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Y el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento… Según avanzaba hacia el centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte, registraba los soportales, de siempre misteriosa penumbra… Los paletos devolvían con insolencia la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la posada detúvose el viajero para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:
—¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno gordo, cano él?
—No, señor… Esto es fonda…, y la dirige una bilbaína.
—Y don Saturio, ¿dónde anda?
—No le puedo decir al señor…
El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande, puerilmente orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor. De muchacho, le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media horita en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre resonante estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero… Y las caras revocadas de blanquete de las mozas —¡hacia dónde habrían rodado ellas!— hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero… ¡Sí; le hubiesen suscitado emoción pura, romántica!
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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