Explicaciones
Al cuento La hierba milagrosa debe preceder, a título de explicación, la carta que dirigí al señor don Miguel Moya, director de El Liberal.
Madrid, 22 de octubre de 1982.
Mi distinguido amigo: Al llegar a esta corte y registrar la pirámide de papeles y libros que me esperaban, encuentro un número de La Unión Católica, donde se dice que mi cuento Agravante, que El Liberal insertó el 30 de agosto próximo pasado, no es mío, sino de Voltaire. Me ha caído en gracia el que un periódico se tome la molestia de investigar la procedencia del cuento, cuando yo la declaraba en el cuento mismo, diciendo expresamente que lo había encontrado en las propias hojas de papel de arroz donde se conservaba la historia de la dama del abanico blanco, igualmente publicada por El Liberal bajo la firma del distinguido escritor Anatole France.
Lo que me pareció excusado añadir —porque lo saben hasta los gatos— es que esas hojas de papel de arroz, de donde tomó Anatole France su historieta y yo la mía, son las de los auténticos y conocidísimos Cuentos chinos, que recogieron los misioneros y coleccionó Abel de Remusat en lengua francesa.
En esa colección, la historia de la dama del abanico blanco y la de la viuda inconsolable y consolada forman un solo cuento.
Pero no es allí únicamente donde existe la tal historia, pues con sólo abrir (¡recóndita erudición!) el Gran Diccionario Universal de Larousse, que forma parte integrante del mobiliario de las redacciones, hubiese visto La Unión Católica que esa historieta es conocida en todas las literaturas bajo el título de La matrona de Efeso, y que igualmente se encuentra en la India, en la China, en la antigüedad clásica y en la inmensa mayoría de los modernos cuentistas, que dramática y sentenciosa entre los chinos, ha tomado en otras naciones, en boca de los narradores de fabliaux y en Apuleyo, Boccaccio, La Fontaine y Voltaire, sesgo festivo y burlón; y añade el socorrido Diccionario: «Esta ingeniosa sátira de la inconstancia femenil parece tan natural y verdadera, que se diría que brotó espontáneamente en la imaginación de todo cuentista, y no hay que recurrir a la imitación para explicar tan singular coincidencia.»
De estas laboriosas investigaciones se desprende que el cuento es tan de Voltaire como mío, e hicimos bien Anatole France y yo en repartírnoslo según nos plugo, y hasta pude ahorrarme la declaración de su procedencia. En efecto, por mi parte, para remozar esa historia, no la he leído en Voltaire ni en ningún autor moderno, sino en la misma colección de Cuentos chinos; y estoy cierta de que mi versión se diferencia bastante de las demás.
Si entrase en mis principios dar por mío lo ajeno, o sea gato por liebre, no juzgo difícil la empresa. Claro está que yo no había de ser tan inocente que ejercitase el instinto de rapiña en lo que cada quisque conoce —o debe conocer por lo menos, pues se dan casos, y si no ahí está el descubrimiento de La Unión—. Sobran libros arrumbados: el que quiera tener algo bien oculto, que lo guarde en uno de esos libros. Ea, a la prueba me remito: vamos a hacer una experiencia. Al que acierte y diga qué autor español refiere en pocos renglones el caso que va usted a publicar bajo mi firma con el título de La hierba milagrosa, le regalo una docena de libros, que no diré que sean buenos, pero corren como si lo fuesen. Queda excluido de concurso Marcelino Menéndez y Pelayo.
De v. siempre afectísima amiga s. s. q. b. s. m.
Emilia Pardo Bazán.
Publicada esta carta con el cuento La hierba milagrosa, recibí algunas donde se me indicaban libros y autores que contenían el argumento del nuevo cuentecillo; no obstante, ninguna de aquellas cartas se refería a autor español; la mayor parte de mis corresponsales citaban a Ariosto, en cuyo poema Orlando furioso ocupaba el episodio de La hierba milagrosa un canto casi íntegro. Por fin, el señor don Narciso Amorós, escritor de erudición varia y peregrina, nombró a un autor español que traía el caso de la hierba, y aun cuando no era el mismo autor de donde yo lo había tomado —Luis Vives, en su Instrucción de la mujer cristiana, tratado de las vírgenes—, me pareció que no por eso dejaba de llenar el señor Amorós las condiciones del certamen, y tuve el gusto de ofrecerle el insignificante premio.
Como se ve, el acertijo no era ningún enigma de la esfinge para quien poseyese cierto caudal de doctrina bibliográfica. Sin embargo, siendo tan fácil descifrar la charada, mi acusador de La Unión Católica no la descifró, por no molestarme, según declaró poco después.
Páguele Dios atención tan extraña, pues ningún género de molestia, al contrario, me causaría ver consagrar a que se esclareciesen los orígenes de La hierba milagrosa igual diligencia que a descubrir el panamá de Agravante.
***
El caso que voy a referiros debió de suceder en alguna de esas ciudades de geométrica traza, pulcras, bien torreadas, de apiñado caserío, que se divisan, allá en lontananza, empinadas sobre una colina, en las tablas de los pintores místicos flamencos. Y la heroína de este cuento, la virgen Albaflor, se parecía, de seguro —aunque yo no he visto su retrato— a las santas que acarició el pincel de los mismos grandes artistas: alta y de gráciles formas, de prolongado corselete y onduloso y fino cuello, de seno reducido, preso en el jubón de brocado, de cara oval y cándidos y grandes ojos verdes, que protegían con dulzura melancólica tupidas pestañas; de pelo dorado pálido, suelto en simétricas conchas hasta el borde del ampuloso traje.
La tradición asegura que Albaflor, pudiendo competir en beldad, discreción, nobleza y riqueza con las más ilustres doncellas de la ciudad, las vencía a todas por el mérito singularísimo de haber elevado a religioso culto el amor de la pureza. La devoción a su virginidad rayaba en fanatismo en Albaflor, revelándose exteriormente en la particularidad de que cuanto rodeaba a la doncella era blanco como el ampo de la intacta nieve. Albaflor proscribía lo que no ostentase el color de la inocencia, y allá en el interior de su alma —si el alma tuviese ventanas de cristal— también se verían piélagos de candor y abismos de pudorosa sensibilidad, que siempre vigilante, vedaba el ingreso hasta el más ligero, sutil y embozado deseo amoroso, rechazándolo como rechaza el escudo de acero la emponzoñada flecha.
¿Decís que era virtud? Virtud era, pero también muy principalmente labor estética; delicada y mimosa creación de la fantasía de Albaflor, que se complacía en ella cual el artista se complace en su obra maestra, y la retoca y perfecciona un día tras otro, añadiéndole nuevos primores. La que sentía Albaflor al registrar su alma con ojeada introspectiva y encontrarla acendrada, limpia, tersa, clara como luna de espejo, como agua serenada en tazón de alabastro, envolvía un deleite tan refinado y original, tan aristocrático y altivo, que no se le puede comparar ninguna felicidad culpable. Sabíanlo ya los mancebos de la ciudad y habían renunciado a galantear y rondar a Albaflor. Cuando la veían pasar por la calle, semejante a una aparición, recogiendo con dos dedos la túnica de blanco tisú, la saludaban inclinándose y la seguían —hasta los más disolutos— con ojos reverentes.
Aconteció por entonces que un conquistador extranjero invadió el reino y puso sitio a la ciudad donde vivía Albaflor. La desesperada resistencia fue inútil; no dio más fruto que encender en furor al jefe enemigo, inspirándole la bárbara orden de que la ciudad fuese entrada a sangre y fuego.
La soldadesca se esparció, desnuda la espada y al puño la tea, y pronto la triste ciudad se vio envuelta en torbellinos de humo y poblado el ambiente de gemidos, gritos de espanto y ayes de agonía, mezclados con imprecaciones y blasfemias espantosas.
Estaba la morada de Albaflor situada a un extremo de la población, y como el padre de la doncella, habiendo salido a defender las murallas, yacía cadáver sobre un montón de escombros, Albaflor, transida de angustia, se había encerrado en sus habitaciones, y rezaba de rodillas, viendo al través de los emplomados vidrios cómo el sol tramontaba envuelto en celajes carmesíes. De improviso saltó hecha pedazos la vidriera, y se lanzó en la cámara un hombre, un soldado —mozo, gallardo, furioso, implacable—, pero que de improviso se paró, sorprendido, quizá, por el aspecto de la cámara.
Revestían las paredes amplias colgaduras blancas, sujetas con tachones y cordonería de plata reluciente. Del techo colgaba una lámpara del mismo metal. Pieles de armiño y vellones de cordero mullían el piso. El sillón y el reclinatorio eran chapeados de marfil, como asimismo el diminuto lecho. En una jaula se revolvía cautiva nevada paloma. Y sobre los poyos del balcón, en vasos de mármol blanco, se erguían haces apretadísimos de azucenas, centenares de azucenas abiertas o para abrir, y campeando en medio de ellas, airoso y nítido como garzota de encaje, un tiesto de cristal, de donde emergía el lirio blanco, al que su dueña regaba con religioso esmero, viendo en la soñada flor un símbolo...
Como si al iracundo vencedor la hermosura y el aroma de las flores le despertasen ideas de destrucción y exterminio, blandió la espada, segó y destrozó colérico el embalsamado bosque de azucenas. Las flores cayeron al suelo rotas y el soldado las pisoteó; después alzó el puño y fue a arrancar el lirio.
Oyóse un sollozo. Albaflor lloraba por su lirio emblemático, tan fresco, tan fino, de hojas de seda transparente, que iba a ser hollado sin piedad... Al sollozo de Albaflor, el soldado volvió la cabeza y divisó a la virgen arrodillada, vestida de blanco, destacándose sobre el fondo de oro de la tendida cabellera, y con rugido salvaje se precipitó a destrozar aquel lirio, más bello y suave que ninguno. Presa Albaflor en los brazos de hierro, se crispó, defendiéndose rabiosamente, y en un segundo, en que se aflojó algún tanto la tenaza, dijo con anhelo al soldado:
—Déjame y te daré un tesoro.
—¿Tesoro? —respondió él, estrechándola embriagado—. Cuanto hay aquí me pertenece, y el tesoro lo mismo. No te suelto.
—Es que el tesoro sólo yo lo conozco —respondió afanosamente la doncella—. Si no lo aceptas, te pesará. Si muero, me llevaré el secreto a la tumba; y yo moriré si no me sueltas; ¿no ves cómo se me va la vida?
En efecto: el soldado vio que la doncella, lívida y desencajada, parecía ya un cadáver.
—¿Qué tesoro es ése? —preguntó, desviándose un poco—. ¡Ay de ti si mientes! De nada te servirá; no me engañes.
—Hay —dijo Albaflor, serenándose y con energía— una hierba milagrosa. El que la lleva consigo no puede ser herido por arma ninguna. Si la pones bajo tu coraza, harás prodigios de valor en los combates, y serás invulnerable, y llegarás a conquistar mayor gloria que el gran Alejandro. La hierba sólo crece en mi jardín, y nadie la conoce y sabe sus virtudes sino yo, que he ofrecido, por saberlas, perpetua castidad. Si me desfloras, no podré enseñarte la hierba. Yo misma no la encontraré si pierdo mi honor.
—Vamos —exclamó el soldado casi persuadido, aunque todavía receloso—. La hierba, ahora mismo; a ser cierto lo que aseguras, a pesar de tu belleza, te miraré como miraría a mi propia madre.
Juntos salieron al jardín Albaflor y su enemigo. Recorrieron sus sendas, y en el sombrío rincón de una gruta inclinóse la doncella, y registrando cuidadosamente la espesura, dio un grito de triunfo al arrancar una planta menuda que presentó al soldado. Este la tomó meneando la cabeza desconfiadamente.
—¿Quién me asegura, doncella, que no me engañas por salvarte? —murmuró al recibir la hierba milagrosa—. ¿Quién me hace bueno que al entrar en batalla no será esta hierba inútil y vano amuleto, como los que fabrican las viejas con cuerda de ahorcado? ¡Creo que soy el mayor necio en perder el tesoro real y efectivo de tu belleza por este mentiroso hechizo!
—Ahora mismo —dijo Albaflor, mirando fijamente al mozo— vas a cerciorarte de que no te engañé y a probar las virtudes de la hierba. Desnuda tienes la espada; aquí hay un banco de piedra; yo pongo en él el cuello, con la hierba encima, y tú, de un tajo bien dado, pruebas a degollarme. Hiere sin temor —añadió la doncella, sonriendo gentilmente—, emplea toda tu fuerza, que no lograrás producirme ni una rozadura. ¡Ea! ¿Qué aguardas? Ya estoy, ya espero... Asegúrame de los cabellos, que así te es más fácil el golpe...
El soldado, lleno de curiosidad, cogió la rubia mata, se la arrolló a la muñeca, tiró hacia sí y de un solo golpe segó el cuello del cisne, horrorizado cuando un caño de sangre roja y tibia le saltó a la cara, envuelto en la hierba milagrosa...
Así salvó Albaflor el simbólico lirio blanco.
«El Liberal», 24 de agosto de 1892.