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—¡Año nuevo! —exclamaban—. ¡Niño bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!
Y de la inagotable bolsa, que brujas enemigas y malignas iban llenando con manos invisibles a medida que se vaciaba, salían, como la lluvia que cayó sobre el seno de Dánae, gotas y más gotas de oro, arrebatadas por manos ávidas, por garras ansiosas y rapaces. Ya no era que el Año repartiese, sino que le robaban, le despojaban, sin darle tiempo ni a hacer el ademán de la distribución... Voces de angustia, ayes de sufrimiento, quejas de dolor, suspiros de melancolía incurable, demostraban que cada cual que se agregara al tropel era un desdichado, un vencido, agobiado por la carga de la existencia insufrible. Y el Año regocijado y juguetón en los primeros instantes de su salida al mundo, empezaba a ponerse también de perro humor, al convencerse de tantas calamidades.
Le quedaba, no obstante, una ilusión al Año nuevo: la de que, con los confites dorados, remediaría buena parte, si no todo, del mal que ya comprendía. No era posible que cosa tan elegantemente envuelta, de tan coquetón aspecto, no encerrase, si no la ventura, al menos el consuelo y el alivio. Y ese consuelo sería su obra. Le aclamarían como a un bienhechor. Cientos de miles de bocas le colmarían de bendiciones. Así como así, no era justo que tanto se padeciese bajo la capa del cielo. Unos miseria, otros enfermedades, éste desengaños y traiciones, aquél desaliento y convicción de la propia inutilidad, todos eran atormentados hasta más allá de las fuerzas humanas. Aunque el dorado confite no fuese sino una gota de miel, contrastaría un instante la amargura...
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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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