La Turquesa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel agregado a la Embajada rusa en París era un tipo de raza. Su rostro tenía una figura que recordaba, no la del corazón tal cual es, sino como suelen pintarlo: exageradamente ancho en la frente y los salientes pómulos, acababa en punta, con una barba color de venturina, ensortijada en rizos menudísimos, donde la luz encendía toques de oro rojo. Sus pupilas verdosas, por lo general dormidas en una especie de ensueño amodorrado, de súbito fulguraban. Sus manos largas y de afilados dedos daban tormento al cigarrillo, que no se le caía de la boca, turco, de larga boquilla y saturado de opio.

Con un eslavo tan típico, genuino —por consiguiente, civilizado sólo por fuera, en la superficie—, se puede hablar de religión. Las almas de estos bárbaros están todavía impregnadas de esencia de nardo espique; el pomo de Magdalena las perfuma. El misticismo es allí producto natural de la tierra; no escuela literaria, como en Francia, ni pasión política y disciplina social, como ha venido a ser en otros países latinos. La burla ininteligente del racionalismo no hallaba camino por entre los labios de mi amigo ruso, bien dibujados y sinuosos cual el de las antiguas iconas. Y lo que me agradaba en el trato del diplomático era eso precisamente: sintiéndome yo también de mi raza —pero de mi raza cuando sus energías sentimentales no se habían gastado—, podía con el joven diplomático hablar de muchas cosas inaccesibles a los volterianos sin ingenio y a los escépticos sin profundidad, que componen lo más visible de la pléyade intelectual.

Éstos encontraban a Fedor Zanovitch —tal era el nombre del ruso— o loco y visionario, o insulso y desabrido. Y a mí no sé qué calificación me aplicarían. Más desdeñosa aún debía de ser la que merecíamos a los mundanos, hombres de placer y de club. Ver a dos muchachos —hoy se es muchacho hasta mucho más allá de los treinta— prescindiendo de lo que para ellos constituye la única sal de la vida; indiferentes al sport, a la galantería y al juego; entregados a una charla trascendental, ¡era espectáculo tan extraño! Pero como el mundo ha perdido hasta la noción del atractivo de lo extraño, que algunas veces es forma de la noble curiosidad del espíritu, debo creer que sólo desprecio sentirían hacia nosotros, y con sátiras únicamente nos comentarían, dado caso que nos comentasen…

El misticismo de mi amigo Fedor iba acompañado de mucha dosis de superstición sombría. Creían en la influencia de la mirada, en la fatalidad de ciertos números, en los días nefastos, en lejanas fuerzas que actúan sobre nosotros sin que lo podamos evitar. Muy a menudo le encontraba yo preocupado, mirando atentamente a una gruesa turquesa que llevaba en el dedo meñique y era de las más hermosas que yo he tenido ocasión de ver: de un azul limpio como el cielo en primavera, y de una lisura de cristal opaco.

—¿Qué tiene esa turquesa —le pregunté un día— que el mirarla le pone a usted tan ceñudo y tétrico?

Calló un instante, mientras la espiral del cigarrillo, en finas volutas, ascendía hasta el techo de la habitación en que charlábamos. Era el despacho de Fedor, amueblado con los divanes que todo eslavo prefiere para dormir y soñar, y con trofeos de ricas armas incrustadas y prolijamente cinceladas, de las que todavía hoy se fabrican en las provincias orientales o se recogen en algaras de guerra contra los pintorescos montañeses del Cáucaso. Sobre el sillón en que Fedor escribía, enorme águila disecada abría sus alas de leonada pluma.

Al fin, el ruso, como si saliese de una abstracción invencible, levantó la cabeza y volvió a considerar atentamente la piedra preciosa, que en su engarce de oro dormía como un trozo de lago sin transparencias.

—Esta turquesa —repitió pensativo—, esta turquesa… No crea usted que es recuerdo de un amor, ni herencia de familia, ni nada… Es lo más prosaico. La he comprado en la feria de Nijni Novgorod. Allí, como usted no ignora, el granate, el topacio, el rubí, la turquesa, se venden en gran escala, a puñados. Sin embargo, desde que los industriales europeos han aprendido el camino, las cosas van de un modo diferente, y ya funciona la balanza, en vez de la esportilla con la cual se medían las piedras a lance, gruesas con menudas…

—Pero —interrumpí— eso no tiene que ver…

—Ésta —prosiguió como si no hubiese oído— es turquesa de Persia, auténtica; no turquesa fósil, como son la mayor parte de las que se venden por aquí en joyería. Las turquesas fósiles, que valen muy poco en relación a las persas, son (esto puede que usted lo ignore) las que se ponen pálidas y verdosas cuando sus dueños enferman; las que hasta se mueren (es la palabra admitida) cuando se mueren ellos también…

—En efecto, lo ignoraba —respondí—. Suponía que todas las turquesas…

—No, las de Persia, no —murmuró el eslavo, arrojando la colilla de su cigarrillo en una copa de plata—. Las de Persia son inalterables. Yo la quería precisamente de Persia; la compré en bruto o al menos mal labrada; la hice analizar en su composición y tallar de nuevo, y tengo certeza absoluta de que se trata de una de esas piedras cuya exportación tenía prohibida el sha y en las cuales los fieles musulmanes graban versículos del Corán en oro.

—Y, con todo eso… —insistí, volviendo al asunto de la preocupación de mi amigo.

—Con todo eso —repitió, acariciándose aquella barbita de rizado metal—. Con todo eso, la turquesa ha palidecido ligeramente algunos días, y yo, en esos mismos días, he estado enfermo o en peligro de muerte… Por ejemplo, cuando el secretario, el conde Veriaguine, me ha llevado en automóvil a Pau y hemos chocado contra unos árboles… Momentos antes, la condesa Veriaguine se había fijado, a la hora del almuerzo: la turquesa no tenía su color habitual. Me embromaron, diciéndome que la piedra sería fósil, el diente de algún mastodonte; yo defendí mi turquesa; pero noté también el fenómeno. Media hora después ocurría el accidente; el mecánico quedó muerto; Veriaguine aún cojea de su pierna rota… Yo sufrí heridas… Con mi restablecimiento volvió el color de la turquesa. Y ahora…

Alargó la mano. El sol, entrando por la ventana de vidrios chiquititos, emplomados, daba de lleno en la piedra. En efecto, su matiz, tan puro, tan celeste, parecía alterado. Una verdosidad ligera lo empañaba.

—Yo digo lo mismo que la condesa Veriaguine. Será fósil.

—No lo es.

La sequedad de la afirmación me probó que el ruso estaba más afectado por el agüero de lo que parecía.

—¿Sabe usted lo que haría yo, Fedor? Vender la turquesa hoy mismo.

—No, eso nunca. La turquesa me avisa; yo debo escucharla. ¿No recuerda usted lo que tantas veces hemos hablado? De regiones que no conocemos por la razón, pero que incesantemente se revelan a nosotros por el sentimiento, nos llegan estas advertencias misteriosas, que los necios escépticos no atienden. La única verdad, la única realidad —porque el mundo es aparencial— se encierra acaso en este tono verdoso de una piedra que, según la ciencia y la materia, dos absurdos, no puede verdear nunca… ¿Está el color en nuestros ojos? ¿Está en este compuesto de alúmina y ácido fosfórico? ¿Qué más da? La eternidad me habla por medio de él. Mis días están contados.

Hice que me echaba a reír; le di las consabidas palmadas españolas en el hombro; protestó… Y me lanzó una de sus miradas de relámpago.

—Esta vez es más serio que lo del automóvil. Me he preparado bien. Todo está dispuesto. La gran Mística puede venir. La aguardo…

—Vaya, Fedor, un paseíto para disipar estas ideas tontas…

A la mañana siguiente me llamaron con urgencia a la cabecera de mi amigo, que tenía fiebre alta… A los ocho días se declaró el tifus. Era de los que no perdonan.

Recogí la sortija; cometí ese inocente robo. Estaba enteramente verde.

Como todos, aun sin querer, tenemos algo de racionalistas, la hice analizar. Era legítima de Persia.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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