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—Bueno —gruñó la fondista—, ya que quieren reventar…, a su gusto. Váyase, señorito, y descuide, que yo amañaré las «setiñas» con su tocino, y, se las mandaré a la mesa hecha un sol. Pero confiésense antes, por si acaso…, y avisen al escribano para hacer testamento.
A la hora de la cena, después de los tiernos pollitos, que se deshacían como merengue en su lecho de guisante, apareció, en efecto, un plato donde crujían aún las setas recién salidas de la sartén. Los expedicionarios, que ya casi ni se acordaban de ellas, las miraron con sorpresa y de reojo.
—¡En qué poco se han quedado! —exclamó Antonio, que había cosechado la mayor parte—. ¡Si apenas hay!
A pesar de esta observación y de la afición que todos habían jurado profesar a las setas, ninguna mano se tendía hacia el plato; pensaban en las palabras de la fondista, y les paralizaba involuntario temor, porque las setas, así fritas y encogidas, les parecían más siniestras que en el campo, esponjadas y leves. Pero como Lucía dirigiese a Manolo Chaveta una ojeada burlona, él se decidió, y exclamando: «¡Qué buena cara tienen!», se puso en el plato dos o tres. Antonio imitó su ejemplo, y las señoras picaron también alguna seta con el tenedor. Al principio comían con cierta repugnancia, mascando lentamente aquel manjar sospechoso; por fin, el saborcillo del tocino los animó y despabilaron —entre cuchufletas y alardes de humorismo, mofándose de las aprensiones de los indígenas, que desconocen las excelencias de los champignons— todo el contenido del plato.
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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