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Severo se rió, guardando la lima antes por buena crianza que por otra cosa, y, despedido, siguió su viaje, durante el cual más de una vez le volvieron a la imaginación los ojos de sombra y los dientes nacarados de la gitanilla de la venta, recuerdo que se avivó al llegar a Madrid, quitándole el sentido y despertándole una sed hidrópica, que a su parecer sólo podía estancarse en aquella humedad y frescura de los descoloridos labios. Empezó tan insensato afán a apretarle mucho, y ya desatinado, tenía resuelto salir en busca de la gitana, cuando a la desesperada, y por superstición, se le ocurrió ensayar el remedio de la lima. Buscó en el fondo de su bolsillo el instrumento, y se dedicó a pasarlo por el cuerpo mañana y noche. Al pronto no advirtió ningún alivio, pero corridos ocho o diez días notó con gozo que se le iba aquietando el corazón, y que ya le gustaba mirar a mujeres que no eran la gitanilla, y conversar con ellas y requebrarlas. Y al mes justo de pases de lima, Severo se halló curado del todo, sin acordarse más de la gitana que de su abuela.
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Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.
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