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—Me has llamado sabio, Melchor… Es cierto que he estudiado la magia y la astronomía, y conozco virtudes de piedras y plantas, y puedo calcular distancias y movimientos de los cuerpos celestes… Pero ya lo dijo un soberano de esta comarca, el poeta Suleimán: quien añade ciencia, añade dolor. Ignoro tanto, además, que con los conocimientos que me faltan se formaría una legión de verdaderos sabios, y no puedo deciros quién sea ese prodigioso Rey, al cual hemos de adorar. Presumo que su dominio superará al de cuantos rigen imperios y monarquías, y en eso cifro mi ilusión. Todos mis estudios no han impedido que mi barba sea blanca y mi frente calva, que mi sangre se enfríe y vacilen mis piernas. Mi cuerpo se inclina ya a la sepultura, que me han preparado con pompa, al estilo egipcio, en un monumento al borde de un lago. Si el Rey desconocido me devuelve la mocedad, a sus plantas estaré siempre, y él será el sabio por excelencia.
—¡Ah! —exclamó Gaspar, alzando su hermoso rostro varonil y fino, de semita, cercado de puntiaguda barba, y alumbrado por dos ojos de gacela, negros, ovales y magníficos—. ¡Si el rey pudiese hacer verdad mi sueño! Yo me resigno a la vejez, con todos sus achaques, y a la muerte, porque lo escrito, escrito está, y nuestra vida pasa como el humo. Pero, antes de morir, debemos dejar una huella, una memoria. Mi brazo es fuerte, y respiro con gozo los remolinos de polvo de las batallas. Quiero combatir, ser libre, y los romanos me imponen tributos y me reducen a la vergonzosa situación del Tetrarca de Galilea. Soy un vasallo que ciñe corona. Si no fuésemos cobardes y viles, nos uniríamos, y acabaríamos con Roma. Mi espada corva ansía cruzarse con la corta espada de los del Lacio. Si el Rey de Reyes viene a destruir el poderío de la loba de bronce le besaré los pies.
3 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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