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En breve, nadie las conocía sino por ese remoquete ignominioso. Un día, en que llamaron a un carpintero por inevitable precisión, éste puso la cuenta de su trabajo encabezando así: «A Salvador Fene, deben las señoritas de Cutres...». ¡Hasta tal punto se había olvidado el apellido de las hermanas!
Lejos de amainar en su avaricia, las Cutres parecían poseídas de una fiebre de miseria. Despedida su única criada, hacían ellas todos los menesteres, y cavaban ahorrando un jornalero. Su femineidad, su juventud, desaparecieron pronto en esta vida de insectos metidos en su agujero, de obscuras polillas, siempre royendo el mismo trozo de madera. De tal suerte se escondieron y borraron, que se las olvidó, y únicamente como término de comparación salían a relucir. «Mujer, desecha ese vestido, o regálaselo a las Cutres», decían los maridos a sus esposas, cuando prolongaban con exceso la vida de un trapo. «Este sofá ya hay que mandárselo a las Cutres para su salón...». «Eres más cicatero que las Cutres...». En el mercado —el pueblo detesta la avaricia—, las vendedoras escupían al nombrar a las Cutres. Corría la voz de que ya tenían reunidos millones. Y, a los veinticinco años de morir su madre, no faltó quien emitiese la opinión de que debían de ser «un buen partido».
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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