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—Habrá que cortarle el pelo —observó alguien de nosotros, en el tono con que se reconoce una necesidad dolorosa, porque el pelo nos había deslumbrado desde el primer momento, como deslumbra la pluma magnífica, tornasolada, de un ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de higiene en las colonias. De caridad, porque es preciso tenerla para realizar y hasta para ordenar y dirigir esa operación, que descubre tantas veces en las cabelleras infantiles la fauna asquerosa de la miseria; de higiene, porque al niño que le medran los cabellos se le desmedra el cuerpo, es sabido… Ni aun para los hijos de los ricos, familiarizados con el peine y los petróleos de tocador, es bueno cultivar esos bucles de paje del siglo XV.
Sin embargo, desde que pronunciamos las fatales palabras «Habrá que cortarle el pelo…», comprendimos que no sería fácil… La niña, fijándonos desde lo hondo con el par de moras maduras de sus ojazos, parecía decirnos silenciosa y expresivamente: «No me quitaréis mis rizos, no tal…». El lacito colorado, que una coquetería de madre engreída de la belleza de una criatura había prendido cerca de la sien izquierda, era como banderín de la vanidad de aquellos siete u ocho años ya femeniles. Y los ojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, y las facciones hechas a torno se contraían con mohín de repugnancia…
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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