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Esparcíase por el ambiente un perfume vago y suave, formado de olores distintos: el iris de la ropa interior, el sándalo y la raíz de violeta de algún abanico, el alcanfor disipado de las pieles, el heliotropo de las mantillas que tocaron al cabello, y la madera de cedro de los cajones. Cuando el conde hizo girar la tapa del secrétaire y empezó a registrarlo, la fragancia fue más viva: el saquillo del papel timbrado y el cuero de Rusia de los estuches del guardajoyas se unieron a los imperceptibles efluvios que ya saturaban el aire, comunicándoles algo de vivo y embriagador, como si del profanado secrétaire fuese a salir un interesante drama.
Metódicamente, el conde escudriñaba los diminutos cajoncitos, y con instintiva curiosidad se apoderaba de las cartas y las repasaba aprisa. Eran de esos billetes —en papel grueso de caprichosa forma, trazados con letra inglesa de prolongado rasgo rectilíneo— que se cruzan entre damas, y que no contienen nada íntimo ni serio. La chimenea estaba encendida, y sobre la pirámide de inflamados troncos fue el conde dejando caer aquellos desabridos papeles. Cuando ya no quedó en el secrétaire ningún manuscrito, sintióse alegre el conde —alegre sin causa— y procedió al expurgo de otros cajones en que se contenía mil monadas revueltas con joyas y dijes.
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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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