La Zurcidora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hacía su labor sin tregua, sin descanso, a todas horas. Creyéndose que sólo zurcía cuando su aguja, reuniendo labios de desgarrones en los tejidos o juntando las orillas del corte dado por el filo de la espada, iba formando una tela ancha y doble; porque esto tiene el zurcido bien dado: refuerza la traba. En realidad seguía zurciendo en todos los instantes de su vida, y no eran sólo sus dedos los que trabajaban obstinadamente, sino su voluntad, foco de calor y de amor.

A medida que iba entretejiendo los fragmentos de rica tapicería, en cuyo fondo se divisaban ciudades, fortalezas, multitudes con blancos albornoces y desnudas cimitarras, la zurcidora sentía que dentro de su espíritu palpitaba algo nuevo, y su humilde trabajo de mujer, que alternaba con el de la rueca y el huso, el bordado y el telar, adquiría una grandiosidad no sospechada. Su aguja, día tras día, ensanchaba los términos de la historia, y se diferenciaba de la de Penélope en que la idea de deshacer ni una sola puntada jamás pudo caber en aquella cabeza firme, sana, clásica como la de una escultura de Berruguete.

Y al ir y al venir de su aguja, notaba algo singular. Según crecía el tapiz, iba envolviéndolo un reflejo luminoso, extendido por toda su superficie. La zurcidora, aunque tan modesta, sentía el engreimiento de la obra realizada lenta y animosamente; y, ante la realidad, palpitaba de gozo. Era el sol de Castilla y Andalucía, que dora las mieses, el que extendía su oro intenso por la tela, cada vez más larga, más amplia, más trabada, más resistente.

La zurcidora, mientras adelantaba en la labor, repasaba su biografía, admirándose de que fuese ella misma la obrera de algo tan grande. Se veía niña, en Madrigal, bajo el cielo azul zafiro de Ávila, ante el campo gris sembrado de cantos redondos que parecían enormes testas de moros gigantes. Se veía en Arévalo, en el entristecido ambiente de la viudez de su madre, atacada de la misma enfermedad mental que sufrieron tantos de la trágica dinastía. Se veía después pretendida por un vasallo, y aún se le encendían las mejillas de vergüenza. Se veía solicitada por herederos de coronas, y aquí sus recuerdos empezaban a relacionarse con el zurcido del tapiz. Por primera vez, al otorgar la preferencia al infante de Aragón, tomó la zurcidora su aguja, y, juntando los retazos gloriosos, estrechamente y para siempre, unió el fragmento que ostentaba las barras con el que blasonaban los castillos. Saliole el zurcido perfecto, duradero, invisible. Ni aun se conocía por donde la diestra aguja de la magnánima labradera había pasado. Además de los blasones, representaba el tapiz, sobre sus lizos, episodios como de novela de caballerías y aventuras. Un galán va en pos de su dama, arrastrado y adoptando disfraces. Un príncipe recorre caminos y carreteras en traje de mozo de mulas para llegar secretamente hasta Valladolid, donde le espera una princesa, su prometida. El corazón de la zurcidora palpitaba al evocar estos recuerdos. La sangre juvenil se agolpaba en él, atropellándose. Y nunca lo pudiera olvidar, su primer beso de enamorada fue lo que hizo tan sólido el zurcido del tapiz…

En él, del fondo iluminado, surgían otras escenas. Un rey, el de Portugal, quería, con las tijeras de un tratado, cortar parte del tapiz y llevarse el retazo consigo. Y la zurcidora no lo podía sufrir, y cabalgaba, y reunía sus huestes, y entraba en Toro y en Zamora, y hacía huir despavorido al rey, que era el legendario caudillo de África. Y la zurcidora, descalzándose, se postraba en la catedral; y luego, satisfecha, miraba el nuevo zurcido y sonreía.

Entonces la zurcidora empezaba a incorporar a su tapiz algo precioso. Era un soberbio recamo de oro y seda, en cuyo fondo, con maravillosos realces, se destacaba una granada entreabierta dejando asomar por la piel, resquebrajada de madurez, los granos apiñados, de rubíes. Detrás del hermoso fruto se vislumbraban cortejos triunfales, torres airosas, murallas rosadas a la claridad solar, montañas con corona de nieve. Para poder unir a su tapicería esta granada misteriosa, la zurcidora había traído de Francia, Italia y Alemania ingenieros que conociesen las recientes aplicaciones de artillería; había importado pólvora de cañón en cantidades enormes; había fundado los hospitales de campaña, las grandes tiendas sanitarias, y había presenciado su organización; había expugnado plazas que se defendieron rabiosamente, como Alhama, y que hasta rechazaron al pronto a los asaltantes como Loja; sufrido el dolor de la rota en la Axarquía; cabalgando largos días al lado del ejército, resistiendo fatigas y privaciones, y con su poderoso querer y su piadosa alma, había salvado a la guarnición mora de Málaga de ser pasada a cuchillo… ¡Harta desgracia era para los vencidos el vencimiento! Y había agotado su energía y su persuasión para que no desmayase el ejército en el difícil sitio de Baza, y arrojado puentes sobre los abismos y abierto rutas practicables; y cuando la zurcidora aparecía entre sus soldados, el corazón de éstos se estremecía en el pecho, porque al verla no dudaban de su victoria.

Todavía, para lograr zurcir la roja granada, le faltaba a la zurcidora mucho tiempo de acampar, de vivir entre las tropas, como buen general en jefe; pero la granada se come grano a grano y, al cabo, un día memorable, el último grano de granate fue comido, y la zurcidora, en su arrogante corcel, entró en la divina ciudad, allí donde la afiligranan mágicas labores de los gnomos y orientales esplendores que recuerdan el templo de Salomón.

Y no por eso descansaron los dedos de la zurcidora. Inmensos trozos de tapiz nuevo se hacinaban en su canastilla de labor; en ellos se veían selvas frondosas con raros árboles de flores extrañas, cerros ingentes donde la plata y el oro nacían a granel, riberas del mar con playas de blanca arena, volcanes y chorros sulfúreos brotando de un suelo que temblaba; y, arrastrándose, enormes lagartos de fríos ojos; y volando por los aires, aves de plumaje deslumbrador; y saltando de rama a rama, jimios muequeros; y saliendo de cabañas y bajíos, gentes desnudas de cobriza piel, aullando amenazantes o presentando tributos humildemente; y en el horizonte alzaba sus brazos de madera el símbolo… Eran tantos y tan enormes los pedazos de tapicería que la valiente estuvo a punto de desmayar. Nunca, nunca llegaría a zurcir tanto: de antemano se declara rendida. Al fin recobró el ánimo, porque le pareció que a su lado había unos seres invisibles que la ayudaban a zurcir, que empujaban sus dedos. Eran santos y guerreros, aventureros heroicos y marinos viejos, encanecidos en la lucha con los tiempos y los vendavales; eran frailes que buscaban, tal vez, los martirios, y sabios que buscaban las plantas que curan; y toda una hueste que cruzaba el océano y que sabía zurcir, con la espada o con la palabra, con la labor y hasta con la codicia, que la codicia también zurce. Y la mujer intrépida vio cómo su recio trabajo se facilitaba y cómo el tapiz colosal, tendido entre los antípodas, se desplegaba en toda su hermosura y en toda su brillantez, siendo admiración de los ojos y orgullo del espíritu. Y observó que el sol lo bañaba ahora en toda su extensión y que no desaparecían jamás sus rayos de la superficie de la tela.

Y casi al mismo tiempo pudo notar la zurcidora como una turba empezaba a tirar del tapiz hacia uno y otro lado, con intento de desgarrar sus zurcidos y volver a convertir la soberbia tela en conjunto de informes retazos. Unos hacían de puños en romper los hilos. Otros, con navajas agudas, cortaban el entretejido, y, satisfechos, se llevaban un regular trozo. Otros, pacientes, deshacían la labor, hebra por hebra, hasta que el pedazo, sin esfuerzo, se soltaba. Y he aquí que la zurcidora no podía defender su labor, porque —no tenía más remedio que reconocerlo, que darse cuenta del triste caso— se encontraba yacente en su regio mausoleo de la catedral granadí, y poco a poco su cuerpo honesto y noble iba desagregándose, y quedando sólo sus huesos, que todavía, al ser arrancada y desbaratada la tapicería soberbia de nuestra grandeza nacional, se encogían de pena y se entrechocaban con fúnebre sonido…

Y yo sé que de noche, por dondequiera que el tapiz fue zurcido y lo laceraron y despedazaron malsines, la sombra de la reina se aparece. No puede ya zurcir: sus manos son esqueleto, en sus cuencas no hay pupilas. Pero aún, resbalando sobre la tierra que nos perteneció, sus ropas flotantes y sus tocas honradas hacen un ruido de bandera agitada por el viento, y su boca sin labios pide por nosotros.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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