Era la función religiosa solemnísima, y tenía además un carácter tradicional que no tendrán nunca las que hoy se consagran a devociones nuevas, pues también en la devoción cabe modernismo, y hay santos de cepa vieja, de más arraigo, de sangre más azul.
En aquel templo extraordinario, ante aquel apóstol bizantino, engastado en plata como una perla antigua, de plata el revestimiento del altar, la pesada esclavina, la enorme aureola, destacándose sobre un fondo de talla dorada inmenso retablo, con figurones de ángeles que tremolan banderas de victoria y moros que en espantadas actitudes se confiesan derrotados, mientras el colosal incensario vuela como un ave de fuego, encandiladas sus brasas por el vuelo mismo, y vierte nubes de incienso que neutralizan el vaho humano de tanta gente rústica apiñada en la nave, había algo que atrajo mi atención más que el cardenal con sus suntuosas vestiduras pontificales, más que las larguísimas caudas de los caballeros santiaguistas, majestuosamente arrastradas por la alfombra del presbiterio. Lo que me interesaba era una persona que, apoyada en un pilar, reclinada en la románica efigie de Santa María Salomé, asistía a la ceremonia como en éxtasis.
Parecía hombre de unos cincuenta años, no muy alto, descolorido, de entrecana barba rojiza. La barba se veía antes que todo, pues llenaba el rostro, por decirlo así, y descendía, luenga y ondulosa, sobre el pecho. Algo más arriba se quedaban las guedejas, pero no subían de los hombros, y completaban el carácter profundamente místico de la faz, donde ardían dos ojos pacíficamente calenturientos, con la mansa fiebre del entusiasmo.
El hombre vestía como suelen vestir al Santo Apóstol, como vistieron tantos en la Edad Media, y después, y aun en el día, por raro caso, para cumplir oferta, vemos que viste alguno: la esclavina de hule guarnecida de conchas de aviñeira; el sombrero, también de peregrino, con las mismas conchas, y una medalla obscura, acaso de plomo, en lo más alto del ala vuelta. Empuñaba además su bordón, no de hierro, como fue el de Santiago, que se venera en la catedral, sino de palo, pero acompañado de su calabacilla.
La arcaica figura permanecía inmóvil, y sólo la luciente mirada vivía en ella. La clavaba en el altar, buscando sin duda los ojos dulces, entornados, de la santa efigie. Allí, en medio de los esplendores de la ceremonia oficial, de los uniformes, de las vestiduras episcopales, de los cirios, de los cánticos, el hombre era una aparición de la Edad Media, y de un salto —así debía ser en tal lugar— desaparecían seis o siete siglos, y estábamos en el tiempo en que largas procesiones de gente venida de los últimos confines del mundo llenaban las calles de la ciudad romántica, y se engolfaban en la basílica, cantando himnos cuya verdadera traducción no se ha encontrado. Aquel hombre vendría también quién sabe de dónde: de las regiones hiperbóreas, de alguna isla desconocida, de esas comarcas que más parecen pertenecer a la fábula que a la realidad geográfica. Habría andado interminables tierras, guiándose por el chorro de estrellas de la Vía Láctea, y visto caer a su lado a infinitos compañeros de peregrinación, rendidos al hambre, a la sed, al agotamiento de fuerzas, al fuego del sol devorante. Pero a él un espíritu le sostenía; un ángel, lindo como los que en el retablo tremolan estandartes triunfales, le guiaba y le infundía vigor. Y había caminado, caminado, día y noche, cruzando soledades al través de bosques donde aúllan los lobos, encharcado en ciénagas y vadeando ríos, apaleando con el bordón los frutales silvestres para hacer caer la dura fruta, y llenando en los arroyos su calabaza para refrescarse los heridos pies a cada momento, hasta que, desde el Humilladoiro, pudo ver surgir como faros las arrogantes torres de la catedral.
—¡No! —me explicó el inevitable señor bien informado que siempre llega a punto para barrer las telarañillas de oro del ensueño—. Ese peregrino que usted ve no procede de Persia ni de Alejandría, ni siquiera de otras partes de España, pues es de aquí cerca, según se cree, si bien no ha habido medio de que revele su nombre (su nombre de pecador, como él dice).
¡Ah! ¡Menos mal! Algo de misterio empezaba a vislumbrarse en el caso del peregrino...
—A ver, ¿y después? —como preguntan los niños cuya curiosidad se halla excitada.
—Nada de particular... Este hombre vino un día, con ese atavío de otros tiempos que usted ve, a cumplir un voto, visitando la catedral y confesándose. Dicen los sacristanes que se pasó seis horas justas de rodillas, y con los brazos abiertos, delante del altar mayor. Luego le dio, ¡ya se ve!, una especie de síncope. Le recogieron, le atendieron, y volvió en sí. Dio las gracias, y, ya repuesto, se le vio alejarse en dirección a esa montaña..., ¿no sabe usted?, el Pico Sacro... Y luego se supo que había excavado allí, en la cima, una cueva, y en ella se albergaba, viviendo de lo que le dan de limosna los labriegos.
Hay que decir que los labriegos, desde el primer momento, le tomaron a este hombre una gran afición. Es, sin duda —pensaban—, un santo, y las mujeres juntaban las manos al verle pasar, y le guardaban el tazón de leche, el cortezón de tocino. Fueron las mujeres, apiadadas, las que avisaron al señor cura. ¿No sería caridad de Dios dejar que el infeliz durmiese en la casa próxima a la ermita del Pico? Y se lo concedió, en efecto, y aun le pusieron unas mollas de paja para formarle cama menos dura, que en invierno quita el frío. El peregrino, sin embargo, siguió acostándose sobre el lajeado de pizarra, haciendo penitencia. Todas las mañanas, al amanecer, subíase a lo más alto del monte, y hasta que veía surgir de la niebla matutina las torres de la basílica no se movía de su puesto, y continúa. Cuando se alzan, gloriosas, levanta al cielo los brazos, se deja caer prosternado, como en el Humilladoiro, la faz contra el suelo, y reza la oración de la mañana. Cuando le preguntan, responde que es feliz, porque desde su montaña ve el templo que guarda los restos del Santo. Y no baja a la ciudad sino en este día. Es el primero que entra en la catedral y el último que se va, terminada la danza de los gigantones. Así vive ese buen hombre. Las almas sencillas creen que ha registrado, en la cima del Pico, el hueco de la enorme chimenea, y ha encontrado allí cosas misteriosas. ¡Es la imaginación! ¿Y no le parece a usted que más valiera que el peregrino se dedicase a cavar una heredad?
En otro tiempo, tal vez le hubiese respondido a mi interlocutor algo fuerte. Hoy he ido habituándome a todas las formas que adopta el discurso humano, y hasta a sonreír sin ironía al escucharlas. Puede, puede que el peregrino debiese consagrar su actividad a aumentar la cosecha de berzas y de faballones... No valía la pena de discutirlo.
Y el peregrino, en efecto, seguía allí, como si no respirase. El gobernador había hecho la ofrenda, y, terminado su discurso, el cardenal respondió, solicitando la paz universal por intercesión del Santo más belicoso que existe; la misa tocaba a su término, y el semblante del penitente conservaba la misma expresión extática, grave y dolorosa; tal vez hasta una lágrima reluciese entre su barba hirsuta, del color del oro viejísimo, nublado por el polvo secular de los adornos del retablo. Y he aquí que, terminada la función, habiendo desfilado los que le daban brillo con su presencia, avanzaron hacia el altar mayor unos figurones desmesurados, de descomunal alzada: eran morazos con abigarrados turbantes, peregrinos vestidos como el del Pico, caricaturas de petimetres y petimetras, espantajos geográficos de «partes del mundo»; y venían a paso vivo, y se paraban ante el Numen, ejecutando su danza de todos los años, mientras la gaita reía, estridulaba, se lamentaba en alguna nota marcándoles el compás con su música popular, agreste, llena de gozoso sentimiento.
Y entonces vi que el rostro del peregrino cambiaba de expresión, y su gesto místico, su cabeza de personaje de tabla primitiva, se transformaba totalmente. También reía él, como la gaita y como los figurones danzantes. Si se hubiese atrevido, danzaría a su vez. Y en las edades sublimes de la basílica, danzarían, de cierto, lo mismo que cantaban, bajo aquellas bóvedas, los peregrinos venidos de los confines del orbe: los de Armenia y Cilicia, los de Arabia y Egipto, los de Tartaria y los del monte Cáucaso... Danzarían, sí, inocentes y bulliciosos, en honor del Señor Santiago, porque en la danza el instinto religioso se ha desbordado siempre, desde que el hombre ofreció los primeros sacrificios. Y el peregrino anhelaría danzar, estremecido de júbilo, si alrededor suyo hubiese alguien más que siguiese la danza, alguien que secundase a los figurones que ejecutan el paso, el homenaje de los humildes, después de lo oficial y ritual; y el baile del peregrino, por dentro, en su alma conmovida, era lo espontáneo, lo que el pueblo lleva en sus siempre fecundas entrañas...
¡Lástima fue, por cierto, que no rompiese a danzar el peregrino! ¡Bah! No se lo hubiesen consentido, de seguro; hasta le tomarían por loco. Y nosotros, los pocos que sentiríamos la belleza del movimiento de la danza, tampoco somos capaces, ¡pobrecillos de nosotros!, de seguirla... Harto hacemos (o lo creemos así) con sumarnos (espiritualmente) a ese impulso del hombre que, silenciosa ya la basílica, se postra una vez más ante el Señor Santiago, como se postraban «aquéllos» que en otros días andaban tierras, para llegar, un día feliz, a este templo, cantando himnos de palabras que hoy se ignoran...