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Debía bastar, en ley de Dios; sino que ¡se ven tales cosas! Ya dos veces había observado Onofre un hecho extraño. Al rondar la casa de Claudia (aquella maldita casa tenía imán), veía en el portal a la madre, señá Dolores, secreteando con un caballero muy bien portado de gabán de pieles. ¿Era figuración de Onofre? Al divisarle la vieja daba señales de inquietud y el señor se despedía atropelladamente. No importa, no se le despintaba; entre mil de su casta le conocería. Algo grueso, nariz de cotorra, patillas grises, ojos vivos... ¿Qué embuchado se traían? ¿Se trataba de Claudia? «Muy tonto soy —pensó Onofre—; pero, ¡Cristo!, el dedo en la boca no han de metérmelo».
Esto ocurrió hacia Pascua florida. Después de un invierno riguroso y tristón, la primavera desentumecía los cuerpos; los árboles echaban hojas y flores a granel, el sol picaba y reía. El año anterior, ¡Onofre no lo olvidaba!, Claudia, al principiar el buen tiempo, había querido pasear todas las tardes, sin faltar una. Salían temprano, él del taller y ella del obrador, y se iban por ahí hasta las diez dadas. La convidaba a merendar, la hartaba de pájaros fritos y de fresilla. ¡Un despilfarro! Y este año apenas conseguía decidirla a vagabundear dos días por semana. Reacia andaba la chica. ¡Atención, Onofre!
5 págs. / 9 minutos.
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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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