La Ley del Hombre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al desbaratarse el proyectado enlace entre María del Campo y Jacinto Sagrés —una boda tan bonita, tan igual por todos estilos, tan conveniente— los curiosos se perdieron en conjeturas, se despepitaron para adivinar la causa y no consiguieron averiguar ni jota. Hubo mil versiones, eso sí, pero gratuitas, destituidas de fundamento; y ni los criterios de la casa de María, ni los amigos de Sagrés, que le veían a horas, descubrieron la clave del enigma. Que no se había interpuesto otro amor para romper aquel lazo se demostró claramente por el hecho de que María entró monja dos años después, y Jacinto aún permanece soltero, y, al parecer, inconsolable.

La casualidad —o mejor dicho, la infidelidad de un ayuda de cámara, que robó a Segrés un cofrecillo creyendo que encerraba joyas, y despechado al ver que sólo contenía papeles sin valor, lo vendió por cuatro cuartos a un prendero— puso en mis manos dos cartas que me explicaron el misterio de la ruptura. Bajo promesa de que el lector no divulgará su contenido, las entrego a la letra de molde.


Carta primera.

De Jacinto a María.


«Te has soliviantado sin razón, mi bien, y aunque sabes que deseo complacerte en todo, en esto no me es posible. Ya me pesa de haberte contado esta tontería tan antigua y que tan olvidada debía estar; pero por tu afán de registrar mi pasado, saco a relucir las antiguallas del año de la nana, y vas tú y te recalientas la cabeza. ¿Qué quieres que haga un chiquillo como era yo entonces? Y después de todo, ¿qué hice de malo ni de extraordinario? Nos veíamos aquella muchacha y yo a cada momento, estábamos en la aldea, era tiempo de verano, vacaciones; a ella nadie la guarda, porque las aldeanitas no gastan institutriz, ni dame de compagnie, a mí no me sujetaba por entonces el respeto del mundo, ni ciertas ideas de formalidad y de corrección que le entran a uno después de los veinticinco, ni un entusiasmo grande por otra mujer como el que hoy siento por ti, nena ingrata… Seducir es una palabra muy gorda que usas tú porque no conoces el mundo ni sabes cómo viven los hombres… ¡gracias a Dios! ¡No te perdonaría yo que lo supieses!

»Por tu misma importancia (bendita sea) disculpo la extravagante exigencia de que ahora me entere, de lo que fue [de] aquella criaturita, y si… ¡Pues no faltaría otra cosa! Ea, déjate de esos idealismos, que en medio de todo me hacen gracia, y prepárate a recibirme esta tarde con alegría y las monadas de siempre. No pienses más que en la felicidad que te espera al lado de tu —Jacinto».


Carta segunda.

De María a Jacinto


«No vengas esta tarde, ni vengas más a esta casa, porque se ha roto nuestro proyectado casamiento. No pienso decir a nadie las razones y te aconsejo, y hasta te ruego, que hagas tú lo mismo: ¿para qué vamos a divulgar cosas que sólo a nosotros nos interesan? Además, que no entenderían mi conducta, y supondrían que te dejaba por celos de una historia añeja, de unos amoríos que tuviste allá cuando eras muy joven; yo pasaría por rara, tú por calavera, y lo que hay en el fondo de este pensar mío, no lo comprenderían: ni aun estoy segura de que lo comprenderás tú.

»Te ríes de mí porque quiero que antes de casarte conmigo pagues tu deuda; que antes de entregarte a una mujer sepas si hay otra que por tu culpa sufre o está infamada, y hagas lo posible a fin de aliviar su suerte. Si ésa es la ley de los hombres, síguela enhorabuena: yo soy mujer, y la ley tuya me parece terrible, y tú más aún, porque no has sabido quebrantarla ni siquiera por conservar el cariño de la que fue tu —María».


El caso se me figura digno de pasar a la historia, y siempre que en A*** veo blanquear entre cipreses el campanario de convento de Carmelitas, consagro un pensamiento a Sor María, que no quiso acatar la ley del hombre.


Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.
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