Siempre, desde que nací, he visto adosados a las jambas de la portada principal de la vieja iglesia a los dos adorantes: ella, la santa, envuelta en la plegadura rítmica de su faldamenta de ricahembra; él, el santo, sencillamente extendidas las manos largas y puras, que salen de las mangas de una tunicela, bajo amplio manto multíplice.
La sonrisa, misteriosamente expresiva, no se borra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupila no pestañean ni experimentan necesidad de cerrarse para el reposo del sueño en transitoria ceguera, en muerte transitoria.
Los adorantes viven sin interrupción su extraña vida; de día se recogen en majestuosa tranquilidad; de noche, cuando la oscuridad protege su idilio o la luna convierte el pórtico en labor de plata recién fundida, actívase el vivir irreal de las estatuas.
A la primera ligera, fluida caricia de la luna, los adorantes parece que continúan serenos en contemplación; pero observadlos bien: algo estremece los paños de su ropaje; algo vibra en sus manos extendidas para la plegaria; algo muy sutil intenta despegar y agitar sus bucles de granito para que se electricen como las cabelleras vivientes.
Observadles despacio, sí; derramad en vuestra alma oprimida por la carne la esencia del alma de esas místicas figuras, y notaréis que un gran halo sentimental irradia de ellas, de su forma, de sus cabezas sin aureola.
Salid de casa a las horas de soledad, a las horas de silencio y de helada nocturna, o cuando el verano hace azul y tibia la sombra, y considerad fijamente, sentados en el pretil del atrio, a los adorantes, que se miran, que no cesan de mirarse, que se mirarán mientras no sean arrancados de su lugar por los profanadores.
Detrás de la mística pareja, la puerta sombría, cerrada, atrancada, con ese aspecto severo y ceñudo de las puertas enormes, que evocan la inflexibilidad del destino, lo hermético del porvenir, parece una amenaza.
Y los adorantes, que jamás entrarán en la iglesia, aunque su ingreso se abre ante ellos todas las mañanas de par en par: los adorantes, a quienes retiene suspensos en el aire misterioso entredicho, se transmiten sin palabras secretos de mundos que no se asemejan al nuestro.
En la invisible difusión de las ondas del aire se envían confidencias. Y lo inefable de lo que se dicen los transporta; es un éxtasis de azucena desmayada y en deliquio dulce bajo el rocío.
Late en los adorantes, palpitando como las palomas cuando las tenemos agarradas, la idea de una existencia ultraterrestre, exaltada con divina exaltación.
Bajo sus pies, juntos y largos, de calzado puntiagudo, corre la otra vida, la vida de barro, la ruidosa, la turbia, la mezquina, la corruptible. Esta vida rueda sus ondas por la calle, bulle en el atrio, trepa por las escaleras, entra en el templo, marmonea rezos sin efusión, se expansiona al volver afuera con estrépitos vanos y conversaciones desabridas sin objeto.
Y los adorantes, sordos a la chusma, ignorantes de sus vociferaciones, insensibles cuando los chicos, precoces pelotaris, les envían las balas rechazadas por la rigidez de la piedra, siguen mirándose, bebiéndose, absorbiéndose.
Sus manos hieráticas, bellas, suplicantes, no se desunen; sus cuerpos no se aproximan.
Nada temen los adorantes, como no sea algún cataclismo de la tierra, alguna violencia de los hombres, que impulsando sus masas, los precipite al uno contra el otro.
Saben o adivinan la mentira de las uniones, la decepción de los intentos de identificarse acercándose.
Quieren evitar lo que les haría pedazos, conservar su figura delicada, su gracia mística, su calma engañosa, interiormente trepidante de ilusión y de afán.
La ciudad duerme; los propios angelotes del retablo de la iglesia han cerrado sus párpados, fatigados del luminar de los cirios y del apremio de las oraciones. La luna, rompiendo un velo de nubes, asoma como una gota de llanto cuajada y fría. Las duras ventanas, cerradas; el paso tardo del sereno; las campanadas graves del reloj de Palacio, son cosas solemnes, en que hay lo hermoso de lo triste sin causa.
Y los adorantes, solos, quisieran, sin unirse, acercarse un poco más, sólo un poco, no mucho.
A la distancia en que un perfume de flor es suave todavía y no embriaga aún.
A la distancia en que las líneas del rostro que se lleva dibujado en las entrañas no se ven borrosas, pero tampoco se marcan como relieve excesivo, sino que las idealiza una delicada bruma.
Quieren balbucirse cláusulas que el viento de la noche conduce de espíritu a espíritu, sin que las sorprendan los curiosos apóstoles de la archivolta, perpetuamente inclinados en actitud de no perder de vista a los adorantes.
Y él le dice a ella:
—¿No recuerdas que hace seiscientos años, la noche de nuestras bodas, cuando por primera vez, lisas de juventud nuestras mejillas, inmaculadas nuestras vestes, nos dejaron solos aquí, mirándonos, la luna semejaba, como hoy, una perla gris muy melancólica, y los luceros asomaban cansados, sin brillo? El mundo era viejo ya cuando principió nuestra juventud infinita.
Y ella a él:
—Me acuerdo que desde entonces todas las noches me hablas, y el silencio es un cántico.
Y él a ella:
—Los niños jugaron en el atrio esta tarde. Sus voces sonaban alegres. Puede que ellos no comprendan lo enfermo que está el mundo, lo caduco de todo.
Y ella a él:
—¿No notas cómo todavía andan flotando vahos del incienso de la última procesión? La cera huele a muerte; el incienso, a paraíso. Pero, estando ahí tú, frente a mí, ni deseo la libertad ni la bienaventuranza.
Y él a ella:
—No hace mucho cruzaron entre tú y yo dos que venían a unirse delante del altar. Él vestía de negro y estaba descolorido. Ella se cubría el albo traje con velo de albo tul, y se coronaba con flores de naranjo. Debajo del velo resplandecían las joyas. Temblaba, y el color de su cara ruborizada se transparecía. Su ropaje caudaloso la seguía por los peldaños como una catarata espumante. Al salir, oí que él pronunció: «¡Para siempre!» Iban ya del brazo... Y después he vuelto a verlos, pero nunca juntos.
—Extraño —opinó ella.
Insistió él:
—Y no habrás olvidado aquella otra pareja que, a la medianoche, al descender la última campana, buscó asilo en este pórtico, entre nosotros. No querían que los viesen. El calor de sus cuerpos traspasaba la piedra de mis pies. Sus promesas precipitadas, repetidas, suspiradas, eran fuego; yo creí que un incendio nos envolvía, poniendo término a nuestra dulce contemplación. No dialogamos aquella noche: los dos refugiados la encontraron corta y no se apartaron hasta que el amanecer horripiló de frío sus calcinados huesos. ¡Cómo te alarmaste, cómo tendiste tus manos imploradoras! Y la noche siguiente volvieron y nos hicieron sentir algo no sentido, envidia miserable de la vida terrestre... Pero ya nunca más les vimos, y estoy seguro de que no se ven tampoco ellos, separados por ríos, montañas y mares, por océanos de distancia, de dolor, de desengaño. ¿Verdad que es incomprensible?
—Incomprensible —declara ella, pensativa.
—Extraordinaria esta casta de los hombres —reprueba él.
—¡Ten piedad! —sugiere ella—. ¡A mí me contristan cuando los traen ahí, a la nave, a depositarlos sobre un túmulo, y huele tanto a cera consumida, y el rezo es hondo y anuncia terrores sin fin. ¡Son mortales! Su corazón es mortal...
Y él repite, bajo:
—Morir...
Y ella susurra:
—Morir...
***
Cuando le enseñé a un arquitecto famoso los adorantes, un día en que los alhelíes de las grietas florecían y las golondrinas se posaban sobre los curiosos apóstoles de la archivolta, el sabio objetó:
—Esas figuras no tienen razón de ser. Ni dan solidez al edificio, ni se explican ahí colgadas. ¿Qué hacen, me quiere usted decir?
Creo que respondí:
—Adorar...
«Blanco y Negro», núm. 703, 1904.