La Moneda del Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad, la sonrisa en los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.

Sin embargo, a su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras, sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe, y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres hechiceras y amantes.

—Eres príncipe, eres mozo, eres gallardo —advirtió el viejo meneando la cabeza—, y por eso juzgas así. Mas yo, como padre, debo abrirte los ojos y que te sirva de algo mi experiencia. Sométete a una prueba y me dirás maravillas. Ponte al cuello este amuleto mágico, y ve recorriendo las casas de tus mejores amigos... y amigas. Pregúntales si te quieren de veras y pídeles una moneda en señal de cariño. Te la darán muy gustosos; recógelas en un saco y vuélvete aquí con la colecta.

Obedeció el príncipe, y a la tarde regresó a palacio con un saco de dinero tan pesado, que lo traían entre dos pajes.

—Ahora —mandó el emperador— que has recogido fondos, disfrázate de artesano o de labriego y vete por esos caminos, pagando tus gastos con las monedas que te dieron hoy.

Cumplió el príncipe la orden y salió solo y en humilde traje, llevando en el cinto, bolsa y calzas el dinero de su coleta. En la primera posada donde paró ya quisieron apalearle por pretender pagar con moneda falsa el gasto. En la segunda, le apalearon de veras. Y en la tercera, echóle mano la Santa Hermandad, por falso monedero; hasta que, compadecidos de sus lágrimas, le soltaron los cuadrilleros en una aldea, donde resolvió no presentar más el dinero de sus amigos... y amigas y regresar a palacio pidiendo limosna.

Cuando llegó ante su padre, y éste le vio tan pálido, tan deshecho, tan maltratado y tan melancólico, le preguntó con aire de victoria:

—¿Qué tal la moneda del mundo?

—De plomo, padre... Falsísima... Pero lo que yo lloro no es esa moneda, sino otra de oro puro que también perdí.

—¿Cuál, hijo mío?

—Mis ilusiones, que me hacían dichoso —sollozó el príncipe; y mirando a su padre con enojo y queja, se retiró a su cuarto, en el cual se encerró para siempre, pues de allí sólo salió a meterse cartujo, quedándose el imperio sin sucesor.


Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 56 veces.