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Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso, le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas, provocantes a risa.
Desesperado Artasar, abrumado por la mortificación de su vanidad, que sufría cada vez que se mostraba en público, apeló a no salir de su palacio nunca. En el recinto del palacio se encerraban amenísimos jardines y bosquecillos frondosos, y Artasar, solazándose en ellos, fue olvidándose de estudiar la proyección de su sombra y de compararla a la de los demás mortales. Y así que dejó de preocuparse de cómo era su sombra, recobró la tranquilidad del espíritu, la calma del corazón, la alegría de las horas serenas y felices. ¿Qué le importaba su sombra? ¿Acaso la sombra le impedía disfrutar del ruido del agua, de la frescura de las enramadas, de los acordes de las cítaras, de los ojos de gacela y los labios de miel de las cautivas? ¿Acaso le vedaba el goce del estudio, la plenitud intelectual? Un día Artasar recordó, miró a su sombra… y se reconcilió con ella; ya no era irónica, ya no le humillaba; aquella sombra se parecía a todas; era una sombra inofensiva, natural; una sombra buena…
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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