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Carmela habitaba una casa algo desviada del pueblo, al margen de la carretera y con un huerto que cercaban altas tapias, de las cuales se desbordaba el ramaje nudoso y fresco de viejos manzanos y perales. Decíase que ella misma cultivaba el huerto, su única hacienda, y se mantenía con las patatas y las coles, la fruta y el maíz allí recogidos. También cosía de blanco para fuera, y la costura le daba con qué vestir y calzar, cebar la lámpara de petróleo, cuya claridad se veía a través de las grietas de las maderas, y otras humildísimas necesidades de su existencia casi monástica. Hasta se añadía que juntaba ochavo a ochavo el dote, con resolución de entrar en el convento de Clarisas de Negreda, tan apacible, tan callado, tan mohoso de antigüedad y tan saudoso de ambiente como el propio huerto de la Vergonzosa.
¿En qué le había perjudicado aquella condición especialísima de su alma, aquella misteriosa delicadeza que pude notar desde el primer día en que la vi? Para conocerla apelé al recurso más vulgar: la esperé a la salida de misa mayor. Me equivocaba; no tardaron mis noticieros en darme mejores informes. Carmela cumplía el precepto en la ermita de San Román, una iglesuela agazapada en la vertiente de un cerro, adonde los fieles no quieren subir y en que la única misa se celebraba al amanecer. En estas condiciones, mi presencia tuvo que ser notada. Sólo dos mujerucas aldeanas y Carmela se encontraban dentro de la ermita. La vi arrodillada y de espaldas; un pañuelo de seda oscuro cubría su cabeza, y, por la postura, casi barría el suelo el cabo ondeado de sus trenzas rubiales, comprimido por una cinta negra, como haz de hebras de luz que asiese apretadamente una mano. Al terminar el oficiante los rezos últimos, aún no se levantó Carmela; y yo, arrimado a la tosca y sucia pila del agua bendita, pensaba en la suerte de la muchacha. Por vergüenza de confesarle a su madre que se casaría gustosa, la destinaron a monja, reservando a su hermana Jacinta para el matrimonio; vino un primo indiano, bueno mozo, rico; hubiera preferido a Carmela la rubia; pero Carmela tuvo vergüenza de dar a entender que le aceptaría con gozo, y el primo a Jacinta se unió. Vivían juntos, con desahogo, con lujo casi; el primo se guiaba en todo por la cuñada; la cuñada tuvo vergüenza de aquella adoración tímida…, y se retiró a la casita de las afueras con su madre. La madre murió; el primo ofreció a Carmela la herencia toda; Carmela, avergonzada, sólo aceptó la casita y el huerto… «¿Vergüenza? —repetía yo—. ¿No tendría otro modo de ser este nombre?… ¿No se llamará “dignidad”?».
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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