar y marfil, regalo de boda que estimaba mucho la reina Serafina, y unas sabonetas muy curiosas que el rey Bonoso se entretenía en arreglar y poner en hora diariamente; sin hablar de las flores exóticas que arrancó en el invernadero, ni de los libros raros y únicos que rasgó en la biblioteca. Al empezar la época de los juguetes, ya se comprenderá lo pronto que Amado se aburrió de trompos, pelotas, cuerdas, soldados de plomo, tambores y otras baratijas comunes; todos los días pedía juguetes nuevos y distintos, y he aquí que Colmania se puso en conmoción para idear novedades que distrajesen al príncipe. Llamados de real orden, acudieron á Palacio los mecánicos más hábiles, y se dieron á discurrir creando muñecas que hablaban, cantaban y bailaban; bueyes que pacían, borricos que rebuznaban y multitud de artificios semejantes; pero sucedió que Amado hacía ya muecas de desdén á cada invención; y, por último, una noche, habiendo visto la luna, que apacible y majestuosa se reflejaba en un estanque, se empestilló en pedir aquel juguete, que le gustaba más que todos. Al verle patear y llorar, el rey Bonoso se puso casi de rodillas ante el mejor mecánico, rogándole que, por Dios, hiciese una luna falsa para aplacar á Amado con ella. El mecánico labró un lindo disco de plata muy reluciente, y haciendo como que se inclinaba al estanque para recogerlo, lo entregó al príncipe. Pero éste, que, según la promesa del hada, no tenía pelo de tonto, siguió gimiendo y asegurando que aquella luna era de mentirijillas y que no alumbraba como la otra. En semejante ocasión es fama que el mecánico, anticipándose mucho á los adelantos de la ciencia moderna, descubrió una aplicación de la luz eléctrica por medio de la cual logró que el disco esparciese una claridad suave como la de la luna, y contentó á Amado, haciéndole creer que poseía realmente el astro nocturno.

Pisando así sobre rosas, y viendo prevenidos sus deseos más leves, fué el príncipe haciéndose de párvulo niño, y de niño mancebo, y cumpliendo los diez y ocho años sin haber aprendido cosa de provecho; porque, es claro, como su primer movimiento fué negarse á trabajar y á estudiar, nadie soñó en insistir ni en molestarle. Por otra parte, su buena memoria y su natural despejo suplían un tanto á la instrucción que le faltaba; y como era, además de listo, muy guapo, rubio como unas candelas, con unos ojazos azules que daban gloria, toda Colmania consideraba á Amado el más perfecto de los príncipes.

Notábase, eso sí, que Amado tenia el rostro algo descolorido, y los bellos ojos algo apagados y tristes; que no mostraba interés por cosa alguna de este mundo, y que después de una temporada en que tuvo gran afición á perros, y después á loros y pájaros, y por último á la caza de cetrería, que se hace con unas aves amaestradas que llaman halcones, el príncipe había caído en absoluta indiferencia, y su hermoso semblante revelaba un aburrimiento invencible. Temióse que su salud se hubiese alterado, y el reino hizo públicas plegarias por su restablecimiento, con tanto más motivo cuanto que, hallándose el rey Bonoso muy cascadito y viejo, y la reina Serafina hecha una pasa, nadie dudaba de que presto pondrían ambos el cetro en manos de Amado, retirándose ellos del gobierno y del trono. Y es de advertir que los colmanienses deseaban muchísimo que así sucediese, porque desde hacía algunos años el reino andaba muy mal regido y los vasallos descontentos. El rey y la reina, buenos como siempre, pero embobados con su hijo, descuidaron los asuntos públicos, y un ministro orgulloso y audaz, el conde del Buitre, se hizo dueño del poder cargando al pueblo de tributos, persiguiendo aquí, encarcelando acullá, y dándose tal maña en derrochar los fondos del Erario, que, si en Colmania hubiese papel de tres, de fijo estaría casi tan por los suelos como el de España. Bonoso y Serafina se quejaban, pero no tenían resolución para coger al ministro y castigarle debidamente; y, entre tanto, en Colmania había muchas provincias cuyos habitantes perecían de hambre ó se alimentaban con las yerbas y raíces del monte, no queriendo cultivar sus heredades porque no les producían lo necesario para satisfacer las contribuciones inmensas que exigía el conde del Buitre. De manera que el pueblo, irritado y furioso, maldecía al ministro, y hablaba de sublevarse y de arrojarlo por fuerza del poder.

El rey y la reina, aunque no dejaban de afligirse por lo que sabían del mal estado del país, por más que el conde del Buitre se lo ocultaba todo lo posible, pintándoles, al contrario, una situación muy halagüeña, pensaban principalmente en Amado, cuya apacible melancolía empezaba á inquietarles. Si bien no imaginaban haber omitido nada para hacer á su hijo feliz, tenían barruntos de que no lo era viéndole pálido y abatido. Consultaron al médico de cámara, el cual recetó una temporada de campo. Los reyes entonces se fueron

con el príncipe á un magnifico sitio de recreo que se llamaba Lagoumbroso, y que estaba casi en las fronteras del reino, tocando con el país de Malaterra. Este lugar, que pocas veces visitaban los reyes, era amenísimo y de aspecto singular. Grandes bosques de árboles centenarios, cubiertos de musgo y liquen, rodeaban por todas partes un lago diáfano y sereno, en una de cuyas orillas, y sobre imponentes peñascos, se elevaba el castillo, residencia real; el castillo era ya muy antiguo y de arquitectura grandiosa; sus torres, cercadas de balconcillos calados de granito, se reflejaban en el lago; y la yedra, trepando por los muros, daba graciosísimo aspecto á la azotea, en cuyo borde unas estatuas de mármol, amarillosas ya con la intemperie, se inclinaban para mirarse en el lago también. Era tal la frondosidad de aquel parque, que parecía que jamás el pié humano pisara sus sendas. Á Amado le gustó mucho el sitio, y mostró animarse paseando por él y recorriéndolo en todas direcciones, por más que á los pocos días volviese á mostrarse taciturno y alicaído como antes. Una tarde el rey y la reina salieron con Amado, dirigiéndose á un punto muy fragoso del bosque que no conocían aún. El rey Bonoso, aunque sus años y sus achaques no le hacían muy á propósito para sostén de nadie, daba el brazo á Amado porque éste no se fatigara, y detrás iban dos pajes dispuestos á reemplazar al rey y á servir de apoyo al príncipe. Más atrás venía un palafrenero llevando del diestro el caballo favorito de Amado, por si á éste se le ocurría montar, y después seguían lacayos con una silla de manos, otros con blandos cojines, otros cargados de refrescos y dulces, todo por si el príncipe experimentaba en la selva ganas de sentarse, ó de comer, ó de beber. Amado fué despacio y por su pié hasta el sitio marcado, que era un valle en que un torrente; saltando entre dos negras rocas, caía al borde de un prado de fresca y menuda hierba, bañando las raíces de álamos gigantescos que sombreaban la pradería. Ésta convidaba al descanso, y olía á manzanilla, á menta, recreando la vista con las mil flores silvestres y acuáticas que al lado del torrente abrían sus corolas. Amado se quiso tender sobre el tapiz de helechos y ranunclos; pero, por listo que anduvo, ya sus pajes le colocaron en el suelo dos ó tres almohadones de terciopelo y seda, en los cuales quedó sentado. Estuvo así un rato sin hablar palabra, hasta que un espectáculo nuevo atrajo su atención. Al otro extremo de la pradería vió á un hombre que con un hacha estaba partiendo las ramas secas que alfombraban el piso, y juntándolas para reunir un haz de leña. Manejaba el hacha con tanto garbo, que Amado no apartaba la vista del leñador.

Amado se levantó y, escurriéndose entre los árboles, logró acercarse sin que el trabajador lo sintiese, y observarle. Era un mancebo de unos veinte años, pero robusto y vigoroso, con músculos de acero, que se señalaban en su cuello y brazos á cada golpe del hacha. Su estatura era alta, y su rostro noble y distinguido; y lo más extraño para Amado fué ver que el pobre leñador llevaba bajo un traje tosco una fina camisa de batista, y que los largos rizos de su cabello castaño oscuro relucían y eran suaves como si estuviesen ungidos de balsámico aceite. Amado salió de la espesura, y, llegándose al leñador, empezó á hacerle mil preguntas, á que éste contestó con respeto, pero sin turbarse. Dijo que se llamaba Ignoto; y como Amado se empeñase en que le había de mostrar su cabaña, el leñador le condujo á una próxima y muy pobre, en que sólo había un cántaro con agua, un banco de madera y tres ó cuatro pucheros y escudillas de barro. Amado, que simpatizaba cada vez más con Ignoto, no paró hasta que le hizo comer de los exquisitos manjares y catar los vinos y helados que sus pajes traían, á lo cual se prestó el leñador con muy buen apetito, asegurando que pocas veces gustara tan delicadas golosinas. El rey y la reina se maravillaban de lo divertido que Amado parecía hallarse con el leñador, y propusieron á éste que entrase al servicio del príncipe; pero Ignoto, con gravedad que hizo reir á toda la comitiva, contestó que su clase no le permitía servir á nadie, ni aun al heredero de una corona. Con esto se despidieron, y Amado prometió volver al otro día para pasar un rato con el leñador.

Pero aquella noche ocurrió una cosa muy terrible en Colmania. Y fué que el traidor conde del Buitre, sabiendo que el pueblo estaba decidido á aprovechar la ausencia de los reyes para vengarse de él, y conociendo que no podía resistir á la sublevación, porque hasta su misma guardia le quería mal, escribió una carta al rey de Malaterra ofreciéndose á entregarle el reino de Colmania si prometía hacerle á él primer ministro de ambos reinos juntos. El rey de Malaterra, que, como sabemos, era ambicioso y se moría por poseer á Colmania, aceptó en seguida, y á favor de la noche invadió el reino, sorprendiendo á las tropas descuidadas y penetrando en los cuarteles por medio de las llaves que el conde del Buitre poseía. Colmania se rindió por sorpresa, y un destacamento, mandado por el mismo rey de Malaterra, se dirigió al castillo de Lagoumbroso á prender á los reyes. Sin dificultad lo consiguieron; pero Amado, á quien despertó el tumulto, pudo ocultarse dentro de un jarro enorme que contenía flores artificiales, con tal primor imitadas, que parecían verdaderas. Allí, cubierto de dalias y rosas de trapo, oyó el príncipe pasar á los que le buscaban, y les escuchó decir que, si á los reyes viejos se contentarían con llevarlos á Malaterra cautivos, á él era preciso matarle, porque así no había que temer que hoy ó mañana reclamase su trono. Cuando los perseguidores se alejaron después de registrar mucho, salió Amado de su escondite y, viendo la ventana abierta y la azotea delante, arrancó un grueso y largo cordón de seda que recogía el cortinaje de su lecho, lo ató al balaústre y se descolgó por él hasta el pié del castillo, desde donde, y como si tuviera alas en los talones, emprendió á correr y no paró hasta la cabaña de Ignoto.

III

Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador, sobre el cual se tumbó muerto de fatiga. Lo que más admiraba á Amado era que, en medio de tan terrible é imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino perdido, no se sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras veces. Estaba rendido, eso sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no es por la destreza y el valor con que supo evadirse, á estas horas se encontraría en la eternidad. Pensando en esto empezó á apoderarse de él el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados á colchón de pluma de cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se quedó dormido como un lirón.

Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender cómo estaba en aquel sitio. Mas fué recordando los sucesos de la noche, y al mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba hambre. Levantóse esperezándose, y como viese en una escudilla unas sopas de leche y pan moreno, les hincó el diente con brío. ¡Qué plato para el príncipe de Colmania, habituado á desdeñar melindrosamente pechugas de faisán con trufas! En aquel momento entró Ignoto, y se mostró muy alegre al ver á Amado. En dos palabras le enteró éste de lo que ocurría, y concluyó diciendo:

—Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en qué dormir. Partiré leña contigo.

—No—respondió Ignoto;—lo primero es que dejes estos alrededores, que son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.

Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano á Amado, y juntos se pusieron en camino al través de la selva. Esta era muy espesa é intrincada, y Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le sangraban los piés. Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que aún llevaba el príncipe, y con corteza de olmo le fabricó unas abarcas para que pudiese seguir marchando. Anduvieron muchos días, durante los cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil que era en todo su compañero. El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía saltar un charco, ni cruzar á nado un río, ni trepar á una montaña; en cambio, Ignoto servía para cualquier cosa; era fuerte como un toro, veloz como un gamo, y no cesaba de reirse de la torpeza de Amado, quien, á su vez, renegaba de su inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe algo de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una castaña, y sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían una madeja de lino.

Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la cima de una colina una gran masa de edificios, ó mas bien un mar de cúpulas, techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta ciudad. Amado preguntó á Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica metrópoli, y el leñador contestó:

—La capital de Malaterra.

—¡Cómo!—gritó el príncipe.—¡Falso guía, así me conduces á meterme en la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!

—Mentira parece—respondió Ignoto—que te quejes cuando te traigo al sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos? ¿Quién te ha de reconocer con ese avío?

En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días más espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es tan claro como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues, sin temor en la ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía al dedillo las calles, le llevó por las más retiradas, hasta dar con una tapia enorme que les cerró el paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una llave y abrió una puertecilla medio oculta en el ancho muro. Por ella entraron Amado y él, y se encontraron en un jardín pequeño, pero cultivado con esmero extraordinario, y cubierto de flores raras y olorosísimas.

—Espérame—dijo Ignoto;—vuelvo presto.

Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella volvió acompañado de una mujer, que á la dudosa claridad nocturna le pareció á Amado joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi humilde, pero su voz muy dulce y su hablar distinguido.

—Señora—le dijo Ignoto presentándole á Amado,—aquí tenéis el jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el tiempo aprenderá lo que ahora no sabe.

—Bien está—contestó la dama.—Si es así, consiento en tomarlo á mi servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse: mañana le iré enterando de su obligación.

La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél á éste que la joven era una señorita noble de la ciudad, muy amiga de flores y plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que Amado se resignase á pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra y poder informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo á un pabelloncito en que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de jardinería, y una cama grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y ofreciendo volver á verle con frecuencia, le dejó que se entregase á un sueño reparador.

Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban á su puerta; echóse de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que vió colgados de un clavo, y fué á abrir. Era la dueña del jardín, que lo llamaba para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo el día se lo pasaron ingertando, podando y trasplantando; es decir, estas cosas las hacía la señorita, que se llamaba Florina; ella era la que con mucha maña y actividad enseñaba á Amado, que estaba hecho un papanatas, avergonzado de su ignorancia. Hacia la tarde, Florina le dijo:

—Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?

Amado se quedó muy confuso, y no acertó á contestar. Quería decir:—Sé extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías graciosísimas que todos los figurines de mi reino han copiado, y sé...—Pero no se atrevió á responder así, figurándose que Florina no apreciaría bien el mérito de tales habilidades. Ésta, como le vió callado, añadió:

—Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues, atender á mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de jardinero, que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan por cuidar de los jardines.

En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas á enseñar á Amado la jardinería. De paso le dió unas nociones de Botánica y Astronomía, y le corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la escritura, para que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas y flores. Florina vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para no enredarse en las matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo de paja; pero era tan linda, que Amado la miraba con gusto. Amado no podía consentir en que Florina fuese de la misma especie que las damas de la reina Serafina, que eran las pobrecillas tontas como ánsares, que se pasaban el día abanicándose y murmurando, y que lloraban como perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado y el traje. Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día se lo dijo, ofreciéndole casarse con ella. Florina contestó echándose á reir; y entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le despreciaba por su pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del trono de Colmania. Pero Florina siguió riendo, y dijo á Amado:

—¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuérais su heredero, habíais de reinar tan mal que no me lisonjearía nada compartir con vos la corona.

Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual entonces le dirigió este discurso:

—Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es una fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como sois, incapaz todavía de gobernaros á vos mismo. Ahora bien, si queréis, caro príncipe, casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que podáis ofrecerme un pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta por vos, una relación de vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta estará siempre abierta, y yo esperándoos siempre aquí. Adiós, y buen viaje.

—¿Y mis padres?—contestó Amado.—¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!

—En cuanto á vengarlos—repuso Florina—ya lo ha hecho el rey de Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer ministro, permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas, lo ha encerrado en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el conde se ofrece á entregar á traición el reino de Colmania, y así enjaulado lo pasean por Colmania, y en cada aldea los chicos le arrojan lodo y piedras, y lo silban y lo insultan. Al rey de Malaterra no le agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de un despreciable instrumento. Por lo que toca á libertar á vuestros padres, os advierto que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me encargo de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para completar su educación.

No quiso oir más Amado, y emprendió el camino. Embarcóse en el primer puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento sería el de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en sus excursiones le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años volvió siendo dueño de un caudalito que había ganado con su trabajo; de una flor preciosa descubierta en unos montes inaccesibles, que en los tiempos modernos ha vuelto á encontrarse y se ha llamado camelia, y de una descripción exactísima de sus viajes, en que se revelaban los muchos conocimientos adquiridos, con el estudio y la práctica de la vida. Al regresar á Malaterra, supo que el rey había muerto en una batalla y que mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque, sin ser tan aficionado á guerras como su padre, era valeroso é instruído, y no se desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó Amado á la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín. No dió dos pasos por él sin tropezar á Florina sentada en su banco de costumbre. En un minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las condiciones que ella le impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano y, llevándole hasta la verja que dividía su jardín, la abrió y entraron en otro jardín más hermoso y ancho. Anduvieron largo rato por arboledas magnificas, dejando atrás fuentes, estatuas y estanques soberbios, y al fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y los guardias que estaban en la escalera se apartaron con respeto dejando pasar á Florina. Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un hujier que, inclinándose, dijo:

—Su Majestad espera.

Atónito Amado, iba á preguntar qué era aquello; pero se encontró en una espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol rojo y negro, en donde vió sentados á una mesa y jugando al ajedrez á dos viejecitos, en quienes conoció á Bonoso y Serafina. Estos, al verle, arrojaron un grito, y llorando se fueron á abrazarle. Amado no sabía lo que le pasaba; pero más se admiró cuando vió á un rey joven y hermoso con corona de oro abrirle también los brazos, y pudo reconocer en él á Ignoto, el leñador de la selva. Afortunadamente las cosas agradables se explican pronto, y así no tardó Amado en enterarse de que Ignoto era el hijo del rey de Malaterra, que, disfrazado de leñador, estaba próximo á la frontera para ayudar á su padre en la sorpresa de Lagoumbroso; que había salvado á Amado porque le tomó cariño en aquella tarde en que Amado le vió cortar leña; que después de salvarle había querido instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese las lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al casarla con Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece inútil añadir que con tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban ya algo chochitos, lloraban á más y mejor; que Florina y Amado no cabían en sí de gozo, y que todo era júbilo en el palacio. Para colmo de alegría, aquella noche el hada del Deseo cumplido vino á honrar con su presencia una cena ostentosísima y un baile mágico que se celebró en aquellos salones. El hada dijo á Bonoso y Serafina que, aunque habían hecho lo posible porque su hijo fuese infeliz, ella, ayudada del hada de la Necesidad, lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes confesaron que eran unos bolos, y su buena intención hizo que el hada les perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se mezclasen en su educación por amor de Dios.

Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió á ser regido por su legítimo príncipe Amado, á quien tanto querían. Los habitantes de aquel reino no se cansaban de admirar la metamórfosis que había experimentado el príncipe, que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que volvía hombre robusto, inteligente y muy capaz de mandar él solo sin necesidad de recurrir á ministros, que á veces pueden ser tan malos como el conde del Buitre.

La Gallega

Describióla á maravilla la musa del gran Tirso. La bella y robusta serrana de la Limia, amorosa y dulce como una tórtola para quien bien la quiere, colérica como brava leona ante los agravios, aún hoy se encuentra, no sólo en aquellos riscos, sino en toda la región cántabro-galáica. No obstante, región que es en paisajes tan variada, tan accidentada en su topografía, que tiene comarcas enteramente meridionales por su claro cielo, otras que por sus brumas pertenecen al Norte, manifiesta en su población la misma diversidad, y posee tipos de mujeres bien distintos entre sí, marcados en lo moral y en lo físico con el sello de las diferentes razas que moraron en el suelo de Galicia, que lo invadieron ó lo colonizaron. Celtas, helenos, fenicios, latinos y suevos vivieron en él, y sus sangres, mezcladas, yuxtapuestas, nunca confundidas, se revelan todavía en los rasgos y apostura de sus descendientes. Pero hay un tipo que domina, y es el característico de todos los países en que largo tiempo habitó la noble raza celta: el de Bretaña é Irlanda. Donde quiera que se alce sobre las empinadas cumbres ó se esconda en la oscura selva el viejo dolmen tapizado de liquen por la acción de los años, hallará el etnólogo mujeres semejantes á la que voy á describir: de cumplida estatura, ojos garzos ó azules, del cambiante azul de las olas del Cantábrico, cabello castaño, abundoso y en mansas ondas repartido, facciones de agradable plenitud, frente serena, pómulos nada salientes, caderas anchas, que prometen fecundidad, alto y túrgido el seno, redonda y ebúrnea la garganta, carnosos los labios, moderado el reir, apacible el mirar. Es la belleza de la mujer gallega eminentemente plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y sonrosada, no con la fría albura de las inglesas sino con esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa, y en la riqueza y amplitud de las formas, que algunas veces se exagera y hace pesados sus movimientos y planturosa en demasía su carnación. No arde en sus ojos la chispa de fuego que brilla en los de las andaluzas; su pié no es leve, ni quebrado su talle: mas en cambio el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana.

Siempre que cruzo, en los flemáticos coches de la llamada diligencia, el trecho que separa á Lugo de León, me entretengo considerando el íntimo enlace que existe entre la tierra y la mujer, la relación que guardan los paisajes con las figuras que los animan. Conforme va quedándose atrás la provincia gallega, cesan de ser verdes los vallecillos, y herbosos los prados; y frecuentes los arroyos, bórranse los manchones de castaños, olmos y nogales, desaparecen las blancas manzanillas y los amarillos tojos, y se presentan interminables y pardas llanuras, escuetas montañas salpicadas de fragmentos de granito, ó revestidas de negruzcas láminas de pizarra. Las últimas mujeres que recuerdan á Galicia son las que salen á ofrecer al viajero el vaso de aromática leche de vaca: mozas sucias, desgreñadas, maltraídas por la intemperie y el trabajo, pero femeniles aún en su hechura, tratables en sus carnes y no sin cierta lozanía en el rostro. Corridas algunas leguas más, al entrar por los tristes poblachones del territorio leonés, asómanse á las ventanas ó salen por las puertas de las casuchas terrizas, mujeres de enjuta piel pegada á los huesos, semblantes de recias y angulosas facciones, de color de arcilla ó ladrillo, cual si estuviesen amasadas con el árido terruño ó talladas en la dura roca de las sierras.

No desmiente la mujer gallega las tradiciones de aquellas épocas lejanas en que, dedicados los varones de la tribu á los riesgos de la guerra ó á las fatigas de la caza, recaía sobre las hembras el peso total, no sólo de las faenas domésticas, sino de la labor y cultivo del campo. Hoy, como entonces, ellas cavan, ellas siembran, riegan y deshojan, baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno ó maíz, y lo llevan al molino: ellas amasan después la gruesa harina mal triturada, y encienden el horno tras de haber cortado en el monte el haz de leña, y enhornan y cuecen el amarillo torterón de borona ó el negro mollete de mistura. Ellas, antes de que la pubertad desarrolle y ensanche su cuerpo, llevan en brazos al hermano recién nacido, que grita que se las pela; ellas, rústicas zagalas, apacentan el buey, y comprimen los gruesos ubres de la vaca para ordeñarla; y cuando ven colmado un tanque de leche cándida y espumosa, en vez de beberla, con sobriedad ejemplar y religioso cuidado, colocan el tanque en una cesta de mimbres que acaban de llenar con un par de pollos atados por las patas, cosa de dos docenas de huevos, un rimero de hojas de berza y tres ó cuatro quesos de tetilla, y sentando en la cabeza la cesta, dirígense al mercado de la villa más próxima, donde venden sus artículos regateando hasta el último miserable ochavo. Así vive la mujer gallega, afanándose sin tregua ni reposo, luchando cuerpo á cuerpo con el hambre que la acecha para colársele en casa y sentársele en mitad de la piedra del lar humilde. Pobre mujer que de todos es criada y esclava, del abuelo gruñón y despótico, del padre mujeriego y amigo de andar de taberna en taberna, del marido, brutal quizás, del chiquillo enfermizo que se agarra á sus faldas lloriqueando, de la vaca ante la cual se arrodilla para ordeñarla, del ternero, al cual trae en el regazo un haz de yerba, del cerdo para el cual cuece un caldo no muy inferior al que ella misma come, de la gallina á la cual atisba para recoger el huevo que cacarea, y hasta del gato, al cual sirve en una escudilla de barro las pocas sobras del frugal banquete.

Mientras la gallega permanece en estado de soltería, aún es tolerable la no escasa ración de trabajo que le toca; pero al casarse empeora su situación. Sólo el imperioso mandato de la naturaleza, la ley que fuerza al germen á brotar, á espigar á la miés, al árbol á rendir su fruto y á la materia toda á sacudir la inercia y animarse, puede obligar á la mujer gallega á constituir una familia. Damas del gran mundo, vosotras para quienes el tapicero viste de seda las paredes de la alcoba nupcial, y los dedos ágiles de la modista combinan artísticamente ricas estofas en los trajes de gala, voy á referiros cómo está decorada la vivienda de la novia gallega, y á pintaros su ajuar. Entrad en la casa: el piso es de tierra húmeda y desigual; el techo á tejavana, por donde muy á su sabor se introducen agua y ventisca; en los ángulos hay colgaduras de primoroso encaje que labraron las arañas; la alfombra compónela algún troncho de col alternando con vainas de habas, hojas secas de maíz y excremento de animales domésticos. Sobre la losa del hogar pende de la férrea cremallera el negro pote; en el rincón reluce la tapa de la artesa, bruñida de tanto pan como en ella amasaron, y se ve la maciza arca apelillada depositaria del trousseau, que llegará á un repuesto de tres camisas de lienzo gordo y algún mandilón de burdo picote. El tálamo conyugal lo hacen cuatro tablas sin acepillar, formando una como caja pegada á la pared y abierta por donde es preciso que lo esté para dar ingreso á sus ocupantes. Dos pasos más allá, asoman la cabeza terneras y bueyes, que con ojazos tristones contemplan á los novios, y con prolongados mugidos les cantan el epitalamio, mientras las gallinas escarban el suelo en derredor y el cerdo gruñe hozando contra el lecho.

Es verdad que el festín de bodas fué lucido: sopa de fideos muy azafranada, bacalao y carne á discreción, vino á jarros, puches de arroz con leche á calderadas, pan de trigo y añejos dulces de hojaldre. Pero después de tan babilónico regodeo, en la mañana en que los germanos solían hacer á sus desposadas un dón, la gallega salta descalza del lecho, y enciende la lumbre, y echa en la oscura concavidad del pote los ingredientes del caldo, y equilibra en su cabeza la sella para ir á la fuente por agua. Y son éstos los más llevaderos de sus deberes y afanes. Impónele la naturaleza un hijo por año, como impone su cosecha anual á la campiña; y si en los primeros meses de la gestación, período de languidez tan inevitable y profunda, la gallega trabaja, según frase del país, como una loba, en los últimos, abultada y pesadísima, tragina más si cabe, y á veces el trance terrible la sorprende camino de la feria, ó en el monte partiendo el espinoso tojo; á veces suelta la hoz de segar, ó la masa de la borona, para oprimir el talle en la primer explosión de dolor materno, y quizás el inocente sér ve la luz al pié de un vallado ó en plena carretera, y metido en la propia cesta y envuelto en el mantelo de su madre entra en el domicilio paternal; pero al venir al mundo así, como por casualidad, halla la tierna criatura dispuesto el seno próvido que ha de alimentarla; la gallega tiene de sobra licor de vida con que atender á sus hijos, amén de los agenos que suele encargarse de amamantar, oficio que desempeña con no menos felicidad que las amas pasiegas. Así es que la semblanza de la mujer gallega puede bosquejarse suponiéndola rodeada de sus hijuelos como la gallina de su echadura, llevando de la mano un rapaz de siete años, asidas del refajo dos ó tres mocosas poco menores en edad, colgado del ubérrimo seno un mamón de doce meses, y sintiendo acaso en lo más íntimo de su organismo el vago estremecimiento de otra nueva vida, de otro sér que se forma en sus entrañas.

Bien merece, bien merece disfrutar de un poco de solaz esta paridera y criadora y madraza mujer gallega: dejadla, dejadla que el día del santo patrón del lugar, ó en la primaveral y deliciosa noche de san Juan, ó cuando las primeras castañas estallan al calor de la alegre hoguera y el mosto remoja el gaznate de los vendimiadores, ella también se divierta y pegue un par de brincos á la sombra del nocedal ó del castañar hojoso. Dejadla que lave rostro y piés en la pública fuente ó en el regato que atraviesa su huerto, y peine y alise sus dos trenzas, uniéndolas por las puntas, y vista el gayo traje de las ocasiones solemnes.

Si ha nacido en la Mahia, en alguno de los fértiles valles que cercan á Iria Flavia y Compostela, ceñirá á su cabeza, con cinta de vivos tonos, la linda cofia de puntilla transparente. Si en el Ribero de Avia, ó en las cercanías de Orense, llevará el pañolito de seda oscura, que realza la suave palidez del rostro oval, y abrochará atrás el brevísimo dengue con dos conchillas de plata. Si vió la luz en las poéticas orillas de las Rías Bajas ó en Muros, vestirá el rico atavío que enamora á cuantos lo ven: basquiña de claros matices, corpiño de negro raso, ancho mantelo de brillante sedán franjeado de panilla y recamado de azabache, pañuelo de crespón color lacre ó canario, cuyos flecos caen acariciando la cadera airosa, como las ramas del sauce sobre el tronco; rodearán su garganta pesados collares de filigrana de oro, hilos de cuentas, y de su menuda oreja colgarán largos zarcillos, y sobre el pecho refulgirá la patena, conocida por sapo. Pero aun cuando presumen con razón las muradanas, por su elegante arreo, de llevarse la palma en Galicia, pienso que el traje clásico de gallega es el usado por las mujeres de mi país, las mariñanas. Lucen éstas dengue de escarlata orlado de negro terciopelo y sujeto atrás con plateado broche; el justillo, de fuerte drogué, se escota sobre la chambra de lienzo con flojas mangas y puños de curiosa manera fruncidos; el soberbio mantelo no cede en riquezas á otro alguno, y se ata atrás con cintas de seda de charros colorines; bajo la franja del mantelo se ve media cuarta de saya de grana, y se entrevé un dedo de refajo de amarilla bayeta, y el zapato de cuero con lazadas de galón azul; ciñe su cuello la gargantilla de filigrana, y cubre sus hombros el pañuelo de blanca muselina, prolijamente rameado. Cuando con estas bizarras ropas salen á bailar la tradicional muiñeira—danza nacional desde mucho antes de los remotos tiempos en que guerrillas gallegas y lusitanas auxiliaban á Aníbal y contrastaban el poder de Roma,—es imposible imaginar más regocijado y pintoresco golpe de vista: pasan las mujeres, bajos y entornados los ojos, la trenza al viento, arrebolada la tez, movido el dengue por la oscilación del seno, rozando unas con otras las yemas de los dedos, el pié hiriendo blandamente la tierra, en cadencioso girar, arremolinándose á cada vuelta del cuerpo las sayas multicolores, mientras la gaita exhala sus sonidos agrestes y melancólicos, graves ó agudos, pero siempre penetrantes, y el tamboril apresura la repercusión de sus notas secas y estridentes, y la pandereta lanza sus carcajadas melodiosas, y los cohetes aran con surcos de luz el cielo y caen disolviéndose en lágrimas de oro.

Pero cada día escasea más este espectáculo. Trajes, danzas, costumbres y recuerdos van desapareciendo como antigua pintura que amortiguan y borran los años. Á la muiñeira sustituye el agarradiño, grotesca parodia de la polka húngara y del wals germánico; á las sayas de grana y bayeta, el faldellín de estampado percal francés; al dengue, el mantón; á las trenzas, la moña tamaña como un rosquete de pan; al villanesco zapato de cuero, la bolita de rusél... y en breve será preciso internarse hasta el corazón de las más recónditas y fieras montañas para encontrar un tipo que tenga olor, color y sabor genuinamente regional.


Publicado el 19 de diciembre de 2017 por Edu Robsy.
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